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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (23 page)

—Curadle —ordenó el capitán una vez estaban todos en cubierta. Se volvió hacia Matthieu—. Espero que haya valido la pena.

5

L
a tensión a bordo se hizo aún más palpable después de lo ocurrido en casa de Serekunda. Catroux confirmó que ningún miembro de la tripulación había abandonado el
Aventure
la noche que fondearon en Gorée, por lo que La Bouche se vio obligado a seguir adelante sin encontrar un responsable. No sabía qué podía hacer para proteger a Matthieu. Decidió convocar a todos los hombres en cubierta para celebrar un consejo. Tras escuchar de forma abierta las quejas de los marineros y observar cómo el contramaestre desviaba aviesamente la mirada hacia el mar, decidió dejar las cosas claras.

—¡Sé que no estaba en vuestros planes —proclamó para terminar—, pero deberíais sentiros afortunados de ayudarme a satisfacer los deseos del rey Luis! ¡Así que haceos de una maldita vez a la idea: mis soldados y yo desembarcaremos en Madagascar con el músico o sin él!

El
griot
tampoco había aportado ninguna luz para esclarecer lo ocurrido. La Bouche dispuso que le soltasen las cadenas confiando en que aquel gesto le incitaría a contarle lo que vio, pero el gigante de ébano no se había asomado a cubierta ni una sola vez. Permanecía día y noche en el habitáculo en el que se hacinaba el resto de los esclavos que habían embarcado en Gorée, tumbado de cara a la pared como un madero arrojado en aquella bodega de techos bajos, entre el pescado en salazón y los sacos de verduras y legumbres, quesos fuertes y galletas duras. Matthieu bajaba a menudo a sentarse a su lado. Allí se sentía seguro. Pasaba horas sin poder arrancarle una sola mirada, observando cómo se vaciaba la ampolleta del reloj de arena que colgaba de la pared, a la que daba la vuelta una y otra vez tratando de relajarse con el bisbiseo de los granos diminutos que buscaban su sitio unos sobre otros. Los demás esclavos pronto se acostumbraron a su presencia; tras varias jornadas sin parar de vomitar se habían sumido en un perenne estado de letargo, llevados por el balanceo y los crujidos constantes de las cuadernas. Al músico le resultaba difícil soportar el olor a descomposición. Cuando salía de nuevo a cubierta se desquitaba descubriendo paraísos en la orilla.

El divisar aquellos mundos de fantasía era su alimento, lo único que le hacía seguir en pie en aquella cárcel flotante en la que se sentía solo y amenazado. Seguían bordeando el continente en dirección al cabo de Buena Esperanza y cada día atravesaban un escenario distinto. Matthieu vio selvas feroces que invadían las playas; acantilados que se levantaban como los muros inexpugnables de una fortaleza; dunas gigantes que partían del mar, de un naranja intenso por la cara que reflejaba el sol y negras sus laderas en sombra.

Pero un día comenzó a sentir un atenazador murmullo que provenía del mar, una suerte de gemido constante que le susurraba: «Salta hacia mí, sumérgete en la música eterna que ya inunda los oídos de tu hermano».

Aquellos delirios tenían su razón de ser: uno de los esclavos le había contagiado las fiebres. La vida a bordo se volvió definitivamente insoportable: el claustrofóbico mutismo de los marineros, la escasa y compleja relación con La Bouche, capitán y traficante, y ahora la traición de su propio cerebro, carcomido por una enfermedad que iba apoderándose de un cuerpo que ya estaba debilitado tras el ataque del veneno que ingirió en casa de Serekunda.

Permaneció cuatro días acostado en el catre mientras la comida intacta se estropeaba sobre la mesa, sudando sin cesar, tapándose la cara con los brazos, renegando de los reflejos dorados de las flores de lis de la cristalera emplomada. Al quinto día despertó de madrugada, se levantó y salió a cubierta con la camisola empapada. Se apoyó en la balaustrada de estribor y a punto estuvo de dejarse llevar por los gemidos del océano y saltar al que veía como un paraíso turquesa. Pero algo le arrancó de su alucinación. El mar le mostró su cara oculta: se volvió negro como un abismo infinito y tras un trueno ensordecedor se desencadenó una tempestad.

Nunca había visto llover así, en todas las direcciones. Se alejó de la borda y se amarró a un cabo grueso como su brazo. Permaneció en la misma postura durante horas que le parecieron días, contemplando a través de la barrera de la fiebre cómo todos hacían lo posible para evitar que el barco se fuera al fondo de aquel mar enloquecido. El cielo de plomo se resquebrajaba y los rayos descubrían durante una fracción de segundo los rostros desencajados de la tripulación. Los marineros se gritaban unos a otros instrucciones desesperadas. No podían mantenerse en pie. Rociones de agua les herían los ojos. Escupían maldiciones y el viento bramaba con furia. Era como si el infierno emergiese a su alrededor, abrasador bajo las aguas. Una ola enorme levantó la proa dejando al aire la quilla cubierta de conchas afiladas.

—¿Qué hago aquí, Dios mío? —gritó—. ¿Por qué me empujas a la muerte una y otra vez?

Matthieu seguía apretando el cabo con todas sus fuerzas. Sus dedos blanquecinos temblaban de agotamiento y frío. Las ropas caladas, el cabello negro pegado a la cara, los labios llagados de tanta sal. A pesar de su fuerte constitución parecía un animal pequeño y asustado. «Sólo soy un estúpido músico de segunda que quería impresionar al Rey Sol», se repetía, recordando lo ocurrido en la Orangerie sin ser capaz de reconocerse como el protagonista de aquel desastre, pensando en un Lully que se le antojaba tan lejano, casi caricaturesco, sintiendo el soplido de los tubos del órgano de Saint-Louis bajo el que hablaba con Nathalie los días de lluvia entre los susurros de los devotos.

—¿Qué hago aquí? —repitió, lanzando a la tempestad un grito desgarrador.

Entonces ocurrió algo.

Escuchó algo.

Abrió los ojos y trató de ver a través del escozor y la tormenta. Aguzó el oído. Las velas, que tenían tantos parches como batallas, se agitaban encolerizadas. Uno de los marineros se soltó del guardamancebo y cayó por la borda sin que sus compañeros pudieran hacer nada para socorrerle. Matthieu no llegó a enterarse. Permanecía estático, confiando en poder escuchar de nuevo aquel sonido tan sólo intuido. Y se estremeció al percibirlo en todo su esplendor, abriéndose paso entre la tormenta. Parecía un canto…

¡Tenía que ser ella, su sacerdotisa africana a la que aún no conocía, dándole la bienvenida, mostrándole su garganta virgen por la que se deslizaba la melodía original! La voz se acercaba al barco. Ya casi podía palparla. Se incorporó y lanzándose de nuevo hacia la balaustrada de estribor gritó con todas sus fuerzas.

—¿Dónde estás? ¡Canta para mí! ¡Canta para que yo pueda escucharte!

La Bouche, que desde que se desencadenó la tempestad no se había separado del timón, se acercó como pudo hasta donde estaba el músico. Le abrazó por detrás para sujetarle, convencido de que iba a arrojarse al mar.

—¡Estás loco! ¡Ve a tu camarote!

—¡Dejadme, capitán! —chilló Matthieu, tratando en vano de revolverse.

—¡Métete dentro si no quieres morir esta noche!

—¡Ella está ahí! —gritó mientras una avalancha de espuma que se precipitaba por estribor le anegaba la nariz y la boca; pero tragó para seguir gritando, estirando el cuello, entre toses y arcadas—. ¡La he encontrado!

—Pero ¿de quién hablas?

—¡Es ella! ¡Está cantando para mí!

—¡Estamos a quince millas de la costa de África! ¿Quién demonios podría estar cantando ahí fuera?

El barco seguía balanceándose a merced de las olas inmensas. El viento silbaba entre los aparejos de la arboladura. Un cabo suelto culebreó sobre la cubierta y a punto estuvo de segarles la cabeza.

—¡Canta para mí! —repitió el músico, ajeno al peligro.

—¡Si mueres, mi misión habrá terminado! —se le ocurrió decir al capitán para que Matthieu entrase en razón—. ¡El barco tendrá que regresar a Francia! ¡Si no aprecias tu vida, hazlo por mí y métete dentro!

—¡Es ella! —volvió a gritar, rompiendo a reír a carcajadas como si hubiera perdido el juicio.

—¡Son las fiebres, maldita sea!

El capitán separó al músico de la balaustrada con un tirón enérgico al tiempo que otro roción de espuma se precipitaba sobre la popa. Ambos cayeron al suelo. Matthieu trató de volver a asomarse. Se arrastró por la cubierta clavando las uñas en las tablas. La paciencia del capitán llegó a su fin. Mientras Matthieu intentaba incorporarse, estiró el brazo y asió una porra sujeta al palo de mesana. El músico no llegó a volverse. Recibió el golpe y cayó hecho un ovillo, echándose las manos a la cabeza para aplacar el dolor. El capitán llamó la atención de un marinero que se afanaba en tensar los cabos de sujeción del barril del agua.

—¡Ayúdame a llevarlo al camarote!

No tuvieron tiempo. En ese mismo instante una nueva ola, quizá la más grande de tantas como habían barrido la cubierta durante la noche, escoró el barco hasta casi hacerlo volcar y se llevó a Matthieu consigo. La Bouche tuvo que abrazarse a un palo. Escudriñó a través de la lluvia buscando dónde había ido a parar el músico. Ya creía haberlo perdido cuando lo localizó al otro lado de la cubierta, suspendido hacia el mar, sujetándose a la borda de babor con las dos manos. Dos marineros que estaban cerca simularon no haberlo visto y se alejaron hacia el lado opuesto aferrándose como podían a un cabo para recoger una vela caída. La Bouche les ordenó volver y ayudarle, pero apenas se escuchaban tímidamente sus gritos bajo el estruendo de la tormenta. Los dedos de Matthieu comenzaron a aflojarse. Sabiendo que no tenía otra opción, el capitán dio un grito y se lanzó hacia él. Una nueva sacudida del barco hizo que perdiese el equilibrio. Se estrelló con violencia contra uno de los palos y quedó tendido sobre la rejilla que servía de respiradero a la bodega. Desde allí comprobó con horror que el músico desistía, soltaba una mano, iba a dejarse caer…

Justo entonces, una sombra enorme llegada de ninguna parte se precipitó contra la borda y agarró a Matthieu por los antebrazos.

—No puede ser… —murmuró La Bouche.

Era el
griot,
surgido en el último instante, como si hubiera despertado al mundo para cumplir un designio superior.

El esclavo emitió un grito sobrehumano y tiró de Matthieu hacia arriba, como días antes éste había hecho para arrancarlo a él del fondo de la bahía. El capitán llegó entonces y, sin poder separar la mirada de los ojos de marfil del esclavo, le ayudó a arrastrar al músico hasta el camarote.

Lo dejaron tiritando sobre su camastro. El
griot
se sentó en el suelo y La Bouche, sin decir una palabra, salió a cubierta y corrió un madero para apalancar la puerta.

6

M
atthieu despertó de cara a la cristalera. La luz del sol le golpeaba en los ojos, pero ya no le hería el reflejo de las flores de lis. Tuvo que pensarlo dos veces para convencerse de que todo lo que recordaba no había sido un sueño. Miró hacia el otro lado y encontró a quien menos esperaba.

El
griot
estaba sentado en el suelo, en la misma postura en la que el propio Matthieu había pasado horas en la bodega esperando a que él se diera la vuelta. Se había quitado el vendaje sucio de la herida.

—No sé tu nombre —se le ocurrió decir al músico, ayudándose con gestos para hacerse entender.

—Llámame
griot
—respondió, cortante, en buen francés—. Ya no tengo otro nombre.

Matthieu no esperaba aquella respuesta en su lengua.

—Sólo quería darte las gracias —se excusó.

—Estoy orgulloso de ser un
griot
—aclaró el esclavo en tono más cordial. Su voz gutural parecía provenir del centro de la Tierra. Cada palabra emergía como un torrente de lava a través de unos labios gruesos que apenas se movían—. Todo lo demás que fui se consumió con las cenizas de mi aldea.

—Ya me has salvado dos veces… Estoy en deuda contigo.

—No deberías haberme sacado del fondo de la bahía.

Matthieu se incorporó.

—Hablas muy bien mi idioma.

—He pasado más tiempo con los franceses que con mis hermanos —contestó, sin dar más explicaciones.

—Si hubieras dicho eso en Gorée te habrían permitido quedarte allí desempeñando algún trabajo.

—¿Para qué?

Le miró a los ojos.

—Para vivir.

—Si entras en Gorée ya no hay vuelta a la vida. Es una antesala del infierno. Cuando pones un pie en sus playas los espíritus protectores te abandonan. Salen de tu cuerpo por los agujeros de la nariz y huyen despavoridos de regreso al continente.

Le atrapaba la sugestiva musicalidad que el
griot
imprimía a sus palabras. Era fascinante haber descubierto alguien así detrás del esclavo herido.

—¿Qué puede temer un espíritu?

—Ni siquiera ellos pueden evitar que crucemos «la puerta de no regresar jamás».

Matthieu creyó percibir un tufo a azufre cuando el
griot
pronunció aquel nombre.

—Siempre hay esperanza —declaró, pensando en la amenaza que se cernía sobre sus padres.

El
griot
le escudriñó como si quisiera leer su alma.

—Fue un oficial normando quien me enseñó tu idioma —le explicó por fin—. Provenía de una ciudad llamada Dieppe, a la que nunca he ido. Se asentó en Saint-Louis con su familia tras la primera expedición africana. Yo entonces no sabía nada de la vida ni de la muerte. Había dedicado todos mis días a lo que se dedican los
griot.

—¿Fue él quien te compró?

—Nadie me compró.

—Y ¿cómo llegaste a Saint-Louis?

—El jefe de mi tribu me ofreció a los franceses como muestra de hospitalidad. Dijo que quien gobernase aquella flota de inmensas naves era digno de conocer la historia de mi pueblo. Era un guerrero de la sabana tan viejo como generoso y confiaba obtener la misma respuesta de los recién llegados.

Matthieu estaba maravillado. Parecía su propia historia.

—Pero la respuesta fue muy diferente…

—Yo tuve suerte. Monsieur Sauvigny, el normando a quien me asignaron, era un buen hombre. Me enseñó el idioma y yo le conté todo lo que sabía sobre África. Le ayudaba en sus tareas y él me trataba como a uno más de su familia. Pero, a medida que el negocio negrero crecía, mi relación con ellos suscitaba el recelo de otros franceses y yo le pedí que me dejara regresar a mi aldea.

—Y una vez allí llegaron los hombres de Serekunda… —concluyó Matthieu por él. El
griot
no contestó—. Vamos fuera. Necesito respirar.

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