—¿Qué demonios hacen?
En aquel instante escuchó algo, una presencia aún tenue. Se concentró un segundo. Crecía por momentos. Era una masa de gruñidos guturales que avanzaba a su espalda como un río de lava. Se volvió y levantó la vista más allá del bosque de bambú. No podía creerlo. La falda de la montaña se había poblado de nativos. Los cuerpos grises se multiplicaban entre la vegetación, cientos de ellos. ¡Era cierto! Todos los indígenas de la isla se habían unido para asestar a Misson un golpe único y mortal. Se repetía la historia de Fort Dauphin. ¿Cómo era posible? Libertalia no era una colonia explotadora, era un edén compartido. ¿Compartido? Al parecer, los nativos siempre habían considerado al pirata un intruso, y como tal debía morir.
—Luna… —murmuró Matthieu volviéndose de nuevo, pero ya estaba lejos.
Mientras permanecía clavado a mitad de camino entre el asentamiento y aquel ejército embravecido que se desplomaba inexorable sobre la última utopía, uno de los cañones de las baterías del puerto escupió otra bala. Matthieu abrió los ojos de par en par. Ahogó un grito al tiempo que se arrojaba al suelo. El impacto del proyectil fue brutal. Arrancó de cuajo dos palmeras, una de las cuales golpeó a Matthieu en la cabeza.
Notó el barro en la boca.
Un escozor en la cara, como si le estuvieran marcando a fuego…
Poco a poco fue recobrando la consciencia.
—Dios mío… —se horrorizó por fin, y miró sus manos, y las llevó a las piernas. Podía moverlas. Tocó el resto de su cuerpo. Todo parecía estar en su sitio, pero había algo… Se puso en pie como pudo. Entonces se dio cuenta.
—Dios mío, Dios mío… ¿Qué pasa? ¿Qué me pasa?
No oía su propia voz. Ningún sonido.
«Esto no me puede estar ocurriendo…»
Movía los labios, comprimía el diafragma, expulsaba aire, pero a cambio sólo obtenía silencio. Un silencio insoportable que crecía en el interior de su cabeza hasta el punto de que necesitaba mantener la boca abierta para que no le reventase el cráneo. Le parecía estar fuera de su cuerpo. Agitaba los brazos y no escuchaba el roce de la camisa, ni el aire apartándose, pateaba el suelo y no retumbaba, ni oía la hierba arrancándose de cuajo. Se llevaba las manos a las orejas y gritaba de nuevo, pero lo único que sentía era una quemazón en la garganta.
Miró hacia arriba. Algunos indígenas ya se estaban introduciendo en el bosque de bambú y descendían cada vez más deprisa, directos hacia la colonia sin amedrentarse por los proyectiles que seguían agujereando la ladera. Las hordas de la montaña traían la noche consigo. Con la última luz del ocaso vislumbró sus colmillos afilados a base de frotarlos con una piedra rugosa que abundaba en la isla, sus ojos de marfil, su piel color ceniza como las sombras que unos minutos después lo ocultarían todo.
Echó a correr. Primero despacio, tanteando si podía hacerlo sin desplomarse; al poco con toda su alma. Percibía en el pecho los estallidos, en las sienes la vibración de sus propias pisadas, notaba el tacto del viento previo a la tormenta, las primeras gotas de lluvia que comenzaban a caer, veía las bocas de los piratas gritando, ya al pie de la colina, mientras saltaba las barreras fortificadas que acababan de desplegar para contener el ataque. Imaginaba todos los sonidos, pero no podía oír nada.
Nada.
D
ónde estás, Luna? Matthieu vagaba a través de una pesadilla muda. Tal y como los esclavos liberados que promovieron la sublevación habían previsto que ocurriría, cuando el ejército de nativos se desparramó por la falda de la montaña la mayoría de los europeos no dudaron en abandonarlo todo y dirigirse a toda prisa hacia los barcos para alejarse con vida de aquel paraíso consumido. Todo eran rostros enajenados y olor a pólvora quemada y muecas de espanto y llantos, tensión, sal, barro… El músico llegó a casa de Misson. Abrió puertas, tiró objetos que veía caer al suelo y hacerse añicos en silencio. Ni rastro de ella. Le descomponía pensar que tal vez le estuviera llamando desde algún rincón oculto sin que él pudiera oírle. Corrió hacia el embarcadero. Las antorchas arrancaban de la negrura escenas de espanto. Una mujer con su hijo envuelto en el retal de una vela se abrazó a sus piernas suplicándole ayuda. ¿Qué podía hacer? Se asomaba a los callejones embarrados entre las casas. Chocaba con los marineros que se lo quitaban de encima con violencia. El pánico se había apoderado de Libertalia como un germen demoledor que amenazaba con terminar con toda la población incluso antes de que lo hicieran los nativos que ya habían conseguido quebrar las primeras defensas en las que se habían atrincherado los más aguerridos hombres de Misson. La lluvia arreciaba con fuerza. La sangre se escurría entre los cadáveres. Los indígenas danzaban por algunas calles embriagados por el nerviosismo, agitando sus machetes con una mano y con la otra los miembros seccionados de los que intentaban impedir su avance hacia el embarcadero.
Pasó junto a la casa alargada donde se había despedido del
griot.
Entró a buscarle. Estaba vacía. Al salir se dio de bruces con un indígena solitario que había logrado internarse hasta allí. Estaba desnudo, salvo por un taparrabos y una tira de cuero que le cruzaba el pecho. Alzó el machete, pero Matthieu reaccionó deprisa y, aprovechando su posición elevada por los pilotes que separaban la edificación del suelo, le sacudió una patada en el pecho que lo arrojó hacia atrás. Sin perder un instante saltó sobre él y le golpeó varias veces en la cara. El no oír nada, ni los impactos de sus puños ni los gritos del indígena, restaba violencia a su acción. Ni siquiera parecía real. Logró quitarle el machete, pero no fue capaz de rebanarle el cuello. Le golpeó en la sien con el mango y corrió hacia el muelle.
Cuando llegó le invadió una angustia que no podría describirse con palabras. Vio cómo algunos piratas que aún se mantenían fieles al capitán se encaramaban a las fortificaciones del puerto, ocupaban con actitud heroica el puesto de los artilleros huidos y disparaban sin cesar a través de la oscuridad hacia las colinas, intentando en vano frenar el flujo de guerreros; pero también vio cómo parte de ellos cambiaban la dirección de los cañones y, llevados por la ira, los utilizaban para hundir las barcazas en las que sus antiguos compañeros trataban de llegar a las naves fondeadas. Parecía una escena del Apocalipsis. Mientras las velas se desplegaban tensando los aparejos, los propios desertores se mataban unos a otros para hacerse un hueco en las cubiertas atestadas.
Tenía poco tiempo. Pegó la espalda a la pared del almacén donde reparaban las piezas dañadas en los abordajes y trató de localizar a Luna en cada bote que se internaba en el mar, en cada grupo de mujeres desesperadas que sollozaban en el muelle suplicando que las condujesen a algún barco, en cada rostro herido que pasaba a su lado deambulando. Antes de lo previsto hizo su aparición la primera avanzadilla de indígenas. Sus machetes chorreaban sangre sobre el óxido. Unos marineros holandeses que permanecían ocultos en una zona sin iluminar abatieron a varios de ellos, pero el resto, siguiendo el rastro de las fugaces nubes anaranjadas que escupían los mosquetes, se les echaron encima sin darles tiempo a recargar. No les importaba morir. Sólo matar. Terminaron siendo abatidos por los disparos de otros piratas que acudieron en su ayuda, pero todos sabían que sólo estaban retrasando el final. En unos minutos tendrían encima a todo un ejército.
Matthieu hincó las rodillas. Dejó de buscar a Luna a través de aquel enjambre de odio. Habría querido dejar también de respirar y terminar de una vez con todo. Se llevó las manos a los oídos y se desgarró en un último grito que tampoco pudo escuchar. Entonces vio, iluminado por una antorcha, aquel rostro tatuado.
—Misson…
Salía de la torre del consejo acompañado de Caraccioli y de un grupo de oficiales a los que repartía instrucciones. Les pedía que concentrasen todos sus esfuerzos en reforzar las barricadas para ganar tiempo hasta que huyera la población, aun siendo consciente de que poco podían hacer contra aquellas hordas de indígenas, desconocedores de la muerte o quizá emisarios de ella, que se lanzaban a pecho descubierto contra sus cañones y mosquetes. Cuando iba a echar a correr hacia él para preguntarle si sabía algo de Luna se dio cuenta de que La Bouche también estaba allí. En ese momento alguien le sujetó por el hombro. Se volvió, sobresaltado.
Era Pierre. Venía acompañado del
griot.
—¡Pierre!
—¿Qué te ocurre?
—¡Pierre, no puedo oírte!
El médico y el
griot
comenzaron a hablarle al mismo tiempo. ¿Qué le decían? Se habría echado a llorar, tanto por la impotencia como por el alivio que sentía por no estar solo. Trató de explicarles lo que había ocurrido pero ni siquiera sabía si pronunciaba bien las palabras. Pierre asintió y le hizo gestos para que se serenase. Después le repitió despacio una misma frase para que Matthieu pudiera leer sus labios y señaló hacia un bote que el marinero de Fort Dauphin estaba desamarrando.
—¡Va a llevarnos a su barco! ¡Corre!
Tiró del músico para que los siguiera.
—¡Primero tengo que encontrar a Luna! —se revolvió Matthieu con el rostro desencajado.
—¿Cómo?
—¡Luna!
—¿Dónde está?
—¡La he buscado por todas partes! ¿Qué puedo hacer?
El médico lanzó una mirada al bote. El marinero les pedía que fueran ya. Le hizo un gesto pidiéndole calma.
—Tiene que haberse escondido en algún sitio. ¿No te dijo nada? —Pierre se esforzaba en hacerse comprender mientras la mente de Matthieu, a falta de sonidos, se dispersaba con cada fogonazo que escupían las fortificaciones—. ¡Piensa rápido! —le insistía, viendo que cada vez llegaban más indígenas al embarcadero y que los pocos piratas que iban quedando en pie a duras penas podían contenerlos—. Por favor…
Le miraba fijamente y hacía círculos con el dedo índice suplicándole que echase la mente atrás. Matthieu acertó a cerrar los ojos. Durante unos segundos se disipó el horror. No oía ni veía, pero notaba la mano de su amigo Pierre aferrada a su brazo. Por fin un instante de paz…
—La gruta de la caracola —recordó de pronto.
Volvió a abrir los ojos y retornó el infierno frente a él.
Pierre se encogió de hombros.
—¿Qué caracola?
—No lo sé. Luna me ha dicho esta mañana que ayer escondió su caracola en una gruta del acantilado.
El médico intercambió unas palabras con el
griot.
Matthieu se desesperaba. ¿Le estaban entendiendo? ¿Sabían cómo llegar a ese lugar? El
griot
asintió, confiando que el músico se estuviese refiriendo a una muralla de piedra negra horadada que se elevaba al final de una cala próxima. Señaló hacia un extremo del puerto. A Matthieu se le aceleró el corazón. Pierre lanzó una mirada a La Bouche.
—Daremos la vuelta por el otro lado para no pasar junto a él —dispuso—. Esperad un momento.
Corrió agazapado hacia el bote del marinero y le indicó que se fuera sin ellos, que ya buscarían el modo de llegar a la nave antes de que partiese. Aquél puso gesto de extrañeza y mandó subir en su lugar a dos mujeres con cinco niños pelicrespos que trataban desesperadamente de encontrar un hueco libre en las barcazas. El
griot
se hizo con una antorcha, rodearon a toda prisa las fortificaciones y se sumergieron en un palmeral con el suelo cubierto de antiguas redes y cabuyería. Resultaba difícil avanzar sin engancharse. Era una especie de cementerio de aparejos que volvían fugazmente a la vida para sujetarlos por los tobillos. Cuando estaban en mitad de la maraña escucharon gritos cercanos. Pierre lanzó al
griot
una mirada grave. No habían previsto que alguna patrulla de indígenas trataría de acceder al puerto por aquel punto, el menos accesible pero también el más desguarnecido. Se detuvieron. Matthieu se volvió. El silbido de varias flechas atravesó el palmeral.
—¡Apaga la antorcha! —gritó Pierre—. ¡Tírala tan lejos como puedas!
Las saetas pasaban a pocos centímetros de su cara y se clavaban en los troncos. Corrieron como pudieron sobre la red de cabos mohosos en dirección a la cala. Por fin notaron la arena bajo sus pies, siguieron hasta la orilla y la bordearon sin detenerse hasta el enorme peñasco que se erguía al fondo. Pegaron la espalda y los brazos a la piedra oscura, mimetizándose con las conchas.
—¿Nos siguen? ¡Dios, no se ve nada!
De haber podido oír, Matthieu habría aguzado su oído para separar uno a uno cada sonido como hacía con las líneas melódicas cuando estudiaba una composición orquestada: el bisbiseo de las plantas acariciadas por el viento, cada gota de lluvia, los chasquidos que provenían del puerto, el rumor que emergía del interior del palmeral, los pasos cautelosos de los indígenas…
Pierre tiró de él nuevamente, devolviéndolo a la realidad muda.
—Sigamos nosotros dos —dijo con gestos—. El
griot
bordeará la orilla para buscar algún bote de pesca de los nativos y volverá para llevarnos hasta el barco. ¿Me has entendido?
Matthieu asintió pensativo.
—¿Y si Luna no estuviera allí? —pudo articular.
—Reza para que esté —musitó Pierre sabiendo que el músico no podía oírle.
Mientras el
griot
se perdía en la oscuridad corriendo como un antílope, treparon por unas rocas para rodear el acantilado a unos dos metros sobre el agua. No les costó encontrar la entrada de la gruta. Su forma y la textura punzante de la piedra la asemejaban a la gran boca de un monstruo marino.
Cuando se disponían a introducirse en ella, Pierre abrió los ojos de par en par.
Una flecha solitaria, lanzada por algún indígena desde lo alto del acantilado, le había atravesado la espalda por la base del cuello.
—Matt…
Se desplomó con expresión de incredulidad. Matthieu se arrojó sobre él.
—¡Pierre! ¡No, no, no…!
No sabía qué hacer. La sangre fluía. No podía arrancar la fecha. Le sujetaba de los hombros, lo agitaba para que no desfalleciera. El silencio absoluto seguía tiñéndolo todo con aquel velo de irrealidad, pero por desgracia estaba ocurriendo: los ojos de Pierre se vaciaban de vida por momentos. El músico lo contempló durante unos segundos sin pensar en nada. Reaccionó y trató de arrastrarlo hacia el interior de la gruta, pero dos nuevas flechas rebotaron en la piedra a pocos centímetros. No podía dejarlo allí. Siguió tirando con todas sus fuerzas. Notó un escozor en el brazo. Otra flecha más le había hecho un corte limpio del que empezó a fluir sangre tibia. Soltó un grito desgarrador y dio un último tirón con el que consiguió resguardar el cuerpo del médico bajo los dientes del monstruo. Le rogó que aguantase un poco más y se lanzó hacia las entrañas de piedra.