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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (37 page)

—Sólo que necesita aferrarse a cualquier cosa que restablezca el espíritu que animó la creación de Libertalia, como ese himno a partir de la melodía de Luna.

—¿De verdad pretende arreglar sus problemas con un himno?

—Durante veinticinco años los ha arreglado con un puñado de palabras. Y ya conoces el efecto que causa el canto de esa mujer.

Pierre recuperó un semblante más sombrío.

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Y por qué antes has dicho…?

—No he querido hablar de ella delante de La Bouche. —Pierre hizo un gesto que el músico no supo descifrar—. ¿Qué ocurre?

—Eres consciente de que la matará en cuanto tenga ocasión, ¿verdad?

Le miró a los ojos.

—No mientras yo esté con vida.

El médico acentuó un suspiro.

—No olvides lo que te ha traído aquí.

—¿Por qué sales con eso ahora?

—He pasado muchos años en el mar. He amputado brazos y piernas para evitar que se extendiese la gangrena, he visto cómo un marinero que había caído por la borda se perdía entre las olas en medio de una tempestad mientras el barco seguía su rumbo para no poner en peligro al resto de la tripulación… Sólo te pido que analices las diferentes opciones y tengas claro lo que estás dispuesto a hacer según vayan discurriendo los acontecimientos. Quizá deberías apartar a esa mujer de tu mente y pensar un poco más en el rostro de aquellos que esperan tu vuelta a Francia.

—No puedo amputar a Luna de mí. Ni siquiera alcanzo a creer que puedas decirme algo así…

—Lo hago por ti.

—¿Por mí?

—¡Baja la voz! Sólo espero que si las cosas salen mal no hagas que La Bouche te envíe al infierno a ti también.

—Las cosas ya han salido mal. ¿Has olvidado lo que Ambovombe hizo con sus hermanas?

—Si ella no hubiera escapado no habría ocurrido nada.

—¡No se puede culpar a alguien por tratar de ser libre!

—¡Olvida a esa nativa y salva a los tuyos, maldita sea! —estalló el médico—. Que al menos alguien se beneficie de todo esto.

Matthieu escuchó un ruido que provenía del interior de la casa. Se giró y reparó en una sombra. Era La Bouche. Estaba asomado con discreción a una de las ventanas. Le saludó levantando la barbilla. Pierre se dio cuenta e hizo lo mismo. Interrumpieron la conversación y volvieron dentro. Cerraron la puerta, pero el siseo de las olas continuó filtrándose por cada rendija, como en el resto de las casas de Libertalia, inundando de una desacostumbrada ansiedad vigilias y sueños.

19

M
atthieu pasó toda la noche en vela. Necesitaba volver a ver a Luna. En cuanto despuntaron los primeros rayos se dirigió a toda prisa a casa de Misson. La puerta estaba abierta. Se asomó a las habitaciones. No había nadie.

—¿Dónde estás…? —dijo en voz baja.

Tenía que tranquilizarse. Decidió limpiar el violín. Siempre que lo hacía lograba abstraerse, que era justo lo que necesitaba en aquel momento. Tal vez así conseguiría que aflorasen las soluciones que llevaba días buscando. Lo sacó de la bolsa y lo colocó con cuidado sobre la mesa. La humedad y la sal eran fatales para la madera. También los repentinos cambios de temperatura, del frío de las noches al calor extremo que azotaba a Libertalia a medio día. Buscó un paño limpio. Aflojó las cuerdas para poder acceder a todos los recovecos, sin llegar a soltarlas.

—¿Qué haces? —escuchó de repente tras de sí.

Se sobresaltó.

Era Luna. ¿Cómo no la había oído llegar? Se movía de forma tan sutil que ni siquiera desplazaba el aire a su alrededor.

Tragó saliva para contener los nervios. No estaba acostumbrado a sentirse así. Le gustó comprobar que ella también actuaba con cierto pudor. Se mostraba deliciosamente sonrojada. ¿Cómo debía comportarse? ¿Tal vez sería bueno desvelarle el cúmulo de sensaciones que había experimentado desde que la vio por primera vez en medio del mar? ¿O quizá era mejor callar para que en el silencio cupieran todas las palabras?

Luna se fijó en el violín, en las cuerdas destensadas.

—Estoy preparándolo para tocar —dijo él por fin.

Ella acercó una silla y se sentó a su lado. Matthieu cogió su mano. Era suave y brillante. Parecía de bronce recién cincelado, delicada, perfecta. Hizo que la colocase sobre el violín. Ella no se lo impidió. Ambos dejaron de temblar. Él apartó las cuatro cuerdas hacia un lado y llevó los dedos de Luna por los rebordes de la caja de resonancia, por las eses, como llamaba a los huecos abiertos en la tapa; juntos acariciaron el clavijero, la voluta, rematada con una pequeña talla en forma de cabeza de león.

—Esta madera es distinta —susurró Luna mientras él hacía que pasase la yema del dedo corazón por el astil, produciendo un leve gemido en la madera.

—Es ébano.

—¿Y ésta?

Tocó suavemente la caja.

—Esta parte es de abeto. Y aquí dentro está el alma.

Dio la vuelta al violín y pegó la palma de Luna sobre la cara inferior. La aprisionó con la suya y cerró los ojos, como si quisiera hacerle sentir el pulso del instrumento.

—¿De verdad tiene alma?

Matthieu sonrió.

—Se le llama así a una pieza que está encolada aquí debajo… —Volvió a girarlo y señaló entre las eses, en la estrechura central—. Sirve para atenuar la tensión que soporta la madera, y también para repartir los sonidos por toda la caja de resonancia para que, después, salgan proyectados con la máxima pureza.

—Creía que te referías a otro tipo de alma.

—También la tiene. —Calló un momento y miró al instrumento y después de nuevo a ella—. Un violín almacena los sentimientos de quien lo toca.

Luna respiró hondo. Ella tampoco había experimentado nunca una sensación semejante. Estaba convencida de que las fuerzas del cosmos le habían empujado hasta allí justo en aquel momento. Pensó en su huida; en cómo había visto a Misson durante la ceremonia de invocación en la playa, con sus ojos orlados de
khol,
negros como los de los piratas bengalíes, y su media cara tatuada con los signos de alguna tribu desconocida; y cómo al instante supo que la madre naturaleza lo había enviado para liberarla de su condena. Nadie sabía que lloraba cada noche en su choza. Suplicaba a las estrellas para que alguien la sacara de aquel poblado infernal en el que las Matronas de la Voz disfrutaban de protección a costa de que ella fuese el patrimonio de un demente lascivo y cruel. Cierto era que Ambovombe, temiendo la reacción de los ancestros, aún no se había atrevido a tocarla, pero a Luna le aterrorizaba la idea de que en cualquier momento se rebelase contra el propio dios Zanahary para yacer en su lecho. Por eso no lo dudó. Cuando terminó la ceremonia, mientras los anosy repetían enajenados alrededor del fuego las invocaciones del chamán, se ocultó en el bote de Misson.

—Eres la catarata, y yo el río que avanzaba incontenible hacia ti —terminó por decir con su inclasificable entonación.

—La primera vez que te vi, de barco a barco, cuando saliste del camarote y te aferraste al mástil, creí que todos mis sentidos iban a estallar.

—No nos descubrieron nuestros sentidos. Para entonces ya se habían encontrado nuestros espíritus.

Matthieu la contempló durante unos segundos.

—¿Cómo he podido vivir sin conocerte? —dijo más para sí que para ella.

Luna se aupó a la mesa y se recostó encima, recogiéndose en un ovillo como un cachorro de lémur. Sus ojos estaban moteados de estrellas doradas.

—¿Lo harás? —le preguntó con dulzura.

—¿Qué? —susurró él.

—¿Tocarás tu violín para mí?

Matthieu se quedó callado. Recordó que las Matronas de la Voz tapaban los oídos de la Garganta de la Luna para que no escuchase ninguna música que pudiera contaminar la melodía que preservaba en su interior.

—¿Lo tocarás? —repitió ella.

Luna sostenía aquella mirada, tan calma y al mismo tiempo más profunda que todos los abismos de agua que rodeaban la isla. Matthieu cerró los ojos. «No ocurrirá nada por una sola pieza», decidió. Era la mejor forma de mostrarle quién era. De su violín fluiría la magia necesaria para atraerla hacia el universo que había imaginado para los dos. ¿Cómo podía renunciar a que ella le amase para siempre? Comenzó a girar las clavijas. Tensó las cuerdas, de la más aguda a la más grave. Las afinó hasta la perfección. Lo colocó sobre el hombro y apoyó el mentón. Se aseguró de que estaba en la posición correcta, ni inclinado ni girado, utilizando para ello como referencia una línea recta imaginaria en la que las cuerdas mi y sol confluían en perspectiva con las marcas de la voluta. Decidió interpretar un pasaje de
Orfeo
, la ópera del maestro Monteverdi. Narraba el descenso voluntario de Orfeo a los infiernos para rescatar a su amada Eurídice, de quien le había privado la mordedura de una serpiente. Era su forma de decirle a Luna que él también se adentraría en el fuego eterno si fuera necesario, al igual que había viajado hasta el confín del mundo para encontrarla. Escuchó el corazón de ella, luego el suyo, los acompasó, y sobre el pulso compartido comenzó a tocar, y la belleza surgió por sí sola.

Luna creía estar escuchando al mismo tiempo la voz de los dioses de la tierra, del agua y del fuego, prolongada a placer por aquel hombre de carne y hueso tan sólo con pasar su arco sobre las cuerdas de tripa. Matthieu alargó la última nota. Cuando la apagó, en medio del silencio se abrió una puerta por la que ella pudo acceder a su vida entera.

—Así aman los personajes de las óperas —le susurró al oído antes de besarla.

Luna olía a madera de baobab y a fruta abierta. ¿Qué era aquel temblor que le invadía, nunca antes experimentado, al pasar sus manos por su carne erizada? Eran sus movimientos de felino, saltando sobre él, aprisionándole con las rodillas, agazapándose y luego estirando los muslos de piel oscura, revolviéndose para juntar las bocas. Su cuerpo al rojo vivo, los ojos abiertos de par en par. Dentro de ella un mar completo, marea y sal arrastrando al músico hacia la profundidad de algas que se enroscaban a su sexo y le impedían salir, sujetándole de las muñecas para que no le tocase mientras ambos emergían de golpe a la superficie.

Un rato después, Matthieu la contemplaba echada de lado sobre el suelo de rafia. Estaba dormida. Respiraba fuerte. Le excitaban sus nalgas firmes, más musculadas que las de las mujeres francesas, y al mismo tiempo le enternecía verla de repente tan inocente, como si no fuera consciente del poder que albergaba.

No era consciente de su poder, ni tampoco del peligro.

¿Cómo podía cambiar las cosas? ¿Cómo parar a La Bouche? Cada minuto que pasaba le acercaba al final que se había escrito para ella, también ya su propio final, un mismo destino para un solo espíritu compartido. Tenía que actuar deprisa. ¿Se habría reunido ya el consejo de capitanes?

—He de contárselo todo a Misson —dijo de repente en voz alta.

Luna se movió levemente. Al instante recuperó el compás de su respiración.

Convertir al pirata en su aliado… ¿Cómo no lo había visto antes? La Bouche les había mentido a ambos. Se desharían de él, compondría el himno y el propio Misson, como agradecimiento, le llevaría de vuelta a Fort Dauphin con su sacerdotisa.

Acercó la mano para acariciarla, pero no lo hizo para no despertarla. La cubrió con la camisola, salió con sigilo y, en cuanto cruzó la puerta, corrió en dirección al lugar donde estaba reunido el consejo.

20

E
l puerto estaba infestado de marineros. Fue hacia la torre sur, una edificación circular de piedra negra que se levantaba en un extremo, con una gran bandera y un puesto para vigías. El portón de madera estaba pintado con la escena de una nave mora que avanzaba sobre un mar plagado de olas, en homenaje a los expedicionarios que abrieron las vías del norte de Madagascar. Como todas las puertas de Libertaba, no tenía cerradura. Entró con cautela. Subió despacio la escalera de caracol que conducía a la sala donde se reunía el consejo. La única iluminación provenía de las estrechas aberturas verticales de defensa. Cuando estaba llegando arriba escuchó la voz de Misson. Discutía acaloradamente con sus capitanes. Se asomó con discreción para echar un vistazo. La sala, cuyas paredes estaban cubiertas de manos rojas pintadas —imitando la decoración de las cuevas donde vivían los primeros pobladores de la isla—, estaba rodeada de ventanucos desde los que se divisaban los tejados de la colonia, el puerto y el destellante Mar de Esmeralda. En el centro había una mesa de madera con patas talladas al modo de los tótems de los nativos. Sobre ella descansaban las espadas. Matthieu contó diez capitanes además de Caraccioli, de recia piel de marino cubierta de tatuajes ceremoniales —ninguno como las lágrimas de sangre de Misson—, y adornados con collares y otros fetiches. Lamentó comprobar que La Bouche se encontraba entre ellos, comportándose como uno más.

—No tenemos tiempo que perder —expuso el capitán Tew, uno de los miembros más influyentes del consejo—. El sueño de Libertalia se hunde.

Los demás, que hasta entonces estaban atropellándose para hablar, enmudecieron ante tan rotunda afirmación. Misson permaneció pensativo unos segundos antes de replicar.

—Son tus hombres los que llevan una temporada sin someterse a las normas —declaró con gravedad refiriéndose a los marinos ingleses que comandaba Tew—. Ni siquiera han dado cuenta de los últimos botines.

—¿Y qué quieres que haga para evitarlo? Nuestros piratas se están dividiendo en diferentes grupos según su nacionalidad. Se acabó el ideal común. Los holandeses quieren establecerse en la costa de Zanzíbar y los portugueses ya han mantenido dos reuniones a puerta cerrada sin que nadie sepa lo que han hablado.

Otros dos capitanes saltaron por alusiones, golpeando la mesa y reavivando la discusión. Misson los escuchaba un tanto ajeno. Matthieu pensó que, como había insinuado Pierre la noche anterior, su convicción ya no era suficiente para seguir manteniendo aquella estructura. Por eso necesitaba nuevos rituales colectivos, como un himno a partir de la hechizante melodía de Luna.

Caraccioli se levantó de la silla balanceando su pata de palo. Rodeó la mesa dando tumbos y fue a colocarse junto al capitán. Era el momento de mostrarse como en tantas otras circunstancias difíciles a lo largo de su trayectoria: los dos de pie frente al resto.

—Decid la verdad, maldita sea —espetó.

Los capitanes callaron.

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