—Pero…
—Tú mismo lo has insinuado —concluyó cortante—. No debería estar aquí.
El médico le miró a los ojos y le habló despacio, dando sentido a cada palabra.
—Matthieu, ¿qué tiene la melodía de Luna?
La melodía de Luna…
—Te ruego que no te entrometas. Todo el que lo hace termina condenado.
—Dios mío… —se sorprendió Pierre, acertando a ver por primera vez más allá de la coraza que Matthieu se había puesto desde el primer día—. ¿Por qué te sientes tan solo?
Matthieu habría querido narrarle todo desde el principio, sin detenerse ni para respirar: la dulzura de los labios de Nathalie, la muerte de Jean-Claude, el desastre de la Orangerie, el encierro en la Bastilla, la muerte de Evans y del marinero, la amenaza de unos asesinos sin rostro, la audiencia en Versalles, y sobre todo el épico descubrimiento de Newton, capaz de transmutar el espíritu y volverlo puro, como aquella isla incólume en la que ahora se hallaba perdido mientras el reloj avanzaba inexorable en París, acercando a sus padres y a su tío Charpentier a la muerte.
—Es la melodía del alma, Pierre —se limitó a decir—. La melodía del alma.
D
ivisaron el océano ya bien avanzada la tarde del día siguiente. De nuevo el viento y la arena en los ojos. Caminaron por la playa hasta que, detrás de un montículo engalanado con plantas de aloe, encontraron aquel osario de maderos y sueños carcomidos por la sal.
—Ahí lo tenéis —anunció La Bouche —. El cementerio de barcos de Sainte Luce. —Lo recorrió con la mirada—. ¡Cuánto he echado de menos todo esto, maldita sea!
El sol bajo del ocaso hacía fulgurar la espuma. Los restos de tres navíos surgían de entre las dunas, quietos como inmensos esqueletos de ballena. Matthieu se acercó al más próximo y se sumergió en la sombra que proyectaba sobre la arena. Palpó los crustáceos incrustados en la madera ennegrecida. Miró hacia arriba tratando de localizar un retazo de bandera en el mástil quebrado. Apoyó ligeramente la oreja en el casco y escuchó, como si se tratase de una caracola gigante, el murmullo embriagador de aquel mar lleno de secretos.
Pasaron dos días tumbados en la playa bajo la atenta mirada de los anosy que los escoltaban, observando cómo salía el sol y volvía a ponerse sin que entretanto hubiera ocurrido nada. Caraccioli no aparecía. Demasiado tiempo para pensar, se decía Matthieu. ¿Cuánto tiempo llevaban allí aquellos pecios? ¿Dónde estarían los hombres que los gobernaban? ¿Acaso los maderos que se esparcían por la arena no serían sus brazos y piernas, y las velas rasgadas sus anhelos segados en el abordaje? ¿Qué forma tendrían ahora, allí donde estuvieran, su madre, la sirvienta Marie y su hermano Jean-Claude? ¿También serían ellos maderos y velas vagando por algún mar hermético? ¿Cómo podía perder la cabeza amando a alguien con quien ni siquiera había hablado, sabiendo que al mismo tiempo podrían estar muriendo en París todos aquellos a quienes quería? Durante aquellos dos días de preguntas y ninguna respuesta se hundió muchas veces. Llegó a convencerse de que la imagen que se había forjado de Luna ni siquiera era real, de que sólo respondía a su necesidad de sentir algo físico para mitigar la tortura que sufría en el interior de su cabeza. Intentaba relajarse separando sonidos, como le gustaba hacer desde niño, escuchar por un lado el chasquido de las olas y, por otro, las hojas de palma batiéndose en el bosquete detrás de la playa, o los granos de arena rodando unos sobre otros empujados por el viento. Pero lo único que conseguía era acrecentar aquel dolor de oídos que venía torturándole en determinados momentos desde su llegada a Madagascar. Se desesperaba. No podía fallarle el oído, era su pasión, su arma. Tenía que deberse al agotamiento, a la ansiedad de la espera. ¿Cuánto más habían de estar allí?
A la mañana del tercer día se acercó a La Bouche.
—Nos vamos.
—¿Cómo?
—No podemos permitirnos estar parados.
—Ya oíste a Misson. Me aseguró que su lugarteniente…
—Vos mismo dijisteis que, si no aparecía, fletaríais una barcaza para ir a su encuentro surcando la costa hacia el norte.
—Sí —confirmó escueto.
Pierre levantó la vista un instante y, sin alterar un ápice su expresión ausente, siguió olisqueando el fluido blanco de una hoja de aloe recién cortada.
—Haced lo que queráis —se hartó Matthieu—. Ya me las apañaré solo.
Se alejó caminando hacia el más cercano de los navíos varados.
—Maldito músico… —murmuró el capitán mientras se incorporaba para ir tras él.
A partir de entonces todo transcurrió deprisa. Escogieron una barcaza estibada en uno de los pecios que parecía estar en buen estado y entre todos la bajaron a tierra.
—Puedo gobernarla sin ayuda —afirmó La Bouche agachándose a escudriñar el estado de la quilla. Después golpeó cariñosamente la madera—. Y soportará la travesía. Convirtámosla en un velero.
Tal y como había previsto, no le resultó difícil preparar un aparejo de fortuna. Durante aquella noche y todo el día siguiente los tres franceses, con la ayuda de los guerreros anosy, faltos de destreza pero con sobrada fuerza en los brazos, serraron dos palos del viejo navío para que sirvieran de mástil y de botavara, cortaron un pedazo de vela sin pudrir para ajustaría al bote, sujetaron unos precarios obenques y los estays de proa y popa, construyeron un ancla de respeto con unos hierros y repararon unos toneles que llenaron de agua y frutas para la travesía.
Cuando terminaron, Matthieu arrimó el hombro a la barcaza y jaleó al resto para que le ayudasen a sacarla de la arena. Estaba decidido a no perder un minuto más. Mientras se alejaban de la orilla superando los enérgicos balanceos de las olas, se giró para contemplar las figuras estáticas de los anosy y tuvo el presentimiento de que jamás volvería a verlos. ¿Tenía que celebrarlo? El no regresar a Fort Dauphin querría decir que no habría llegado a tiempo de subirse al
Aventure.
Cerró los ojos y se dedicó a escuchar el momento: la respiración de los indígenas a su espalda, el viento que se encabritaba, el trapo hinchándose, la quilla rasgando la superficie espumosa y lanzándose hacia la línea incandescente del horizonte…
Tras cuatro jornadas bordeando la costa sin haber tenido noticias de Caraccioli, un olor tan dulce que se adhería a la piel se apoderó del precario velero. Era noche cerrada y se habían quedado dormidos por el agotamiento. La Bouche sintió que se anegaban sus fosas nasales y despertó de golpe.
—¡Maldita sea! —Se levantó como un resorte—. ¿Quién estaba de guardia?
—¿Qué ocurre? —se sobresaltó Matthieu.
No había luna. La barcaza se balanceaba enérgicamente. Parecía haberse concentrado allí todo el viento del océano Índico.
Pierre despertó a su vez.
—¿Dónde estamos?
—En la costa de la vainilla.
—¿Qué es ese ruido?
—¡Vamos directos al arrecife! —se dio cuenta el capitán, advirtiendo el punto exacto en el que se encontraban—. ¡Ayudadme con esto! ¡Deprisa!
El médico se inclinó para conocer la profundidad y vigilar que no hubiera rocas bajo las algas, pero era imposible ver nada. Matthieu ayudó al capitán a maniobrar, con una repentina pericia, para sortear el rompiente de las olas y enfilar la barcaza mar adentro.
—¡Creía que los marinos como vos ansiaban terminar sus días en el fondo del mar! —exclamó Matthieu con sorna cuando vio que poco a poco se alejaban del peligro.
—¡Eso es hasta que encuentran un lugar que consideran propio! —repuso La Bouche agachándose para pasar bajo la botavara—. ¿Por qué crees que Misson lleva veinticinco años regresando a Libertalia después de cada viaje?
—Es cierto —pensó Matthieu en voz alta.
El capitán tiró de un cabo para evitar que la barcaza fuese de nuevo hacia el farallón.
—¡Ayúdame con esto!
—¡Ahora sé que alguien que carece de un verdadero hogar al que regresar no puede sentirse libre!
Su voz se fundió con el estallido de las olas.
—¡La próxima vez díselo a Serekunda, a ver si esa bruja mestiza se convence por fin de lo importante que es para mí! ¡Ayúdanos, Pierre! —le pidió al ver que entre los dos tampoco podían dominar la barca.
El médico se lanzó a tirar del cabo. Mientras lo mantenía sujeto arrojó una dura mirada a Matthieu. Le disgustaba que intimase con el capitán de aquel modo, aun cuando estaba seguro de que el joven músico actuaba de forma calculada.
Apenas se habían alejado del peligro Pierre se quedó mudo, con la vista clavada en la noche.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué demonios es esa sombra, entre la bruma?
—Dios mío…
La Bouche se lanzó a coger los mosquetes.
—No lo hagas —llegó una voz.
El capitán se detuvo de inmediato. Apoyó la mano en el mango de su espada y se giró despacio.
Junto a su barcaza emergió de entre la niebla un coloso de madera que crujía de forma pausada, como si acabasen de despertarlo en plena noche. De todas partes pendían trapos blancos, atados a las bocas de los cañones, a los barrotes de la balaustrada del castillo de popa, colgados del estay hasta el bauprés. Poco a poco fueron asomándose algunos tripulantes. Matthieu contó al menos veinte caras, impávidas, contemplándolos desde la altura. Se estremeció. Todas estaban teñidas de blanco, como los trapos, como las ánimas. Eso es lo que era: un barco de ánimas plagado de incorpóreos tules blancos.
Les arrojaron un cabo para que se mantuvieran pegados al casco. Desde el agua parecía una montaña, demasiado grande para haber sido construido por el hombre.
—¿Quiénes sois? —dijo la voz.
—Sólo navegantes.
—¿Habéis naufragado?
—¿Quién me habla?
Las ánimas rieron con descaro. Un golpe de viento agitó con violencia los tules que pendían de los aparejos. Fue como si la nave también soltase su propia risotada.
—Es obvio que soy yo el que pregunta. ¿Qué lleváis en esos barriles?
—Agua y fruta.
Aquellos hombres fueron asomando poco a poco sus armas por encima de la balaustrada. La Bouche habría preferido saber quién era la persona con la que estaba hablando, pero tenía que actuar antes de que fuera demasiado tarde.
—Buscamos al signore Caraccioli —descubrió.
Su interlocutor le sostuvo la mirada durante unos segundos sin decir nada.
—¿El pirata?
—Sólo queremos saber si os habéis cruzado con su barco.
El otro ordenó izar su bandera. Se trataba de un nuevo trapo blanco, pero sobre él ondeaba la divisa
Por Dios y por la libertad.
Los tres franceses la contemplaron mientras reivindicaba su lugar en lo alto de la goleta.
—Sois vos…
—Yo sólo soy el cabo de brigadas —respondió.
—Llamadle —ordenó La Bouche recuperando su habitual autoridad.
—¿Por qué habría de…?
—Porque es el deseo del capitán Misson.
Al escuchar aquel nombre, el cabo de brigadas decidió de inmediato derivar al italiano la decisión acerca de qué hacer con los náufragos. Amarraron bien la barcaza y los subieron a cubierta. Fueron conducidos a la bodega. Varios hombres, todos con la cara igualmente pintada de blanco, hablaban atropelladamente alrededor de un candil mientras el cocinero preparaba una sopa. Uno de ellos era el propio Caraccioli. Estaba de espaldas, pero La Bouche lo reconoció enseguida por su cuerpo seboso al que le faltaba una pierna —la había perdido en una batalla que los piratas libraron en la costa de Zanguebar antes de fundar Libertalia— y, sobre todo, por su verborrea. Estaba claramente borracho. Aquella noche había pedido a los hombres que se pintasen la cara y que colgasen los trapos por toda la nave. «¡Todo blanco como nuestra enseña! —había dicho—. ¡Honrémosla en la fecha de su aniversario!», celebrando que fue tal día como aquél, tres décadas atrás, cuando Misson se apoderó del
Victoire y
fue nombrado capitán.
El italiano se había quitado la prótesis de madera y la agitaba en el aire. Narraba la batalla en la que resultó mutilado. Lo hacía sin rencor, golpeándose el muñón con la palma de la mano.
—¡Misson siempre ha dicho que teníamos que haber abandonado! Y no por mi pierna, sino por los treinta hombres que perdimos aquel día. ¡El capitán tiene grabado en su mente el nombre de todas y cada una de las bajas que ha sufrido! Maldito barco portugués… ¡Nunca había visto una presa tan rica; su bodega estaba llena de polvo de oro!
—¡Viva el oro portugués! —gritó uno de los marineros levantando su vaso y esparciendo alcohol sobre el resto.
—Aunque no era el oro lo que nos movía —siguió Caraccioli—. Cuando aquel día perdimos al capitán del
Victoire
nadie dudó de que Misson debía tomar el mando y guiarnos en una nuevo emprendimiento regido por sus insignes valores. Pero él —levantó el dedo para remarcar lo que iba a decir, tratando de mostrarse lo más serio posible— aún trató de convencer a la tripulación de que no merecía tal distinción.
—¡Así terminó de ganarnos a su causa! —dijo uno de los marineros.
—¡Repetid lo que gritasteis entonces! —le jaleó otro.
Dejó la prótesis de madera a un lado y levantó la botella, teatralizando el momento.
—Dije: ¡conseguirás el mundo con unos pocos hombres, yo entre ellos, como Mahoma y sus camelleros fundaron el califato de los árabes, o Darío y sus siete compañeros crearon el imperio persa!
—¡Fue un gran día! —exclamó el que daba vueltas a la sopa.
—Prometía a la tripulación igualdad sin condiciones… ¡y libertad! —Su tono de voz, más allá del alcohol, traslucía nostalgia y orgullo—. ¡Libertad, el bien más excelso que nos ha regalado el Creador! Todos gritaban: ¡Viva el capitán Misson y su lugarteniente Caraccioli!
—Signore… —le interrumpió por fin desde atrás el cabo de brigadas.
—¿Quién osa quebrar la memoria de un momento semejante? —farfulló volviéndose de pronto y derramando lo que quedaba en la botella. Entonces se percató de la presencia de los tres franceses—. ¿A quién demonios habéis bajado aquí?
—Aseguran que el propio capitán Misson les pidió que vinieran…
—¿Quiénes sois? —se exaltó, moviéndose con dificultad con una sola pierna.
—Capitán La Bouche.
—¿La Bouche?
—Cuando tengáis oportunidad de hablar con Misson os confirmará que…
—¡No necesito que me confirme nada! Nos cruzamos cerca de Sainte Marie cuando regresaba a Libertalia y me contó vuestro encuentro en el mar —dijo más calmado.