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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (15 page)

17

E
l ministro Louvois esperaba impaciente el momento de transmitir al soberano lo que le había contado Charpentier. Anunció que tenía un asunto urgente que tratar y fue mandado llamar durante el almuerzo. Cuando entró en la sala, el rey masticaba un muslo de perdiz y removía con curiosidad la crema de hongos escogida como acompañamiento. Hizo un gesto a su consejero para que se acercase mientras se limpiaba los dedos con la servilleta húmeda que un cortesano —distinguido por un día con tal honor— le ofreció sobre una bandeja de plata.

—¿Qué asunto puede merecer el que dedique mi tiempo al testarudo de Charpentier? —bromeó tras escuchar las primeras palabras del ministro—. Mejor harías probando esto.

Señaló, de entre todos los que se repartían por la mesa, su plato preferido: jamón mechado con clavo, perfumado con canela y espolvoreado con azúcar.

—En realidad —anotó Louvois—, vuestra majestad dedicará su tiempo a alguien más aparte del compositor.

—¿Por qué no hablas claro? —protestó—. Me vas a provocar una mala digestión.

—Charpentier exige que le acompañe a la recepción su sobrino Matthieu, el joven que ocasionó el altercado de la Orangerie.

El rey disimuló con una carcajada forzada el cúmulo de sentimientos contradictorios que le asaltaron.

—¿Exige, dices?

—Con todos mis respetos, sire, no creo que os parezca un alto precio cuando vuestra majestad tenga a bien escuchar lo que quieren proponeros —opinó Louvois con resolución.

¿Qué tenía aquel joven músico?, se preguntaba el rey. ¿Por qué regresaba de nuevo a él? No quería volver a enfrentarse a sus enigmáticos ojos pero al mismo tiempo le seducía, por descabellada, la idea de reencontrarse con ellos.

Louvois le explicó con detalle la historia de la melodía original. El soberano permanecía callado, más bien fascinado por aquel relato inesperado que desgranaba su ministro.

—¿Me estás diciendo que lo que me acabas de narrar es cierto? —preguntó con contención.

—Lo he meditado, sire, y creo que vuestra majestad no debería dejar pasar la oportunidad de comprobarlo.

El soberano se acarició el mentón.

—Es posible que al colaborador de Charpentier, quienquiera que sea, no le interese el oro porque sus aspiraciones sean más excelsas. Pero te aseguro que a mí me interesa todo lo que esa piedra pueda darme: riqueza infinita, conocimiento absoluto… ¿dónde está la diferencia? Son diferentes formas de concebir el poder. —Dibujó una sonrisa maliciosa que al momento se quebró en un gesto de aversión—. ¿Quién más lo sabe?

—Charpentier pensaba que nadie más, pero el brutal asesinato de su otro sobrino demuestra que estaba equivocado.

—Está claro que si ese tal doctor Evans pudo comprar los servicios del marinero bien pudo hacerlo cualquier otra persona. Hablamos de un rudo hombre de mar al que no podemos exigir un comportamiento honorable. Sin duda fue él quien los traicionó…

—La fisura puede estar en cualquier parte, sire. Por eso será mejor olvidarse de nuestros competidores y concentrarnos en transcribir la partitura correcta cuanto antes. ¡Quién sabe lo que podría pasar si un tesoro semejante cayese en las manos equivocadas!

El rey permaneció pensativo durante unos segundos, con la cabeza ladeada, acariciándose la barbilla con suma delicadeza.

—¡Es una señal! —saltó de repente.

—¿A qué os referís?

—¡Una señal! ¡Ese Matthieu es un mensajero del destino! ¡Los astros propiciaron el desastre de
Amadís de Gaula
para que yo, llevado por el devenir de las cosas, terminase accediendo a la melodía original!

—Tenéis razón, sire…

—¡Es una fantasía robada a la mitología y puesta al alcance de mi mano! —se regodeó enormemente exaltado. Su olfato, curtido en un trono al que se encaramó con cinco años de edad, le decía que había llegado el momento de la verdadera gloría. ¡Necesitaba que Charpentier transcribiese para él la partitura; quería sentirse inundado por la música de los ángeles y abrir su privilegiada mente de semidiós al conocimiento y al poder absoluto!—. El Padre celestial y yo nos miraremos cara a cara y el mundo entero caerá a mis pies. Estaba escrito que esto habría de ocurrir algún día —concluyó con expresión enajenada.

—Fijaré entonces la audiencia para mañana.

—¡La quiero esta misma tarde!

—Sire, el muchacho está aún en la Bastilla…

El rey contuvo un reproche. Le contrariaba tener que esperar hasta el día siguiente, pero estaba demasiado emocionado como para gritar a su consejero.

—Dispón todo para su liberación… —dejó suspendida la frase durante unos segundos— provisional.

—¿Provisional?

—Que todos piensen que sigue encerrado. Al fin y al cabo, pronto regresará a su agujero.

Louvois no ocultó una sonrisa ladina.

—Así se hará.

18

C
harpentier se asomó a la ventanilla del carruaje. Estaban cerca de la Cité. Ordenó al cochero que se detuviera en el Hotel Dieu, el antiguo hospital al que habían llevado al doctor Evans tras la agresión que sufrió en el mercado. Siguiendo las instrucciones de Newton no se había asomado por allí ni una sola vez, pero ahora que iba a seguir adelante con el proyecto necesitaba comunicar su decisión al inglés. No podía dejar que muriera pensando que todo había sido en vano. Acto seguido escribiría al científico. Newton sería quien más celebrase su cambio de parecer, aun cuando, por el giro que habían dado las cosas, tuvieran que compartir el conocimiento y la gloria con el Rey Sol.

La puerta del hospital estaba abierta. Una de las hermanas agustinas que lo regentaban le atendió junto a la entrada.

—¿Monsieur Evans, el inglés? Cada vez tiene más fiebre —informó—. Lleva todo el día delirando.

Charpentier supo que no le quedaba mucho tiempo.

—Quiero verlo.

Nunca había estado dentro del edificio. Apenas se internaron en la primera galería suplicó al cielo que se lo llevase de este mundo antes que dejarle caer enfermo. Hacía poco que el rey Luis había abolido las horrendas leproserías medievales, pero a Charpentier le pareció estar entrando en la peor de ellas. En cada sala había cuatro hileras de camas, un altar y una mesa para comer. Las religiosas se ocupaban de las tareas de enfermería bajo las instrucciones de un boticario y de un puñado de aprendices de barberos-cirujanos. Pasaron junto a un camastro sobre el cual unas matronas seglares ayudaban a parir a una mujer. Se respiraba una suerte de orden carcelario salpicado de heridas supurantes y lamentos rancios. El tratamiento de todos los pacientes consistía en sangrado y enemas, amén de otros remedios que el boticario proporcionaba a los que consideraba merecedores del gasto. Los pacientes moribundos recibían los santos óleos y, echados en sus camas, apenas volvían a ser objeto de una simple mirada hasta que expiraban.

Charpentier siguió a la monja hasta el rincón donde yacía el doctor Evans. Una enfermera le mantenía la cabeza elevada mientras trataba de hacerle ingerir un puré denso. El inglés olía a muerte. De su muñeca izquierda colgaba una tarjeta con su nombre. Un círculo de sangre teñía la sábana a la altura del abdomen. Le habían tapado los ojos con una venda. Estaba ciego a causa de los derrames que le produjeron los golpes. No dejaba de hablar a toda velocidad escupiendo grumos de comida, como si en el tiempo de vida que le restaba no cupieran tantas palabras como le quedaban por decir. La infección de la herida se estaba apoderando de su cerebro. Le hacía ver cosas que no existían y componer frases que rozaban el absurdo. Pero Charpentier vio que no todas las fantasías que vertía de forma aleatoria eran alucinaciones. Las religiosas los dejaron solos. El hálito de Evans permanecía alrededor de la cama como si se tratase de un cúmulo de niebla.

—Doctor, soy yo.

El inglés interrumpió su letanía. Hizo un gesto mecánico como para quitarse la venda de los ojos, pero al instante dejó caer las manos sobre el colchón y suspiró, como si ese leve movimiento hubiese consumido sus ínfimas reservas de energía.

—Me muero.

—Quizá aún puedan…

—No tratéis de enseñarle a un médico —dijo en un brote repentino de arrogancia. Charpentier supo que de nada serviría tratar de disfrazar la situación con eufemismos—. En realidad ya he muerto. La próxima vez que vengáis seré un pellejo en un saco, cubierto de sosa en la fosa común.

—No digáis eso…

—¡Qué razón tiene mi maestro! —exclamó de repente, esbozando una sonrisa macabra—. ¿Quién puede ser tan inepto como para creer que somos sólo pellejo?

A Charpentier le emocionó comprobar que, a pesar de su estado de demencia y sabiendo que era Newton quien había dado lugar a aquella situación, el doctor Evans utilizaba sus últimas fuerzas para alabarlo.

—Por eso he venido a veros, doctor —le consoló Charpentier—. Yo también creo que las respuestas que busca vuestro maestro merecen nuestra entrega absoluta. Quiero que sepáis que vuestra muerte no habrá sido en vano.

Se percató de que se dirigía a él como si hablase con un cadáver. El médico, lejos de seguir con la conversación, retomó el rosario de incongruencias. Le temblaban los labios y de su discurso apenas se comprendían unas pocas palabras sueltas sobre sus clases de Cambridge, entremezcladas con otras sobre los meses que había pasado en París y alguna vaga mención a la melodía original que hizo estremecer al compositor.

—¿Por qué habéis vuelto? —preguntó de pronto el inglés.

—¿Cómo?

—¿Por qué habéis vuelto? —repitió—. Acabáis de marcharos y ya estáis de nuevo aquí…

El compositor no comprendía nada.

—Es la primera vez que vengo…

—No digáis eso —le cortó con tono de enfado, tratando de sobreponerse al dominio de la fiebre—. Estoy a punto de morir, pero aún sé si he hablado o no con alguien.

—Os aseguro que…

—Habéis estado conmigo hace unos minutos y os habéis ido —insistió, cada vez con más seguridad—. Luego ha venido la enfermera para darme de comer ese engrudo y justo entonces habéis vuelto para salvarme de esa inepta. ¡No me torturéis con mentiras! —gritó enajenado.

—¿De qué hemos hablado antes? —preguntó el compositor despacio, temiéndose lo peor.

—¡De qué hemos hablado, preguntáis ahora! —gritó de nuevo, echándose a reír como si estuviese ebrio. Volvió a intentar quitarse la venda de los ojos. Al levantar los brazos sintió una punzada de dolor que le hizo encogerse en un ovillo—. Hemos hablado de lo que vos queríais saber.

—Y… ¿qué me habéis dicho?

—Lo del marinero.

Charpentier se llevó las manos a la cara, tratando de que Evans no percibiese su estupor.

—¿Qué me habéis dicho exactamente, amigo?

—Dónde encontrar al marinero. ¿Ya se te ha vuelto a olvidar? Parece mentira. Alguien tan inteligente como tú…

Sufrió una arcada y arrojó sobre la sábana una desagradable mezcla de puré y sangre. El compositor posó la mano en su pecho, sabiendo que ya nunca más lo vería con vida.

—Adiós…

—Saludaré a vuestro sobrino allí donde esté —repuso él con una nueva sonrisa de loco, mientras Charpentier se alejaba a toda prisa por la galería de camas impregnadas de despojos.

Saltó al carruaje y ordenó al cochero espolear a los caballos en dirección al barrio donde vivía el marinero, un suburbio en una ribera maloliente a las afueras de París. No podía ser verdad… Los asesinos estaban a punto de arrebatarle la fuente de la melodía original. Tenía que llegar antes que ellos. De otro modo sabía lo que ocurriría: secuestrarían al marinero para que les proporcionase la melodía correcta, intentarían transcribirla con cualquier músico no cualificado y terminarían matándolo como a Jean-Claude, relegando el proyecto al químico al cajón de las utopías y devolviendo a Matthieu de por vida a la Bastilla.

—Que no sea demasiado tarde, por Dios…

Llegó un momento en el que el carruaje no podía pasar por la cantidad de troncos y ramas que se acumulaban en la senda después de que el río se hubiera desbordado por las lluvias. Los caballos relinchaban y elevaban las patas delanteras. El cochero temió que pudieran volcar.

—¡No podemos seguir! —advirtió con un grito entrecortado mientras mantenía firmes las riendas.

Charpentier salió disparado de la cabina y continuó a pie. Avanzó sobre el barro y se introdujo entre las emanaciones que destilaba un riachuelo cuyas orillas estaban atestadas de heces. Unos cuantos niños pequeños, sentados con sus traseros desnudos sobre la tierra, se dedicaban a amontonar verduras podridas que alguien había tirado en un rincón. Por un momento dudó si estaba en el lugar correcto. Su torturada mente había borrado casi todos los detalles de su primer encuentro con el marinero. ¿Cómo podía haber imaginado que aquella visita, que presuponía el inicio de una poética aventura, terminaría trayendo la muerte y la desgracia a su familia? Una ansiedad asfixiante fue apoderándose de él. Corrió por el barrio, asomándose entre las casas. Cuando estaba a punto de rendirse le pareció divisar, entre otras idénticas que se desperdigaban por una loma, la que el marinero compartía con su padre. Era una pequeña edificación de piedra irregular con el tejado de paja y una escalera exterior para subir al segundo piso. Cuando se plantó frente a ella no le cupo la menor duda. Miró a ambos lados por si había algún rastro del sicario. Una mujer se asomó por el ventanuco de una casucha contigua y volvió a cerrar al instante. Llamó a la puerta pero nadie contestó. Dio una vuelta a su alrededor. Al pasar junto a un pajar situado en la parte trasera creyó escuchar su voz.

«¡Es él!» celebró mientras se acercaba a la entrada.

Justo antes de llamar se dio cuenta. No había una voz, sino dos. El marinero estaba enzarzado en una severa discusión. ¡Se le habían adelantado! Apretó los puños y controló las ganas de gritar. Pegó la cara a la puerta de madera y aguzó el oído. El marinero reñía al otro por haber cogido unas monedas de una caja y éste le contestaba que la única manera de vivir allí era estando borracho. Volvió a respirar. Se trataba de su padre. Golpeó la puerta con fuerza. Las voces se detuvieron de inmediato. Al poco, la cara enjuta del marinero se abrió paso por una rendija.

—¿Qué hacéis vos aquí? —le espetó, arrastrando el tono de enfado.

—Déjame pasar —ordenó el compositor empujándole hacia dentro—. Y cierra la puerta con llave.

En el interior del pajar apenas había luz. El viejo tenía los párpados caídos. Las arrugas atravesaban su rostro en todas las direcciones. Estaba sentado en una silla desvencijada junto a unos fardos de heno.

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