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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (13 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—Sabía que Jean-Claude estaba en contacto con el doctor Evans, y que estaba escribiendo todas aquellas partituras. ¡Dios mío, me arrepiento tanto! Tu hermano ha muerto y Evans agoniza en el Hotel Dieu…

—¿Está vivo el inglés?

—Sí.

—¡Me habéis mentido en todo, maldita sea! ¿Me habéis hablado con sinceridad alguna vez en vuestra vida? ¿Por qué venís a contármelo ahora?

—Sólo quería protegerte…

—Está claro que no lo habéis logrado.

Charpentier luchaba para que no se le saltasen las lágrimas.

—No me lo pongas más difícil. Ya he perdido a uno de mis…

—¿De vuestros sobrinos? —gritó Matthieu, enfurecido—. ¿De tus pupilos, como nos considerabais? ¡Mirad dónde nos ha llevado vuestra maldita música!

Golpeó la pared con rabia y le dio la espalda. Charpentier apenas era capaz de hablar.

—Nunca pensé que Jean-Claude se estuviera jugando la vida —consiguió articular—. Ambos estábamos tan emocionados…

—¡Callad!

Se llevó las manos a la cara.

—Te suplico que escuches lo que he venido a decirte. Tenemos poco tiempo…

Matthieu había perdido toda su prestancia. De repente parecía agotado e indefenso. Respiró hondo y le habló sin volverse.

—No quiero morir.

A Charpentier se le partió el corazón.

—No vas a morir.

—Y ¿cómo vais a evitarlo? Si no me mata el rey, lo hará el marido de la soprano.

—Tengo una oferta que ni siquiera el rey Luis podrá rechazar.

—Él ya tiene a Lully.

—No se trata de mi música.

—¿Y qué más podríais ofrecerle?

—La partitura de la melodía original.

Matthieu se giró por fin.

—¿De qué habláis?

—Le ofreceré la partitura de la melodía original —repitió con una voz rotunda que pareció inundar cada rincón de la celda—. La melodía que fue inspirada por Dios al principio de los tiempos. —Se acercó para hablarle al oído—. La melodía del alma.

Matthieu le miró fijamente.

—Dios mío, os habéis vuelto definitivamente loco y voy a ser yo quien pague por ello…

—Sé que resulta difícil de creer, pero debes dejar que te lo explique.

En ese momento el joven músico creyó sentir una pequeña ráfaga de viento. No había ninguna grieta por la que pudiera haberse filtrado. Cerró los ojos tratando de fundirse con aquel silbido que había traspasado de forma impune los enormes muros de la prisión.

—¿Qué importa ya si lo creo o no? Contadme lo que queráis —dijo por fin con resignación—. Nadie me sacará jamás de aquí.

Charpentier aprovechó que su sobrino se había calmado para posar la mano en su hombro y hacer que se sentase con él en el suelo, con la espalda apoyada en la pared mohosa. Tomó aire y le habló cadencioso, como si estuviera recitando una poesía.

—Ya en la antigua Persia se decía que Dios utilizó la música para encerrar el alma en este cuerpo de carne que nos vemos obligados a acarrear.

—¿Ahora me habláis de la creación?

El compositor asintió.

—Cuenta la leyenda que Dios moldeó una estatua de barro a su semejanza, y que después quiso insuflarle un alma. Pero el alma era etérea y no lograba atraparla, y tampoco encontraba argumentos tan convincentes como para que entrase en el cuerpo por sí misma. El alma, que había nacido libre, sabía que aquella estatua de barro se convertiría en su prisión, y por ello revoloteó durante mucho tiempo alrededor del cuerpo inerte sin picar el anzuelo. Pero un día Dios tuvo una idea: pidió a sus ángeles que interpretasen la melodía más bella jamás cantada. Y así lo hicieron, y la melodía invadió el universo. Al escucharla, el alma se sintió tan extasiada que decidió entrar en el cuerpo para percibir aquella música de forma más directa, para sentirla en toda su plenitud a través de los oídos de barro.

—Somos música… —murmuró Matthieu, entregándose por fin.

—Ése es el secreto. Quien contaba esa leyenda decía que el alma, al escuchar la canción, entró en el cuerpo. Pero lo cierto es que el alma misma era la canción.

Matthieu escondió la cara entre sus manos ennegrecidas.

—Me parece estar sumergido en un sueño.

Charpentier se arrodilló delante de él.

—¡Terminaré la partitura de la melodía original, cueste lo que cueste, y se la entregaré al soberano a cambio de tu vida! He conseguido una audiencia con el ministro Louvois y…

—Un momento… —le cortó despertando del hechizo.

—¿Qué ocurre?

—¿Se trata de la partitura que Jean-Claude estaba tratando de transcribir? ¿La que buscaban los asesinos?

—Sí.

—Dios mío, ¿qué estoy haciendo? Juré olvidar cualquier cosa que tuviera que ver con la muerte de mi hermano…

—Es el único modo que tengo de sacarte de aquí —resolvió Charpentier con gravedad.

Matthieu se puso en pie.

—Os ruego que me dejéis.

—¿Cómo?

—Idos.

Lanzó una mirada rápida al portón de la celda. Charpentier también se levantó y le cogió de ambos brazos con fuerza.

—¿Acaso no has escuchado lo que…?

—¡Idos! —repitió desde el fondo de su corazón.

La galería se inundó con el eco de aquel alarido desesperado. Charpentier cayó de rodillas y se aferró a la pierna de su sobrino.

—¿Por qué no puedes perdonarme? ¡Hazlo por tus padres!

Matthieu apretó los labios.

—¿Qué tienen ellos que ver?

—No se merecen perderte a ti también.

Le contempló durante unos segundos. Por su mente pasaron un millón de ideas. Volvió a sentarse en el suelo y comenzó a llorar como un niño indefenso, sin rencor ni rabia, dejando salir todo el dolor que tenía acumulado desde hacía semanas. Era como si estuviese aprendiendo a respirar, como si recuperase la vida a bocanadas. Se fundieron en un intenso abrazo.

—Te aseguro que sorbería cada gota de tu sufrimiento si pudiera —sollozó Charpentier—. Daría toda mi vida pasada y futura por ver a tu hermano sólo una vez más…

Matthieu claudicó. Le pidió que se lo contase todo. De otra mazmorra emergió un aullido que no estaba compuesto ni de palabras ni de quejidos, pero para entonces el joven músico sólo escuchaba la voz profunda de su tío. Le narró cómo el doctor Evans le introdujo en aquella aventura alquímica y cómo al poco apareció en escena su mentor, Isaac Newton. No podía creer que fuera verdad. El científico inglés un alquimista enfermizo y Jean-Claude compartiendo con él su proyecto definitivo, en el que había volcado su genialidad y el fruto de décadas de estudios…

—Newton cree con fervor que Dios depositó en los textos de la Antigüedad numerosas pistas —le explicaba Charpentier—, pequeños retazos de su verdad suprema que, llegado el momento, se irán manifestando a unos pocos elegidos.

—Y supongo que él se considera ciegamente uno de esos privilegiados…

—Lo cierto es que, tras interminables inmersiones en sus libros, halló ese diamante que hasta entonces había permanecido oculto: la melodía original.

Matthieu le miraba asombrado.

—Es extraordinario conocer su existencia pero… ¿qué utilidad puede extraerse de ella? ¿Tanta como para que alguien mate por tenerla?

—La melodía contiene la fórmula para confeccionar la Piedra Filosofal y alcanzar la meta alquímica suprema.

—¿Cuál es esa meta?

—La transmutación del espíritu.

Sintió una breve conmoción.

—Te ruego que te expliques.

—Newton quiere que su alma, corrompida como la de todos los humanos, vuelva a recuperar su pureza original. ¿Imaginas lo que sería volver al estado anterior a morder la manzana del demonio? Tener a tu disposición los frutos del árbol del conocimiento, del árbol de la vida…

—Creía que los alquimistas buscaban la transformación de los metales en oro…

—Eso mismo pensaba yo —sonrió—. Pero Newton está muy por encima de los alquimistas clásicos. De todo lo que puede darle la Piedra Filosofal, el oro es lo que menos le importa. Se sabe la persona más inteligente del planeta, ha llevado a cabo descubrimientos hasta hoy impensables, pero se siente constreñido en una mente mortal. Por eso sueña con que algún día su cerebro funcione sin trabas, limpio como el del primer hombre llegado al mundo. Él mismo dice que, por muy inteligente que se le considere, no es sino un niño que juega al borde del mar y se divierte buscando de vez en cuando una concha más bonita de lo normal mientras el gran océano de la verdad se expone ante él completamente desconocido. —Hizo una pausa—. La transmutación alquímica se basa en la muerte de una materia determinada y su resurrección en otra más noble, y él da un paso más al afirmar que lo mismo puede hacerse con el alma. Considera que el cuerpo humano es un metal vil que precisa un agente que le haga despertar, que le haga ver la luz y le acerque a Dios.

—Eso suena a filosofía o a religión, no a química —murmuró Matthieu, entrando definitivamente en la conversación.

—Durante siglos ciencia, filosofía y religión han ido de la mano —declaró Charpentier, complacido—. Newton está convencido de que aquel que confeccione la Piedra Filosofal siguiendo la fórmula que se extrae de la melodía original se elevará a un estado sobrenatural: su cerebro actuará a una velocidad vertiginosa, sus sentidos estallarán en un firmamento de percepciones, incluso sus órganos se verán regenerados y su vida se prolongará. Esa persona vivirá un despertar mientras el resto de la humanidad permanecerá dormida. El elegido alcanzará la verdad —concluyó el compositor—. Podrá mirar a Dios cara a cara.

Matthieu estaba asombrado.

—No sé… Ese discurso confunde la espiritualidad con la magia. Habla de luchar contra la naturaleza…

—Newton sólo pretende acelerar el proceso natural. Todo el universo proviene de una sustancia original y, del mismo modo que los metales terminarán siendo oro gracias al constante trabajar del cosmos, que está en perpetuo cambio, el hombre se fundirá con Dios cuando consiga restablecer su alma corrompida. La Piedra Filosofal sólo es el agente que suprime etapas intermedias y provoca la transmutación inmediata. Es una vuelta al principio, al momento en que los ángeles interpretaron la melodía original para introducir el alma en el cuerpo de barro.

Matthieu se levantó y comenzó a girar sobre sí mismo, un tanto aturdido.

—¿Cómo encontró el paradero de la melodía?

—Ya desde sus primeros estudios dedujo que había de estar resguardada en una isla única, en un paraíso intacto, sin adulterar por el hombre. Tenía que encontrar aquel lugar en el que surgió la vida, donde habría sonado por primera vez. Pero no pasaba de ahí. No dejaba de consultar un libro tras otro a la luz de las velas de su laboratorio secreto y preguntarse: ¿en qué isla de entre todas las que se dispersan por los inacabables océanos? Fue entonces cuando unos marinos franceses trajeron a Europa las últimas noticias sobre Madagascar.

—Madagascar… —repitió Matthieu fascinado.

—La inexplorada isla de tierra roja del índico. Aquello le supuso una verdadera revelación. Madagascar respondía con el máximo detalle a las descripciones que Newton había extraído de sus estudios: era tan inmensa que podía considerarse un continente, lo que favorecía que se desarrollase el ciclo completo de la vida, ¡y sin injerencias extrañas!

—Una isla que se ha mantenido virgen a lo largo de milenios…

—Así es. Newton decidió que su siguiente paso debía ser entrevistar a los pocos marinos que tras verse obligados a hacer una escala en sus peligrosas playas habían conseguido regresar vivos a Francia. Pero dada su popularidad no podía hacer esas entrevistas en persona. Por ello, para conservar su anonimato, envió a París a su único discípulo y compañero de Cambridge, el doctor Evans. El médico inglés se afincó aquí e instaló una consulta en la que atendía de forma gratuita a los marinos que regresaban de ultramar aquejados de enfermedades tropicales. De ese modo, con la excusa de utilizar aquellas revisiones médicas con fines de investigación, podía sonsacar a los pocos que habían estado en Madagascar y buscar a través de ellos vestigios de la melodía.

—Y la información que ansiaba no tardó en llegar…

—Según le contó un contramaestre enfermo de malaria que había logrado sobrevivir a los ataques de los nativos, uno de los reyes del sur había sometido a las demás tribus valiéndose del canto de una diosa encarnada en mujer. Contaba que cuando entonaba su melodía todos aquellos que la escuchaban caían hechizados a sus pies. ¡La había encontrado! ¡Y lo mejor de todo era que un marinero de la expedición que siempre viajaba con su violín a cuestas la había aprendido de memoria! Al parecer, quedó tan fascinado al escuchar aquellas notas que no paraba de repetirlas una y otra vez, como si hubiese caído presa de un embrujo. Evans se lanzó a buscar al marinero y después… Ahí fue cuando yo entré en escena.

—¿Por qué vos?

—Newton necesitaba el mejor músico, el único capaz de pasar a papel con total exactitud la melodía que el marinero había memorizado, ya que cualquier mínima equivocación en la duración o en la colocación de una nota o un silencio hace que la fórmula alquímica que esconde la partitura no salga bien. Me escogió a mí; yo, desafortunadamente, acepté y pensé en… Creí que sería una buena oportunidad para tu hermano —se lamentó—. Jean-Claude llevaba semanas intentando dar con la partitura correcta sin éxito. Por desgracia, los asesinos debieron de pensar que ya la tenía terminada.

La mente de Matthieu trataba de asimilar a toda prisa lo que su tío le contaba. En ese momento, Charpentier se volvió de nuevo hacia el ventanuco. Se escuchaban ruidos de botas acercándose por el corredor.

—Vaya, ya están ahí…

—No podéis iros ahora. Aún no me habéis dicho quién mató a Jean-Claude…

La puerta de la celda se abrió de pronto. El carcelero venía acompañado de dos guardias.

—¡Monsieur Charpentier! ¡Tiene que salir ya!

—¡No te preocupes! —gritó mientras se lo llevaban a empujones como si fuese un reo más—. ¡Volveré pronto a buscarte!

El carcelero amenazaba a Matthieu con una espada para que se mantuviese pegado al fondo de la celda.

—¡Esperad! ¡No me dejéis aquí!

—¡He de exponerle mi propuesta al ministro…!

Hizo un gesto con ambas manos para tranquilizar a su sobrino. En ese mismo instante cerraron la puerta con fuerza.

—¡Soltadle! —gritó Matthieu aplastando la cara contra los barrotes del ventanuco.

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