Mientras cruzaba el jardín para ir a por más sillas vio un papel que, llevado por el viento, estaba a punto de caer al estanque. Corrió estirando el brazo y lo agarró al primer intento. Pronto advirtió que se trataba del esquema de una escena del ballet, una maraña de líneas rectas con marcas para las pisadas y espirales semicirculares para las piruetas.
Miró a ambos lados y reconoció entre el gentío al que sin duda era el dueño del pliego: el coreógrafo oficial. Se trataba de una figura admirada en todo París. Los ballets eran el elemento diferenciador de la ópera francesa, por lo que el éxito de las representaciones dependía en gran medida de ellos. Estaba sentado sobre el tiesto de un naranjo joven frente a uno de los ventanales de la Orangerie, discutiendo con los bailarines con tanto ardor que parecía que fueran a enzarzarse en una pelea. Al parecer no encontraba la forma de adaptar los pasos al nuevo escenario. Matthieu se acercó a ellos.
—¿Qué quieres? —le espetó.
—Lamento haberos interrumpido —dijo, girándose con desparpajo como para irse—. Supuse que esto sería vuestro…
Le mostró el pliego de soslayo.
—¡El esquema del segundo acto! —se escandalizó el coreógrafo. Matthieu ocultó una sonrisa maliciosa—. ¿Dónde lo has encontrado?
—A un paso de darse un baño.
Lanzó una mirada rápida hacia el estanque. El coreógrafo cogió el pliego, cerró los ojos y tragó saliva antes de abroncar a los bailarines.
—¿Ninguno de vosotros se ha dado cuenta de que se había volado el segundo acto? ¡Id a ensayar los cambios! —gritó de repente pasándole la hoja de anotaciones a uno de ellos—. ¡No quiero veros!
—Seguro que todo saldrá impecable —se despidió Matthieu—. Ha sido un placer conoceros.
—¡Espera!
—Vos diréis.
El coreógrafo le examinó con descaro.
—¿Quién eres? Nunca te había visto por aquí.
—Matthieu Gilbert. Soy violinista.
—¿A qué orquesta perteneces?
—De momento he de conformarme con tocar para las cuatro paredes entre las que recibo mis clases de cámara.
Ambos rieron.
—Has salvado mi segundo acto. Si pudiera hacer algo por ti…
—No os preocupéis —dijo Matthieu simulando humildad—. Me bastará con saber que vuestro ballet ha triunfado, como siempre.
—Ya me lo dirás cuando termine la representación.
—No creo que eso sea posible…
—¿Acaso no vas a asistir?
—Digamos que sólo me han traído para mover unas cuantas sillas —repuso, descargando toda su sorna.
El coreógrafo sacó un papel en blanco de uno de sus bolsillos y escribió en él un par de frases que rubricó con una firma vistosa. Se lo dio a Matthieu.
—Cuando terminemos el traslado, si es que terminamos alguna vez, busca un sitio apartado al fondo de la Orangerie. Cuando te pregunten di que yo personalmente te he invitado y enséñales esto.
Matthieu se quedó sin palabras.
—¿De verdad puedo…?
—Ahora ve a seguir moviendo sillas, que no hay tiempo que perder.
El joven músico lamentó no tener cerca a nadie a quien hacer partícipe de lo que sentía. ¡Era un sueño! ¡Iba a asistir al estreno de
Amadís de Gaula
en compañía de los cortesanos, de los mejores músicos y del mismo soberano de Francia! Trató de serenarse. Ahora, con mucho más motivo, tenía que ayudar para llevar a buen fin aquella empresa demencial antes del ocaso. Así que se olvidó de las ninfas y de los setos en espiral diseñados por Le Nótre y se concentró en hacer todo lo que estuviera en su mano. El día fue avanzando: a cada minuto se hacía más pegajosa la atmósfera de tormenta, crecía el dolor en las manos por acarrear tanto peso durante horas, de vez en cuando le invadía una risa nerviosa por el vuelco que habían dado las cosas, viendo cómo la Orangerie se convertía, paso a paso, en un reino de leyenda.
Al final todo fue júbilo y satisfacción. Por alguna suerte de milagro aquel heterogéneo grupo de trabajo tuvo tiempo suficiente de trasladar hasta la última pieza del montaje. Era media tarde y Versalles relucía bajo nubes de bronce. Lully interrumpió los abrazos y la algarabía que, por encima del agotamiento, se desató entre todos los que habían colaborado. Sin derrochar otro gesto de cortesía salvo agradecerles de forma escueta su buen hacer, ordenó desalojar el invernadero de inmediato. El maestro de cámara fue hacia Matthieu para pedirle que se marchase con los demás.
—Aprovecha algún carro que regrese a París —le aconsejó—. Yo ya no tengo tiempo para ir y volver. ¡Voy hecho unos zorros! —se quejó mientras se examinaba a sí mismo—. ¡Parezco aún más viejo de lo que soy!
Matthieu le contó su encuentro con el coreógrafo y le enseñó la nota. Monsieur Le Pautre, tras comprobar que se había liberado de una responsabilidad, se encogió de hombros y dio media vuelta.
Matthieu se recogió entre un grupo de naranjos apartados en un rincón. Contempló a los artesanos alejándose bajo la lluvia. Guardó su salvoconducto en el bolsillo. Había llegado el día. Por fin se disponía a asistir a un estreno operístico del gran Lully, en la misma sala que pronto pisaría el Rey Sol.
E
l rey no había querido salir de su refugio en todo el día. Le habían informado de lo que el maestro Lully pretendía hacer, pero en ningún momento le creyó capaz de lograrlo. De ahí su sorpresa cuando un paje le avisó de que todo estaba listo para la representación. Saltó del lecho en el que había permanecido aletargado durante horas y ordenó que llevasen allí su ropa. Al poco, un enjambre de asistentes invadió la habitación. La impaciencia le corroía. Se lavó las manos con alcohol al tiempo que una doncella le espolvoreaba la cara con una pluma de cisne; el gran maestro del guardarropa real, le sacó la manga derecha de su camisón; el primer servidor del guardarropa real, la izquierda, y el primer gentilhombre de la cámara tuvo el honor de acercarle la camisa limpia envuelta en una funda de tafetán blanco. Cada vez estaba más nervioso. No veía el momento de que terminase el ritual. Su médico personal examinó el contenido de la bacinilla dorada y la colocó en una bandeja de plata que otros dos nobles —que habían esperado su turno desde hacía semanas— retiraron con solemnidad. Le desquiciaba la lentitud de los pajes. ¿Por qué no le traían ya las medias y los zapatos? Ante el asombro de todos, él mismo se aplicó el maquillaje en los ojos y remarcó uno de sus lunares como si pusiera un punto final a su desdicha.
Todavía sonaban los golpes de un martillo tardío cuando los guardias abrieron las puertas. Los invitados fueron entrando siguiendo un orden meticulosamente preestablecido: primero los de menor alcurnia, que se agolpaban en la puerta central de la Orangerie que Lully había mandado cubrir de hojas y pétalos recién arrancados. Pasaban junto a los palcos de los músicos y se encaminaban hacia las sillas que tenían reservadas conforme a sus diferentes rangos. Al rato sólo quedaban libres, en el centro de la nave, las que correspondían al rey y a los miembros de su familia.
Matthieu nunca había imaginado que existieran tantos tipos de joyas, ni telas de tantas texturas y colores. El invernadero se había poblado de trajes confeccionados en París, cuyas costureras eran mucho más reputadas que las de Versalles. Ellos vestían jubones ajustados de seda, abotonados de arriba abajo, corbatas anchas de puntilla anudadas con cintas en la garganta y zapatos de tacón alto y rojo con hebillas y lazos, como correspondía a un acto semejante. Ellas, trajes de brocado o de raso y terciopelo, escotados y entallados hasta el extremo, e imponentes tocados y pelucas con alambres interiores para soportar el peso.
Entre aquella marea de maquillaje no le costó reconocer la palidez sin aderezos de Nathalie.
No había vuelto a verla desde que se encontraron en la trasera de la iglesia de Saint-Louis, el día que murió Jean-Claude. Llegaba acompañada de André Le Nótre, el diseñador de jardines del rey. Matthieu se quedó pasmado. Estaba acostumbrado a verla enfundada en un sencillo corpiño que permitía adivinar el nacimiento de sus pechos, con el pelo rubio suelto o recogido en un moño sencillo. Aquella tarde parecía otra mujer. Lucía un ajustado vestido violeta que realzaba aún más su belleza, haciéndola parecer una más de la familia real.
Mientras la contemplaba, el joven músico se dio cuenta de que al rato saldría al escenario Virginie du Rouge. Tras una punzada de culpa se convenció de que sus escarceos con la soprano jamás enturbiarían la conexión que había trabado con Nathalie en el mundo de los sonidos. Fue hacia ella con discreción, como un paje más de los que recolocaban los asientos. Se abrió paso entre los cortesanos y le dijo algo al oído, poco más que un susurro. Nathalie apenas pudo disimular su sorpresa. ¿Qué estaba haciendo allí el humilde músico a quien amaba en secreto? Le Nótre la acompañó hasta su sitio. Matthieu regresó al fondo y se agazapó entre los naranjos, comprobando cómo ella no se resistía a girar la cabeza una y otra vez, como si pudiera verle. Le pareció un ángel perdido en medio de un baile de máscaras.
El Rey Sol hizo su aparición a las puertas de la Orangerie. Aguantó estoico unos segundos frente a aquella improvisada obra de arte. El corazón le palpitaba con fuerza bajo el jubón. Tomó aire y fue directo al trono que le habían preparado.
—Lully, mi querido Lully… —susurró con voz trémula mientras se acomodaba en el cojín.
Y por fin comenzó la ópera. Y con la obertura estalló la tormenta en el exterior del invernadero. Matthieu no recordaba haber visto llover así. El imperturbable maestro Lully apenas pudo contener una lágrima de emoción cuando los rayos resquebrajaron el cielo al tiempo que los timbales daban su primer redoble.
—Sé que algún día pagaré un tributo por esto, Señor —murmuró lanzando una rápida mirada hacia arriba, viendo cómo la naturaleza engrandecía un espectáculo ya de por sí asombroso.
Cuando la soprano salió al escenario, Matthieu quedó prendado de su porte. Parecía en verdad un hada bajo aquel vaporoso vestido que brillaba como una constelación entera. En nada se parecía a la desnudez lasciva que él contemplaba en sus encuentros clandestinos. Se fijó en que Gilbert el Loco, su esposo, la contemplaba orgulloso desde el extremo de una de las filas del módulo central. Saboreaba a aquella mujer que creía sólo suya con la barbilla erguida, como su sable de oficial, como la cicatriz vertical de su rostro.
Virginie desplegó los brazos y comenzó a cantar, fundiendo su voz con la del bajo que interpretaba el papel de Alquif.
Oigo un ruido que me insta a buscarle…
Matthieu se dio cuenta.
Se rompe el hechizo. Despertémonos.
No podía creerlo.
Analizó cada nota, cada arreglo de la voz sobre la línea de los violines.
Lully había sustituido la música original por la que él había escrito en la partitura que se llevó de la escuela.
—Es mi dueto… —murmuró.
Uno de los pajes que había venido a sentarse a su lado le miró sin entender nada.
—¡Es mi dueto! —repitió, apagando una exclamación—. ¡Yo la compuse!
El paje se volvió, incómodo, hacia el escenario. Matthieu se percató de que había elevado demasiado la voz. Repasó las filas de asientos más próximas y comprobó que ninguno de los cortesanos se había movido. Hubiera querido levantarse y ponerse a gritar, pero no era el momento ni el lugar para montar un escándalo. La soprano y el bajo seguían entonando al unísono sus fraseos. Cerró los ojos con fuerza, presa de una ansiedad repentina que le llevó a revolverse en su sitio. «¡Es el dueto que escribí para mi hermano —se repetía—, su recuerdo hecho música!»
El paje se apartó de él con discreción. Matthieu trató de controlarse y barrió de nuevo con la mirada las filas de asientos confiando en no haber llamado la atención. Parecía que nadie se había percatado… salvo una persona que tenía el oído preparado para apreciar los matices más tenues y a quien, además, un sentimiento de culpa le había mantenido alerta desde que sonó la primera nota del dueto: el maestro Lully. Mientras todo el auditorio se rendía a las voces ensambladas de la soprano y el bajo, él permanecía ajeno a su propia ópera y atravesaba a Matthieu con la mirada desde el fondo de la Orangerie, por encima de todos los peinados abigarrados, con aquel rictus de ira contenida con que amilanaba a los músicos.
¿Por qué?, le preguntó Matthieu, derrotado, haciéndose entender con gestos. ¡Cállate!, le contestó Lully sin hablar desde la base del escenario. Pero Matthieu necesitaba una explicación, no podía dejarlo pasar. ¡Me habéis robado el dueto!, le acusaba con los ojos. Le habría bastado una mirada del maestro que denotase un ápice de arrepentimiento por haber caído tan bajo. Pero Lully era demasiado engreído como para ceder y se despidió con una mueca de desprecio antes de volverse para seguir dirigiendo.
Matthieu se sintió más humillado que nunca. La mente le hervía, de súbito volvieron la rabia y el cansancio acumulado después de dos semanas en las que apenas había dormido, le asaltaron las imágenes de un Jean-Claude que ya no existía. Se levantó y trató de acercarse a Nathalie, pero le resultó imposible llegar hasta el asiento que ocupaba en el centro de la nave. Necesitaba contarle a alguien lo ocurrido para descargar la angustia que hacía que le temblasen las manos. Vio al maestro de cámara en un sitio más accesible, próximo al lateral del escenario, y fue hacia él. Dada la larga duración de las óperas-ballets de Lully, era habitual que el público se levantase durante las representaciones, pero el
Amadís
acababa de comenzar y todos permanecían sentados, deslumbrados ante la belleza armónica y visual del espectáculo magnificado por su instalación en el invernadero. Apenas quedaba sitio para pasar entre las sillas y el muro, por lo que a medida que avanzaba iba rozando el brazo de algunos gentilhombres que se apartaban con rechazo. Se agachó a la altura de la fila en la que estaba sentado monsieur Le Pautre y comenzó a sisear para que se volviese. Le miró perplejo. Matthieu trató de explicarle lo que ocurría con susurros cada vez más audibles. Él no quería escucharle, azorado por lo que pudieran pensar los que le rodeaban. Se limitaba a pedirle con gestos discretos que le dejase en paz y regresase a su sitio.
Lully, que no había perdido de vista ni un segundo a Matthieu, indicó a los miembros de la orquesta que continuaran y abandonó la base del escenario. Se acercó a dos guardias que se mantenían en posición de firmes junto a una de las puertas, les comentó algo al oído y señaló al joven músico.