«No puede ser… —pensó él, horrorizado—. Me está haciendo arrestar…»
Por un momento se planteó acercarse a ellos y explicarles lo ocurrido, pero miró a su alrededor y comprendió la gravedad de su situación. Sin pensarlo dos veces se dirigió hacia el fondo del invernadero. Pasó junto al rincón en el que había estado sentado y se ocultó tras unas plantas frondosas que sin duda no habían nacido en suelo francés. Pensó que, una vez fuera de escena, quizá se olvidarían de él, pero los guardias siguieron avanzando. Los cortesanos empezaron a revolverse preguntándose qué ocurría. Los murmullos alcanzaron el escenario. Tanto los dos cantantes como los músicos comenzaron a cometer pequeños errores. El coreógrafo oficial se asomó con el ceño fruncido. Matthieu pensó escapar por una escalinata que surgía de la intersección entre dos galerías, pero decidió que si se internaba en los sótanos de palacio le resultaría imposible escapar. Se lanzó entonces hacia uno de los ventanales que salían al patio del estanque para huir a través de los jardines, pero le cortaron el paso otros dos guardias que no había visto. Hizo un quiebro y echó a correr hacia la nave contigua en la que habían guardado la mayoría de los naranjos. Se subió con nerviosismo a una maceta para divisar desde una posición más alta sus posibilidades de escabullirse, con tan mala suerte que volcó el árbol, provocando un efecto dominó que arrastró a varios más sobre las últimas hileras de sillas del público. El estruendo superó con creces la fuerza de las cuerdas de la orquesta y, entonces sí, se interrumpió la representación.
—¡Apresad a ese hombre! —explotó Lully.
No les resultó difícil. Matthieu había quedado atrapado bajo una maraña de ramas punzantes. Lo sacaron a tirones, haciéndole cortes en la cara y en los brazos. Otros cinco guardias se agolparon alrededor del rey para protegerle. Nadie sabía si se trataba de un ataque premeditado contra la Corona, contra los invitados extranjeros, si después aparecerían los secuaces de aquel demente o si no era más que un borracho que se había colado allí de forma inexplicable. Los cortesanos, puestos en pie, se llevaban las manos a la boca con gestos amanerados. Los del fondo trataban de quitarse de encima los naranjos caídos. Algunas damas lloraban histéricas. Los actores y los músicos se habían quedado paralizados en medio de la escena.
—¡Lleváoslo! ¡Lleváoslo! —siguió chillando Lully.
Matthieu se revolvía. Los guardias le golpearon con las empuñaduras de sus espadas, pero ni aun así pudieron impedir que gritase de forma desesperada. Todo se había descontrolado. Ya no medía las consecuencias de sus actos. Se dirigió al soberano sin amedrentarse, confiando en él como último garante de la verdad.
—¡Majestad! ¡Escuchadme! ¡Lully me ha robado el dueto! ¡Es mi dueto! ¡Mi dueto! ¡Nos pertenece a mí y a mi hermano!
—¡Hacedle callar! —se desgañitaba Lully—. ¡Lleváoslo!
—¡Basta ya! —gritó el rey, apartando de un manotazo a los guardias que le protegían. Estaba encolerizado. Habían interrumpido su ópera. Sólo pensaba en acabar con aquél joven con sus propias manos, delante de toda la corte—. ¡Traedlo aquí!
Le arrastraron por el suelo abriéndose paso entre los cortesanos y le golpearon una vez más, haciéndole hincar las rodillas a los pies del mismísimo Luis XIV.
—Majestad —insistió, a pesar de que le retorcían el brazo a la espalda hasta casi quebrárselo—, es mi…
—¿Quién eres tú para dirigirte a mí? ¿Quién eres, para creerte con derecho a hacer lo que has hecho?
El rey cerró los ojos con rabia, emitió un chillido agudo y le cruzó la cara con el dorso de la mano.
Nadie osaba moverse. Incluso el gran Rey Sol permaneció unos segundos congelado, con la mano dolorida. Sólo se oían sus bufidos. No sabía con qué cara volverse hacia sus cortesanos, ni qué decir a los embajadores de Siam. Levantó la vista hacia el escenario y observó las poses interrumpidas de los cantantes. Se giró despacio y contempló desolado cómo varios de sus naranjos se habían volcado entre las sillas del fondo. Poco a poco fue repasando todo el invernadero. Ninguno de los nobles parecía haberse lesionado. Alguno examinaba apenado los desgarrones en sus carísimos trajes de gala. Ante el estupor del resto, desenvainó el sable de uno de los guardias. El roce lento del acero al salir de la funda rasgó la tensión acumulada. Acercó la punta afilada al cuello de Matthieu. Le arrancó unas gotas de sangre. Las manos le temblaban por la ira. Estaba decidido a rebanarle la garganta cuando el joven músico levantó la cabeza.
Desde ese instante le subrayó la profundidad que albergaba su mirada, y al tiempo le transmitió una densa sensación de desamparo. El odio que sentía se diluyó de pronto. ¿Acaso no era lógico pensar que detrás de todo lo ocurrido habría algo que mereciese ser considerado? Decidió darle una oportunidad. Al fin y al cabo, se justificó, quizá podría salvar su honra haciendo gala de la noble virtud de la clemencia.
Apartó la espada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, dotando a la frase de un forzado tono de clérigo.
—Matthieu… Gilbert.
—Explícame qué ha ocurrido aquí.
Matthieu pareció recobrar fuerzas de inmediato, aunque apenas podía abrir el ojo derecho por los golpes recibidos.
—Sire, yo compuse ese dueto. Os lo juro, sire. Soy alumno de la escuela del maestro Lully. Él se llevó la partitura cuando…
—¡Hacedle callar! —gritó el maestro, yendo hacia ellos desde el estrado de los músicos.
El rey se volvió con una expresión gélida. Lully se quedó plantado a cierta distancia, tragándose su orgullo.
—El maestro Lully hojeó mi partitura recién terminada y decidió llevársela —continuó Matthieu—. Yo estaba seguro de que le había gustado. Suponía que tras examinarla con detalle me daría su opinión, pero no he vuelto a saber nada hasta que la soprano ha comenzado a cantar.
—¿De verdad creéis a este hombre? —se quejó Lully con indignación volviendo a la carga—. Sí que es cierto que es alumno del maestro de cámara, pero también lo es que hasta este momento nunca había hablado con él.
Todos los presentes seguían la conversación como si fuese parte del recitativo de la ópera.
—¿Puedes probar lo que dices? —preguntó el soberano a Matthieu.
—Nadie salvo él vio la partitura. Esa noche habían ocurrido muchas cosas… —Cerró los ojos e hizo una pausa—. Habían asesinado a mi hermano y yo estaba destrozado. Me dirigí a la academia y escribí el dueto hasta caer rendido. El maestro Lully llegó al amanecer para recoger el nuevo libreto del
Armáis.
Primero se enfadó porque yo había utilizado sus versos…
Algo le decía que aquel joven estaba diciendo la verdad, pero no podía aventurarse a dar crédito a su intuición en un asunto tan delicado.
—Has dicho que compusiste el dueto tras la muerte de tu hermano. ¿Cómo se llamaba? ¿Hay entre los presentes alguien que pueda acreditarlo?
Matthieu se dio cuenta de que se había introducido en terreno pantanoso, pero estaba obligado a contestar.
—Se llamaba Jean-Claude.
—¿Jean-Claude? —intervino el avispado Lully, con un arrebato de gozo—. ¿Jean-Claude Charpentier, al que asesinaron en la escalinata de Saint-Louis?
Matthieu bajó la cabeza.
—Sí.
—¿Así que eres sobrino de Marc-Antoine Charpentier y no lo comunicaste al acudir a mi escuela? ¿Cómo pudiste callarte algo así? ¿Creías que no te admitiría como alumno, desgraciado? —Lully se volvió hacia el rey con resolución—. ¡Incluso a vos, Majestad, os ha ocultado su apellido! ¿Qué crédito podríamos otorgar a un hombre que reniega de su propia familia?
—Encerradlo —dispuso el soberano, un tanto abatido.
—¡Estoy diciendo la verdad! —explotó Matthieu.
—¡Llevadlo de inmediato a la celda más profunda de la Bastilla y que el arrepentimiento lo corroa hasta la muerte!
El pánico le invadió de súbito.
—No, no… ¡Majestad! —chilló de forma desesperada—. ¡Esperad…!
—¡Terminemos ya con esto!
Mientras los guardias tiraban de él, Matthieu miró a Nathalie. Necesitaba su apoyo si quería salir de aquel aprieto, ya casi irreparable. Pero vio su rostro desencajado, el cuello estirado buscando alguna explicación, sola en la oscuridad y el tumulto, y decidió no comprometerla. Prefirió valerse de la soprano, que aún seguía plantada en medio del escenario.
—¡Virginie, diles que es verdad! —gritó de repente.
La lividez que se apoderó del rostro de la soprano atravesó la capa de maquillaje. ¿Cómo podía tener el valor de ponerla en evidencia delante de todos?
—Yo no…
—¡Díselo, Virginie! ¡Sabes que sólo yo puedo componer algo así! ¡Diles lo que me has dicho a mí tantas veces!
Los cortesanos esbozaron una unitaria y maliciosa sonrisa. Gilbert el Loco hubo de hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener la compostura. Con una capacidad de reacción propia del militar que había sobrevivido a cien emboscadas, pensó que si se ponía en pie y mandaba callar al músico ya no habría quien le arrancase el estigma de esposo mancillado, mientras que si permanecía sereno —e incluso ausente— los demás pensarían que se trataba de una maniobra inventada por aquel joven o, en el peor de los casos, de una alternativa conyugal consentida. Ya tendría tiempo de aclarar las cosas como era debido con su mujer. Un murmullo espeso se extendió por la nave. La soprano estaba paralizada. Intentaba contestar, rebatirle de cualquier forma, pero no era capaz de pronunciar una sola palabra. Matthieu seguía repitiendo su nombre una y otra vez. Ella corrió avergonzada para ocultarse detrás de los decorados. Nathalie se levantó llorando, tanteando a su alrededor para salir de allí. André Le Nótre no comprendía nada. Trató de calmar a su sobrina, pero ella le suplicaba que la llevase a casa. El capitán de la guardia aprovechó el desconcierto y golpeó a Matthieu en la sien antes de llevárselo como una marioneta desvencijada.
El rey se derrumbó en la silla y cogió la mano de Marie Anne, una de sus hijas.
—No os preocupéis, mi señor —le tranquilizó ella, advirtiendo en sus ojos un sentimiento de derrota que le resultaba desconocido—. Todo está bien.
—¿Cómo va a estarlo? ¿Acaso mis cortesanos y yo no parecemos los personajes de una gran tragicomedia? ¿Dónde empieza y dónde termina el escenario?
Lully le miró de soslayo. Agitó su bastón y los músicos, como si hubieran sido accionados con un resorte, cuadraron el primer acorde del siguiente acto. Los pajes se dispusieron a apartar los árboles caídos. Los cortesanos volvieron a sus asientos, pero no dejaban de murmurar por encima de la música. Tenían mucho de lo que hablar durante las próximas semanas. Así era el universo de Luis XIV, una colmena de engalanados espectros que preferían un rumor sobre adulterio a las más bellas armonías emanadas de cien violines. Nadie recordaría
Amadís de Gaula
por sus versos, nadie soñaría con enfrentarse a los monstruos o con amar a la princesa. Versalles sólo albergaría una fantasía: la ejecución pública del loco del invernadero.
M
atthieu despertó sobre el carro que lo transportaba. Le arrancó de su inconsciencia el escalofriante chirrido de las cadenas del puente de la Bastilla. Él también estaba encadenado. Las argollas le producían un dolor atroz. Lo primero que vio fue a los soldados que hacían guardia en lo alto de las torres almenadas. Cruzaron el foso y se adentraron en el patio interior. Le envolvió la oscuridad más fría, sólo rota en algunas esquinas por el fuego de las antorchas. Lo bajaron del carro y lo arrastraron entre las abigarradas columnas de aquella estructura mugrienta, hermética salvo por unas pocas ventanas enrejadas que se abrían a corredores aún más tenebrosos. Por primera vez en su vida sintió pánico al verse engullido por aquel enorme animal de roca.
La prisión tenía una zona destinada a los burgueses que habían cometido algún delito, otra en la que se hacinaban los criminales comunes y, para los presos insubordinados, una galería de celdas de castigo. Matthieu fue llevado a una de ellas. Bien sabía el capitán de la guardia que el autor de un altercado como el de la Orangerie merecía un tratamiento ejemplar. Le bajaron por una escalera a cuyos lados también había barrotes de suelo a techo, por entre los cuales emergían brazos huesudos que intentaban agarrarle las ropas. Los guardias arrastraron a Matthieu por todo el corredor y lo arrojaron con violencia al interior de la mazmorra más alejada. Cerraron de golpe la puerta y la sellaron con un candado. A pesar del hedor y del frío, durante unos segundos Matthieu sintió alivio. Al menos no tenía que compartir aquel agujero húmedo con nadie. El tenue reflejo de las antorchas se filtraba por el ventanuco enrejado por el que se introducía la comida. Se acurrucó en el único rincón que no estaba cubierto de excrementos, inmovilizado por el peso de toda la piedra de la Bastilla, tratando de comprender por qué había actuado de aquel modo. ¡Aún no sabía hasta dónde es capaz de llegar el hombre cuando de verdad ama algo! Y Matthieu amaba a su hermano, y amaba el dueto que compuso para dejarlo marchar.
Cuando, de puro agotamiento, se quedó dormido, ya no había día ni noche.
Horas después, un susurro que creía parte de sus pesadillas le rozó el oído con el tacto de los sonidos conocidos.
—Matthieu…
La celda pareció iluminarse cuando comprobó que se trataba de su tío Marc-Antoine Charpentier. Venía escoltado por el carcelero.
Se lanzó hacia el ventanuco.
—¡Gracias a Dios!
—¿Qué te han hecho…?
—¿Habéis hablado con alguien? —le urgió—. Tenéis que sacarme de aquí…
Con un gesto leve cargado de autoridad, Charpentier pidió al carcelero que le encerrase unos minutos a solas con su sobrino. Le bastaron unas monedas para terminar de convencerlo.
Se agarraron de los brazos, se tocaron el pecho con ansia, como para aseverarse de que ambos estaban allí.
—¿Y esa sangre?
Acercó la mano a la costra que se le había formado entre el pelo y la cara.
—Decid que vais a sacarme de aquí… —Se echó a temblar—. ¿Cómo he llegado a esto? Me avergüenza que me veáis así…
Charpentier meditó durante unos segundos lo que iba a decir.
—Soy yo quien debería avergonzarse.
—¿Por qué decís eso?
—En todo momento estuve al tanto de lo que hacía tu hermano —confesó sin más.
Matthieu se quedó petrificado.
—¿Hasta dónde sabíais…?