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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (14 page)

—¡No vas a morir! —fue lo último que oyó.

Con la marcha de su tío se desvaneció la emoción y la fantasía. El sentimiento de culpa por haber desperdiciado una vida que le habían regalado le hería como un dueto de violines desafinados, y el recuerdo mudo de Jean-Claude mutilado sobre la escalera de piedra orquestaba aún más su desvarío. Gritó para no escuchar las voces de su cerebro, ni el silencio de Jean-Claude, ni el desazonante lamento de aquel preso, aterrorizado al pensar que quizá la eternidad también se redujese a moho y oscuridad.

16

E
l ministro Louvois contemplaba los jardines desde una ventana del salón de Marte. Era la estancia más grande de las siete que formaban el Gran Apartamento del rey, el área destinada a los actos oficiales. Marte, Venus, Mercurio… Cada salón, un planeta; y todos girando alrededor del Sol, el emblema real. Se habían dirigido a Luis XIV tantas veces como el Rey Sol que su engreída mente había llegado a creer que sería capaz de incendiar un campo de trigo con solo mirarlo.

El maestro Charpentier se detuvo a una distancia prudencial. Louvois permanecía asomado a la ventana. Vestía su oronda figura con un traje recubierto de encajes y de marcadas hombreras —con las que trataba de perfilar el torso, si bien sólo conseguían acentuar la redondez de su cara—, más propio de una cena de gala que de la sesión de trabajo con sus asesores a la que había asistido poco antes. El compositor miró a ambos lados. Se aseguró de que no había nadie más en la estancia. Los estrados de mármol en los que se colocaban los violinistas cuando el soberano acudía allí para escuchar un concierto o disfrutar un pase privado de ballet estaban vacíos. Tan sólo dos criados permanecían en una esquina, quietos como estatuas. Elevó la vista al techo. Desde arriba le contemplaba el dios de la guerra sobre su carro tirado por lobos.

—¡El gran Marc-Antoine Charpentier! —exclamó Louvois, volviéndose de pronto.

—Excelencia… —saludó, haciendo una media reverencia.

El compositor estaba convencido de que el marqués de Louvois era la persona a la que debía exponer su plan. Además de ocupar el ministerio de la Guerra, desde la muerte de Colbert se había convertido en la figura preponderante del Consejo Real, por lo que el soberano le consultaba cualquier asunto, incluidos los relacionados con las colonias.

—Nunca me habíais visitado. Hasta hoy tenía que conformarme con escucharos desde abajo en las misas de Saint-Louis —se quejó, refiriéndose a las ocasiones en las que Charpentier presentaba al público sus composiciones para la liturgia—. Apuesto a que sé por qué venís. ¡Queréis que interceda para que el soberano os encargue alguna pieza para la boda de su hija ilegítima mademoiselle de Nantes con el duque de Borbón! ¿Acaso no os paga lo suficiente vuestra duquesa?

—Mis motivos son bien distintos —dijo Charpentier, eludiendo hacer ningún comentario sobre su mecenas—, y os aseguro que bien merecen esta visita.

—¿Un poco de té? —preguntó Louvois tratando de recuperar el control en aquel pulso que no había hecho sino empezar. Señaló con sus dedos rollizos hacia una mesa auxiliar en la que humeaba una delicada tetera de porcelana—. El rey desdeña el té, por eso prefiero beberlo a solas.

—No, gracias.

Su anfitrión aspiró el vapor.

—Si yo fuera vos no lo despreciaría. Lo han traído de la China… ¡a setenta luises la libra!

Charpentier no se anduvo con rodeos. Le narró de principio a fin la historia de la melodía original y del proyecto alquímico del doctor Evans, limitándose a ocultar el nombre de Newton por mera prudencia.

Al ministro le resultaba difícil controlar su asombro.

—Espero que ese doctor Evans no sea otro farsante como aquel charlatán que nos embaucó hace unos meses —dijo, poniéndose a la defensiva—. El rey incluso le habilitó una casita en Montreuil con más instrumental del que soñarían los mejores alquimistas de Arabia y no hizo otra cosa aparte de abrasar pedazos de plomo y soltar discursos vacíos a los gentilhombres que se acercaban a conocerlo. ¡Al menos —rió—, mantuvo entretenidos a los cortesanos durante unas semanas!

—Esto no es ninguna farsa. Y estoy seguro de que el soberano sabrá apreciar el tesoro que se esconde tras esta quimera espiritual. A todos les consta que el rey Luis está viviendo una transformación…

—¿Qué transformación? —le interrumpió Louvois, golpeando la mesa y derramando el té.

Charpentier no quiso seguir por esos derroteros. Bien sabía él, y mejor aún lo sabía el consejero, que quizá la edad o la influencia de madame de Maintenon, la que pronto se convertiría en su nueva esposa, estaban apartando al soberano de los placeres mundanos, haciendo florecer su parte más piadosa. Se decía que acudía cada día al confesionario y a misa porque necesitaba buscar salidas a una vida de fastuosidad cuyos pilares se estaban desintegrando como si estuviesen hechos de arena. No era extraño que el ministro, entregado a su existencia teatral al igual que el resto de los cortesanos, estuviera atemorizado ante la aparición de un nuevo Luis XIV oscuro y místico.

A Louvois le asaltaron las mismas dudas que, al otro lado de París, oprimían al joven Matthieu.

—¿Cómo sabéis que la melodía que estabais transcribiendo es la verdadera?

—Cuando sepáis quién es la persona que descubrió su paradero no os cabrá la menor duda.

—¿De quién habláis?

—Él mismo se presentará cuando el experimento esté listo para llevarse a cabo. Lo importante ahora es que esa melodía, y no otra, es la que se cantó en el África salvaje cuando surgió la vida.

—¿Y cómo explicáis que haya llegado intacta hasta nosotros?

—Gracias a una estirpe de sacerdotisas nacida para perpetuarla. Durante milenios la han aprendido de sus antecesoras y transmitido a sus hijas.

—¿Sacerdotisas africanas?

—Las Matronas de la Voz. Cada generación nace una, a la que llaman la Garganta de la Luna, con unas condiciones vocales sobrenaturales, las precisas para cantar la melodía original en las ceremonias sin alterar ninguno de sus inapreciables matices. Las demás se encargan de que la elegida jamás escuche otro canto que pueda influirle. Así nunca adulterará la melodía que tiene grabada a fuego en la memoria.

—Me cuesta creer que un grupo de mujeres pueda sobrevivir en África. Allí sólo hay desiertos y selva. ¿Dónde habitan? ¿En Egipto tal vez?

Charpentier negó con la cabeza.

—En una isla tan única como la melodía que preservan, situada más allá del cabo de Buena Esperanza.

—¿En Madagascar? —se sorprendió Louvois.

—Así es. En esa isla inexplorada, invadida por los más extraños animales y plantas —fantaseó Charpentier moviendo los brazos, como si quisiera atraparle con artes de hipnotizador—. Dicen que en sus costas anidan insectos portadores de terribles enfermedades que hacen enloquecer a los marineros, y que sus montañas están cubiertas por una bruma densa impregnada de la magia de los hechiceros.

—Esa isla es tan diferente… y tan rica… —murmuró Louvois sin disimular su codicia—. Durante décadas tratamos de consolidar allí una colonia, pero los nativos desbarataron los planes de la Compañía una y otra vez —confesó sin complejos.

El ministro se refería a la Compañía Francesa de las Indias Orientales. Hacía veinte años que se había creado para competir con la inglesa y la holandesa en diferentes flancos: en lo económico pugnaba por mejorar las redes comerciales; en lo político contribuía al desarrollo de la marina francesa y afirmaba la presencia de la monarquía en los mares; y, al mismo tiempo, extendía su lengua y se dedicaba a la noble empresa de evangelizar a los paganos. Fue un brillante plan ideado por Colbert que el Rey Sol acogió con decisión. Y si bien asentaron florecientes colonias en Bengala y en otros enclaves de la tierra de los Grandes Mogoles, no ocurrió lo mismo con Madagascar. Los nativos de aquella isla suculenta cuyas riquezas permanecían inmunes a la voracidad de ingleses y holandeses habían forjado un escudo infranqueable contra el que las banderas del rey también se estrellaron una y otra vez.

—Sin duda las Matronas de la Voz escogieron un buen sitio para resguardarse —murmuró Louvois.

—A lo largo del tiempo han venido disfrutando de la protección de los reinos más florecientes de la isla. Ahora es el hijo de un rey anosy, la tribu dominante del Sur, quien les brinda el tratamiento de diosas que merecen. Ese indígena…

—¡Ya conozco a esos malditos guerreros anosy! —explotó, dolido por las sucesivas derrotas sufridas por los expedicionarios franceses—. ¡Hace diez años que nos expulsaron de Fort Dauphin, y lo peor es que no veo posible volver a establecer el asentamiento!

Charpentier esperó unos segundos a que se calmara. Le constaba que la presencia en Madagascar era una asignatura pendiente de la Corona. La Compañía Francesa de las Indias Orientales construyó en su día un bastión en el sur de la isla, al que puso el nombre de Fort Dauphin en honor del delfín de Francia, e incluso logró mantenerlo activo durante años con una pequeña dotación militar, pero nunca había logrado fundar una verdadera colonia al haberse visto incapaz de someter a los nativos. El gobernador del fuerte y todos sus hombres fueron expulsados definitivamente en 1674 y, desde entonces, las únicas noticias sobre los guerreros anosy provenían de los pocos marineros de la Compañía que habían sobrevivido tras haberse visto obligados a fondear en sus costas. Los capitanes conocían el enorme peligro que ello entrañaba, pero si se retrasaban en cruzar el cabo de Buena Esperanza y se les echaban encima los vientos alisios no les quedaba otro remedio que detenerse unas semanas en Madagascar antes de cruzar el Índico.

—Ha sido el marinero de un barco que regresaba de Bengala quien ha traído la melodía —declaró Charpentier.

—¿Un marinero?

—Así es. Su nave tuvo que hacer una escala en la isla para reparar varias partes dañadas en una feroz tormenta y, aunque se cruzaron con los nativos, lograron volver sanos y salvos. Atracó a principio de año en el puerto de La Rochelle con las bodegas repletas de pimienta y seda, pero lo más importante es que el marinero trajo su violín en el petate y la melodía anclada en la memoria.

—¿Cómo lograron escapar? ¿Y cómo pudo escucharla? —le urgió.

Charpentier se complació de ver cómo el ministro caía en su red de forma paulatina.

—Como he comenzado a deciros antes —remarcó orgulloso—, un hijo del rey de los anosy llamado Ambovombe se ha enfrentado a su propio padre para hacerse con el poder de todo el sur de Madagascar. Ha conseguido someter a los clanes gracias al embrujamiento que produce su sacerdotisa, amén de que posee un sanguinario ejército. Según narró el marinero, ya no se trata de campesinos que se aferran a una lanza para defender sus tierras, como ocurría en tiempos del gobernador Flacourt. Hablaba de nativos organizados que batallan contra otros miembros de su propia tribu para mayor gloria de ese reyezuelo. Fue el propio Ambovombe quien, como muestra de su poder, obligó a los hombres de la Compañía a asistir a la ceremonia en la que la sacerdotisa cantó la melodía.

—Sin duda quería utilizar a la tripulación de ese barco como portadores de su advertencia para cualquiera que pensara acercarse a sus costas —supuso Louvois.

—Así es. El convertirse en sus emisarios fue lo que los salvó.

—¿Sabéis dónde se encuentra ese marinero?

—Sólo tengo que ir a buscarlo y seguir haciendo el trabajo donde lo dejó mi sobrino Jean-Claude. Se trata de que él toque mientras yo copio hasta dar con la partitura correcta.

El ministro caviló unos segundos. Albergaba el lógico temor de que la melodía pudiera no ser auténtica, pero si por suerte todo funcionaba y el soberano alcanzaba el despertar alquímico, él también habría participado en ese hito histórico.

—¿Alguien más lo sabe?

—Está claro que sí. —Bajó la cabeza, cediendo un poco de terreno—. Mi sobrino Jean-Claude…

—Ah sí, el horrible crimen de Saint-Louis. Aún no hemos encontrado a los asesinos.

—Ése es el problema. Ni mis colaboradores ni yo tenemos idea de quién puede haber detrás de esto; ni siquiera sabemos cómo pudieron enterarse de que estábamos en este proyecto. Por eso hemos de darnos prisa —le apremió recuperando la prestancia—. El día que consiga la melodía, nuestro Rey Sol se hará con un lugar en el Olimpo.

—¿No tenéis miedo de que os ocurra lo mismo que a vuestro sobrino?

—Confío en que el soberano me permita desarrollar lo que reste del trabajo en una sala de palacio en la que el marinero y yo estemos seguros.

Louvois se ahuecó los rizos de la peluca con un movimiento mecánico.

—¿Qué queréis a cambio de esa partitura?

Charpentier supo que había vencido.

—De momento, una audiencia privada con el rey.

—De acuerdo —sonrió con complacencia—. Sabes que el soberano aprecia tu música, a pesar de que nunca haya en tendido la estrecha relación que te obstinas en mantener con la duquesa de Guise. Si lo que quieres es encontrarte con él para discutir el precio en persona, yo me ocuparé de todo.

—A esa audiencia también acudirá mi sobrino Matthieu —resolvió el compositor.

—¿El loco de la Orangerie? ¡Eso sí que no puede ser!

—Está bien.

Charpentier hizo un ademán de darse la vuelta.

—¡Esperad!

—¡Hago esto por él, no por mí! —determinó Charpentier—. Conseguid que el rey me conceda la libertad de Matthieu y yo a cambio le devolveré una luz mil veces más intensa que el sol que adora.

Louvois no había contado con eso. Pensaba que se trataría de un canje cuantificable en luises de oro, pero ahora le costaba echarse atrás. Dio unas vueltas por el salón con palpable nerviosismo y se detuvo junto a la chimenea apagada.

—Fijaremos la audiencia para dentro de dos días —concluyó por fin—. Acudiréis vos y vuestro inconsciente sobrino. Ya veré cómo puedo convencer al soberano; que sea él quien decida qué quiere hacer con vosotros.

Charpentier asintió.

—Hasta pasado mañana, entonces.

—Ya os transmitiré los detalles. Ahora dejad que termine mi té —dijo, aparentando en vano restarle importancia a la sorprendente conversación que acababa de mantener—. ¡Está frío! —gritó de súbito.

Uno de los criados se lanzó hacia la mesita y se llevó la bandeja. Charpentier escuchó a su espalda el tintineo de una taza mientras cruzaba la puerta del salón de Marte.

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