Matthieu no podía creerlo.
—Mis padres… —fue lo único que salió de su boca.
—¿Pensabas entregarles la melodía a esos asesinos? —chilló el rey con indignación.
—Desde luego que no, sire —se justificó con rapidez—. Tan sólo quería que mi sobrino no se enterase. Os juro que iba a decíroslo en cuanto tuviera ocasión. Sólo vos, sire, podéis darnos la protección que necesita mi familia.
—¿Quiénes son esos bastardos? —gritó el rey—. ¿Quién osa retarme? ¡Esa melodía es mía! ¡Mía!
—Sire, ellos no saben que he acudido a vos…
—Y no deben saberlo nunca —intervino Louvois tratando de calmar las cosas—. Tú limítate a transcribir la partitura correcta y ya buscaremos la forma de resolver este asunto.
—Aún hay algo más… —dijo Charpentier.
—¡Dios santo! —exclamó el rey.
—Me exigieron que se la entregase antes del equinoccio de marzo.
—¿Por qué motivo?
—No lo sé —respondió completamente rendido, dejando caer la cabeza.
Se hizo un breve silencio que todos aprovecharon para calibrar aquel giro de la situación. El rey trató de no parecer alterado acariciando las piedras preciosas de una bandeja que utilizaba para depositar los documentos firmados.
—Yo iré —decidió Matthieu de improviso.
—¿Qué?
Los demás le miraron sorprendidos. Ni siquiera el propio Matthieu sabía por qué había dicho eso.
—Yo iré —repitió, llevado por un extraño impulso.
—Pero…
—Todos creen que sigo en prisión, por lo que no llamaremos la atención. —Se dirigió al rey por primera vez—. Permítame vuestra majestad…
—No irás a ninguna parte —le interrumpió Charpentier—. Majestad, olvidad esa idea absurda de mi sobrino…
—¡Callaos! —gritó, y se paró a pensar unos instantes, disfrutando con el atrevimiento de Matthieu—. Mi apreciado Lully jamás lo admitirá, pero he oído que tienes un don especial para el violín. ¿Qué puedes decir?
—Soy el mejor violinista de Francia —respondió Matthieu con aires de héroe.
El rey no pudo evitar soltar una carcajada de satisfacción.
—Majestad —insistió Charpentier, desesperado—, mi hermano ya ha perdido a un hijo…
—Puedo hacerlo, tío —insistió de forma apagada, concentrándose en no elevar la voz.
El soberano permaneció pensativo unos segundos con la mirada perdida en un rincón oscuro de la sala.
—¡Traed un violín! —ordenó de repente.
—¿Un violín? —se extrañó Louvois.
—¿Acaso tengo que decirlo dos veces?
Uno de los lacayos que esperaban junto a la puerta salió disparado y regresó al poco con el instrumento de uno de los músicos que amenizaban las veladas de los cortesanos. Se lo acercó al rey estirando los brazos, el violín en una mano y el arco en la otra, inclinándose en una media reverencia.
—Dáselo a Matthieu.
—¿Queréis que toque para vos?
—Quiero algo más concreto.
Matthieu le miró sin amilanarse.
—Vuestra majestad dirá.
—En la Orangerie, la noche del estreno, llegaste a jurar que eras tú quien había compuesto el dueto del
Amadís.
—Y lo seguiré jurando cuantas veces sea necesario.
—Tócalo.
El músico se estremeció.
—¿Ahora?
—Si de verdad es tuyo no habrá nada que te lo impida.
No había vuelto a interpretar aquella pieza desde que la compuso la noche que murió Jean-Claude, justo antes de caer rendido sobre la tarima del despacho de Lully. Cogió el violín. Lo acarició despacio para sentir el grosor de la madera y pellizcó las cuerdas de forma sutil.
—Estoy esperando —se quejó el soberano.
Colocó la caja sobre el hombro y cerró los ojos. Desde que el arco liberó la primera nota sintió que la mano de Jean-Claude se posaba sobre la suya y le ayudaba a deslizarse por la melodía. Aquel dueto era el hilo dorado que los unía, de forma indestructible, más allá de la vida y de la muerte. Mientras tocaba, una momentánea sonrisa de paz se abrió paso en su rostro agotado. Fue como reencontrarse con su hermano del alma, como respirarle al respirar la música que inundaba la sala, como regresar al tiempo que existió antes de la desdicha y sentir de nuevo su calor y su fuerza.
El rey apenas podía controlar la emoción que le producía aquella música endiabladamente dulce y tormentosa. Le atravesaba el pecho y penetraba hasta lo más profundo de una sima que había en su corazón y que hasta entonces no conocía. Retenía una lágrima a duras penas procurando no parpadear.
—Está decidido —sentenció antes de que Matthieu terminase la pieza.
Charpentier trató de disuadir al soberano de algún modo, pero las fuerzas le habían abandonado y de su garganta sólo fluía un gemido apesadumbrado. Él mismo había provocado aquella situación demencial. Por otra parte, era consciente de que sólo alguien con las facultades de Matthieu podría captar en todas sus dimensiones la melodía y transcribirla con absoluta precisión. El ministro Louvois intervino para evitar que cualquier circunstancia modificase una decisión que le satisfacía plenamente.
—El soberano lo ha dejado claro. Esconded a vuestro sobrino en un lugar seguro mientras busco al capitán que se hará cargo de la misión y ordeno fletar una nave de la Compañía con todo lo necesario para el viaje.
—Entonces no volveré a la Bastilla… —aventuró Matthieu.
—Por el momento —puntualizó el rey con sorna.
—Dios mío, ¿qué he hecho? —se lamentó Charpentier.
—Te avisaremos cuando el navío esté listo para zarpar.
—Habremos de darnos prisa… —apuntó Louvois, pensando en el plazo que habían establecido los asesinos de Jean-Claude.
—Disponemos de unos siete meses —concretó el rey—. El barco tendrá tiempo de sobra de ir y volver a esa endiablada isla. Ahora marchad —concluyó, aún confundido por la intensa sensación que había experimentado.
Matthieu dejó el violín sobre una mesa y de nuevo cerró los ojos, apenas un segundo. En su mente aún sonaba el dueto. Se imaginó en una nave agitada por las olas, bordeando el continente negro rumbo al cabo de Buena Esperanza en busca de la melodía original. En ese momento el Gabinete de Curiosidades y Objetos Raros se hizo diminuto. Las joyas que los rodeaban le parecieron quincalla; los cuadros, meros lienzos garabateados; y ridículos los trajes y las pelucas. Todo Versalles le pareció por un momento grotesco, un palacio que no era sino el fruto de una ambición desproporcionada y, tristemente, más humana que ninguna otra.
M
atthieu se cubrió de nuevo con la capa antes de salir de palacio. Subió con su tío al carruaje que los esperaba en medio del Patio de Mármol. Los cascos de los caballos golpeaban la superficie pulida mientras el cochero chasqueaba el látigo. Se internaron en el bosque bajo el sombrío graznido de unos pájaros nocturnos. Matthieu cerró los ojos. Los acontecimientos habían discurrido a tanta velocidad que parecían confundirse el presente con el pasado, y ambos con el futuro inmediato. Tan pronto creía estar ya acodado en la borda del barco como volvía a imaginarse en la Bastilla, o incluso durante unos segundos se convencía de que nada había ocurrido de verdad, de que su hermano le esperaba en casa para practicar una nueva posición de los dedos sobre el astil. No podía apartar de su mente la imagen de sus padres cogidos de la mano en la sala junto a la chimenea. Un bache le devolvió al carruaje y se encontró con la mirada de Charpentier. Fue como asomarse a un abismo.
Para no levantar sospechas entre los asesinos de Jean-Claude debían mantener en secreto que Matthieu había sido liberado, por lo que se devanaron los sesos buscando un lugar en el que pudiera permanecer escondido. No podían ir a la habitación que ambos hermanos habían compartido en un pequeño barrio donde todos le conocían; menos prudente aún era acudir al palacete de la duquesa de Guise; tampoco podían acercarse a casa del maestro escribano, ya que la amenaza del sicario les hacía suponer que estaría vigilada. Además pensaron que era mejor que los padres de Matthieu creyesen, al igual que el resto, que su hijo seguía preso en la Bastilla. Era cruel, pero necesario. Charpentier les explicaría todo a su debido tiempo.
—El cuarto junto a la sacristía de Saint-Louis… —propuso Matthieu de pronto.
Les pareció buena idea. Se encaminaron hacia la iglesia. Estaba desierta. Cruzaron la nave y entraron en la sacristía. Charpentier fue directo hacia un hueco entre dos sillares, de donde recogió una llave con la que abrió una puerta disimulada. Al entrar en aquel cuarto que rara vez se utilizaba les golpeó el tufo a incienso viejo. Matthieu evitó hacer comparaciones con la celda. Había un camastro y una silla con una Biblia. En el suelo, una vela apagada se erguía sobre un montón de cera derretida.
—Mañana te traeré algo de comer y una manta —dijo el compositor mientras revisaba el ventanuco que, a la altura de las vigas, servía de respiradero—. No podrás salir de aquí hasta que yo vuelva. Es por tu seguridad…
—No tengo adónde ir.
Se dieron un fuerte abrazo. Cuando se separaron, Charpentier le miró con todo el cariño que podía expresar con los ojos.
—Gracias… —dijo Matthieu en voz baja.
—¿Por qué?
—Por ayudarme, por permitir que dote de sentido a la muerte de mi hermano, por dejar que por fin haga algo por mis padres.
El compositor no podía seguir hablando con él sin emocionarse.
—Vendré pronto, no te preocupes.
—¡Tío! —le retuvo—. Sólo quiero saber una cosa…
—Pregúntame lo que quieras.
—¿Por qué escogisteis a Jean-Claude?
Tragó saliva.
—No se trataba de lo que yo quisiera…
De inmediato se arrepintió de haberlo preguntado.
—Lo siento.
Pero Charpentier quiso contestar.
—Pensé que la Divina Providencia había volcado en ti más genialidad de la que cabe en un ser humano, por lo que no necesitabas estímulos añadidos para realizarte y ser feliz; y tu hermano Jean-Claude, aunque no tenía tus dotes artísticas, también era un chico excelente que merecía ser el protagonista de algo especial, al menos una vez en su vida.
El compositor abandonó el cuarto apenas terminó la frase. Cerró la puerta por fuera y se llevó la llave. Matthieu se desplomó en el camastro. Miró al techo. El cansancio acumulado le cayó encima como una avalancha de lodo que ahogó todas las luces y sonidos. Era perfecto. Sólo quería dormir.
Dormir…
No era tan fácil. La imagen de Nathalie le asaltó aprovechando aquel relajo momentáneo. Miró al ventanuco.
Pensó en encaramarse a pulso, sacar el cuerpo de cualquier forma, saltar al exterior y correr hacia su casa. Nathalie… Recordó el traje que llevaba puesto la noche de la Orangerie; estaba preciosa. ¡Cuánta angustia debió de sentir! ¿Cómo podía pensar en embarcarse sin haber hablado antes con ella? ¿En qué clase de hombre se había convertido, tan diferente del que ella se había enamorado? ¿La amaba él? Le desesperaba no saberlo. Se revolvió en el camastro. Apenas aguantaba unos segundos en la misma postura. ¿Debía pedirle perdón? ¿Debía, de una vez por todas, entregarse a ella? Deseó acurrucarse a su lado para siempre, como un polluelo bajo el ala de su madre, para cerrar los ojos y perderse juntos en el universo de los sonidos. ¿Por qué seguir empeñado en apartarse de alguien así? El corazón de Nathalie latía con una suavidad que abrumaba y sus labios sabían al polvo de azúcar del pastelero, como el día que la besó en la callejuela cerca de la iglesia. Pero al momento tuvo una revelación que se abrió paso en forma de pregunta y escalofrío:
«¿Cuál fue el primer sonido que escuchamos juntos?»
No podía creerlo. Apretó los ojos en la oscuridad, como si así pudiera pensar con más claridad.
«¿Cuál de entre todos? ¿Cómo es posible que nuestro primer sonido se haya perdido entre la batahola de voces y ruido?»
Se asqueó de sí mismo. No la merecía. Ni siquiera había sido capaz de preservar la única cosa que les pertenecía a los dos y a nadie más. ¿Cómo podía ser tan débil, seguir convenciéndose por mera conveniencia de que podría llegar a quererla? Se insultó, su desprecio rebotó en las cuatro paredes del minúsculo cuarto. Nunca la había querido, al menos no como quería a su hermano Jean-Claude o a la piel de madera de su violín. ¿Acaso se podía amar así a una mujer, de forma tan desesperada? ¿Acaso Amadís de Gaula amaba así a la princesa? Solo había una forma de finalizar aquella historia errática. Tenía que conseguir que Nathalie le odiase, y la mejor forma de lograrlo era no decirle que había embarcado. Pasaría el primer día, y después otro y otro más, y cada uno sería un peldaño que le acercaría al liberador olvido.
Parecía no haber transcurrido ni un segundo cuando notó una mano que le sacudía el hombro.
Era Charpentier. Repetía una y otra vez las mismas frases.
—¡No hay tiempo que perder! ¡Vamos, Matthieu! ¡Despierta, por Dios!
—¿Qué ocurre? —preguntó por fin de forma automática, aún anclado en medio de un sueño confuso.
—¡Deprisa! ¡Tienes que irte!
¿Irse? No era capaz de pensar con lucidez.
—¿Es de día?
—Es media tarde. Llevas casi un día entero durmiendo.
Acertó a ver el sol a través del ventanuco.
—No podía más…
—Levántate, por favor.
—¿Adónde vamos?
—Louvois me ha hecho llamar. Un carruaje te espera en la puerta.
Se quedó petrificado.
—¿Ya?
Charpentier le dio unos instantes para que se despertase del todo.
—Parece que el ministro es consciente de la urgencia a la que estamos sometidos. Cuando abandonamos Versalles el rey hizo llamar a un tal capitán La Bouche y se reunió con los responsables de la Compañía de la Indias Orientales para que pusieran una nave bajo su mando.
—¿Quién es ese capitán La Bouche?
—En su día abrió vías terrestres y marítimas a los dominios del rey. La Corona lo consideró uno de sus mejores servidores.
—¿Por qué habláis en pasado? ¿Qué hace ahora?
—Hace diez años perdió a casi todos sus hombres en la última batalla que se libró en Fort Dauphin, el día que los nativos anosy nos expulsaron definitivamente del bastión. Aquello supuso el principio de su decadencia. Abandonó el ejército y durante todo este tiempo se ha dedicado a traficar por la costa occidental de África, esperando a que el rey se decidiera a enviar otra expedición a la isla.