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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (21 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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Matthieu prefirió dejarlos solos. Caminó hacia un oscuro corredor horadado bajo la casa. Se introdujo por él despacio, atraído por la luz del sol que estallaba en el hueco que se abría al fondo. A medida que avanzaba entre las angostas paredes escuchaba con más fuerza el romper de las olas. Era una puerta que daba directamente al mar. Los rociones de espuma que se introducían por ella llegaban a mojarle las botas. Repasó el corredor. Unía el patio con el océano. Entonces comprendió que era allí donde los traficantes amarraban los botes para cargar a los esclavos que habían comprado y trasladarlos hasta los barcos.

En ese momento alguien apoyó una mano en su hombro.

Se volvió, sobresaltado.

Era La Bouche.

—Ya conoces «la puerta de no regresar jamás».

—No es un nombre muy alentador —repuso sin pensar.

—Mírame —le pidió, reclamando su atención—. No son como tú y como yo.

Matthieu trató de no mostrar emoción alguna. A cada minuto que pasaba le invadían más y más sentimientos contradictorios en relación con el capitán. Se mostraba duro como una roca sin perder un permanente aire de caballero, y había pasado de ser el marino más popular y respetado en Versalles a un inconmovible traficante. A Matthieu le hería el mero hecho de pensar en la fragilidad de los esclavos. Sus cuerpos parecían de acero pero la mitad morían antes de llegar a las Indias Occidentales, y había algunos, negros liberados o meros especuladores desalmados, que traicionaban y cazaban a sus hermanos por encargo de los europeos. ¿Cómo podía no verlos tal y como eran, simplemente hombres enfrentados, como La Bouche y como él mismo, a las más bajas miserias?

El capitán acompañó a Matthieu al piso superior. Junto a madame Serekunda vivía su madre —una mujer enferma que nunca salía de su estancia— y una hueste de sirvientes. Le mostraron una habitación y le invitaron a pasar la noche allí. Matthieu se sentía cada vez peor. No quería respirar el hálito que imaginaba subiendo desde las celdas, adherido a las paredes. Pensó en rechazar la oferta y regresar al barco de inmediato, pero consideraba más prudente mantener al capitán como aliado, aunque para ello tuviese que tragar saliva más de una vez. Quiso tumbarse un rato, pero casi sin haber tenido tiempo de quitarse la casaca le llamaron para cenar.

El mobiliario y la decoración le recordaba a una casa acomodada de Francia. Parecía mentira que un piso más abajo se hacinasen docenas de esclavos esperando el momento de ser subastados. La mesa estaba cubierta con un mantel de hilo y la cubertería era de plata, con repujados de flores que ascendían en espiral por el mango.

Mientras servían los entrantes, madame Serekunda le preguntó a Matthieu cosas sobre la corte, dando por sentado que pertenecía a los círculos de la nobleza. Él no fue capaz de des mentirlo y contestó con evasivas. Le torturaba pensar que tendrían que estar navegando hacia Madagascar a toda vela en lugar de perder el tiempo cenando allí.

—Me llevaré unos cuantos negros para el viaje —los interrumpió el capitán, dirigiéndose a la mestiza—. Quizá me venga bien para canjearlos en alguna escala.

—Después de cenar ordenaré que envíen una partida a tu barco —dijo ella—. Pero alguien los pagará, ¿no? Ya has visto que el almacén está lleno.

—El tráfico con las Indias está un tanto aletargado —informó La Bouche a Matthieu, haciéndole partícipe de la conversación.

—Creía que era al contrario —repuso el músico, tratando de mostrar normalidad y aparentar estar al día—. He oído que Cavelier de la Salle ha tomado posesión en nombre del rey de un nuevo territorio en la parte baja del Mississippi.

—Ese maldito arrogante ha tenido la gran idea de llamarlo Luisiana, en honor a Su Majestad —informó La Bouche con un toque de envidia en la voz—. ¡Es todo propaganda! Si no corregimos los mismos errores que venimos padeciendo desde que pusimos un pie en Nueva Francia, los ingleses nos echarán de allí y será el fin de nuestro negocio.

—No exageres —se quejó ella, al tiempo que ordenaba retirar los platos. Una camarera les acercó tres fuentes ya preparadas con media cola de pescado acompañada de arroz y mandioca—. Seguro que pronto habrá demanda de negros desde Nueva Francia. Ese territorio es enorme…

—¡Eso no es una bendición, es el origen del problema! Tenemos poquísimos colonos para tanta superficie, apenas hay moneda y la administración se lleva desde París. ¿Es eso eficacia? Hemos reducido nuestra economía a las pieles mientras que los españoles y los ingleses desarrollan la minería, la ganadería y el cultivo de productos de ultramar. Al final nos echarán de allí, como de todas partes.

—No le hagas caso —le cortó la mestiza, dirigiéndose a Matthieu con voz melosa—. A mí me encantan las pieles de castor.

Hizo un gesto como si acariciase una estola imaginaria que le rodease el cuello.

—¿Tienes buenos machos? —retomó el capitán—. ¿De qué zona son?

—Los trajeron desde el otro lado del río. Pertenecen a los diola.

—¿Los diola?

—Esa pequeña tribu que se desplazó hacia el sur empujada por los mandinka…

—Ya los conozco. Me refiero a si te merece la pena traerlos desde allí.

—Está lejos, pero nos resultó fácil. Los jefes de una tribu vecina querían quitárselos de en medio y nos allanaron el terreno…

El capitán asintió.

—Los diola tienen una constitución fuerte y se cotizan bien —informó a Matthieu.

—¡Ya no tanto! —corrigió ella—. Con lo que están tardando los barcos en llegar, me estoy viendo obligada a pasar a algunos por la sala de engorde.

Madame Serekunda se refería a un habitáculo del almacén que utilizaban para alimentar con rapidez a los esclavos demasiado delgados. Según las normas de la trata, no podía comerciarse con varones que no alcanzasen los sesenta kilogramos de peso.

—No necesito mucho músculo, sólo el suficiente para que resistan el viaje. Ninguno regresará de Madagascar. Los que me sobren se los regalaré a ese reyezuelo.

Matthieu comenzó a sentirse muy mal. No sabía si tenía que ver con la cena o con la conversación. Desde hacía un rato miraba la comida con la sensación de que algún condimento le estaba agujereando el estómago. De repente vio deformadas las caras del capitán y de la mestiza.

—Creo que será mejor que salga unos minutos —se excusó.

—¿Estás bien? —le preguntó madame Serekunda.

Matthieu asintió con la cabeza mientras trataba de llegar erguido hasta la galería. Una vez allí tuvo que apoyarse para no caer al suelo. Aguantó una arcada. Decidió alejarse un poco. Bajó por la escalera que llevaba al patio y se cobijó detrás de un murete. La cabeza seguía dándole vueltas, cada vez más deprisa. Hincó las rodillas en la tierra y por fin echó todo lo que tenía en el estómago. Se volvió a ambos lados con una mezcla de pudor y confusión y descubrió que se encontraba en medio del corredor con las celdas de los esclavos. Apenas podía ver salvo por una luz irregular que arrojaban dos antorchas ancladas en la pared. Le parecieron cuevas horadadas en la piedra. No tenían ventilación, excepto la propia puerta enrejada. Olía a orines. Sintió el impulso de acercarse. Lo hizo tambaleándose, apretándose con ambas manos el estómago para tratar de contener el ardor que le estaba consumiendo. Se horrorizó al comprobar que, a pesar del reducido tamaño de aquellos habitáculos, debía de haber hasta cincuenta negros en cada uno. Se vio envuelto entre una madeja de resuellos y lamentos somnolientos. Estaban encadenados unos contra otros, mezclados hombres y mujeres, sentados con las piernas recogidas, sin hueco para estirarlas. Los niños se amontonaban en una celda aparte situada en un pasillo contiguo. Los traficantes los apartaban de las madres para que éstas no reconociesen sus llantos, ya que ello agravaba su sufrimiento, hacía que empeorase su estado de salud y abarataba su precio.

Las expresiones muertas de los esclavos se mezclaban en su cabeza con visiones cada vez más violentas. Le costaba diferenciar qué era o no real. Se apoyó en los barrotes que tenía más cerca y de nuevo cayó de rodillas, quedando sus ojos a pocos centímetros de los de un negro fibroso que le observaba con extraña serenidad desde el otro lado de la reja. Permanecieron así unos segundos. Matthieu, que apenas soportaba la quemazón en el vientre, se enfrentaba a la expresión calma del esclavo, a sus abultados labios llagados y a las venas incandescentes que rompían el fondo blanco de su mirada. En ese momento el esclavo se sobresaltó por algo. Hizo un gesto rápido y Matthieu se giró lo suficiente como para distinguir la sombra de un hombre con el brazo alzado. Se lanzó hacia un lado con rapidez, lo justo para evitar ser alcanzado por una gran porra de madera que golpeó contra la reja haciendo vibrar todo el corredor. El atacante trató de levantarla de nuevo pero el esclavo, tirando de las cadenas que le unían al resto, sacó el brazo entre los barrotes y le sujetó. Se enzarzaron en un intercambio de golpes cortos. Matthieu aprovechó para incorporarse. El atacante intentó detenerlo, pero el esclavo se apretó contra la reja, le agarró del pie y le hizo caer. Antes de estrellarse contra el suelo asió a Matthieu por la casaca, pero éste consiguió zafarse y corrió hacia el patio. Subió la escalera hasta la galería, entró de golpe en el salón y se desplomó frente a la mesa.

—¡Matthieu! ¿Qué ha ocurrido?

—Capitán…

Trataba de explicarse pero no hacía sino balbucear.

—¡Es veneno! —gritó Serekunda.

—¿Qué?

—¡Mira sus ojos!

Serekunda conocía bien aquellos síntomas. Sabía que, pagando lo debido, en Gorée podían conseguirse frascos de veneno de una serpiente de la sabana que era capaz de matar a un búfalo. Pronto comenzarían los calambres y las dificultades para respirar. Llamó a gritos a la cocinera. Se presentó al instante en el salón. Estaba tremendamente asustada, al igual que las dos camareras que se plantaron bajo el dintel llevándose las manos a la cabeza y aguantando las ganas de llorar.

—¿Qué le has puesto? —escupió Serekunda a la cocinera.

—¡Nada!

—¿Iba dirigido al capitán? ¿Quién te ha pagado para envenenarle?

—¡No he puesto nada, señora! ¡Os lo juro!

Serekunda le dio una bofetada. En ese mismo instante oyeron los gritos de otro sirviente que los llamaba desde la galería. Salieron de inmediato. Señalaba con nerviosismo el portón del patio y repetía una y otra vez que alguien acababa de salir.

—¿Quién? —chilló aún más fuerte Serekunda.

—La nueva, la de la tribu wolof.

—¿De quién hablas?

—La que se encarga de limpiar las celdas.

Se volvió hacia la cocinera, que temblaba asida al marco de la puerta del salón.

—¿Ha estado ella contigo?

—Señora…

—¿Ha estado en la cocina la chica wolof? ¡No me hagas repetirlo otra vez!

—Sí…

—¿Cómo pudo pensar que no te ibas a dar cuenta? —preguntó al aire el capitán—. Ha de haber alguien detrás.

Serekunda soltó un grito cargado de rabia. Las sirvientas no aguantaron más y estallaron de forma simultánea en un llanto convulsivo.

—Me da igual quién esté detrás. ¡Ella está muerta! —sentenció Serekunda.

—Primero quiero interrogarla —le corrigió él con autoridad.

—¡Pues interrógala y después déjamela! ¡El veneno iba dirigido a ti! ¿No te das cuenta? ¡Me comeré su corazón!

El capitán dio orden a sus tres escoltas para que fuesen a buscar a la fugitiva guiados por el sirviente.

Serekunda examinó de nuevo el ojo de Matthieu y se volvió hacia La Bouche.

—¿Es muy importante este chico para tu misión? —le preguntó mucho más calmada.

—No dejes que muera —se limitó a contestar el capitán.

Arrastraron a Matthieu a su habitación y le aplicaron unos remedios a base de hierbas para que expulsase lo poco que pudiera quedarle en el estómago. Cada vez estaba más pálido. Un estertor agónico emanaba de su garganta. Mientras tanto, Serekunda había hecho llamar a un curandero. El brujo le reconoció para confirmar cuál era el tóxico que había ingerido, colocó a su alrededor una docena de velas y comenzó a preparar un antídoto. Matthieu sentía paralizada la mitad de la cara, sufría sacudidas que le hacían levantarse del catre y no podía calmar la presión que atenazaba su pecho hasta hacerle sentir que iban a estallarle los pulmones. El curandero le aplicó el antídoto. Al mismo tiempo invocó a las ánimas de la isla para que le ayudasen a resistir y castigasen al espíritu que, aprovechando la debilidad que le causaba el veneno, le había poseído. Serekunda le acercó una gallina, tal y como exigía el ritual. El curandero la degolló de un solo golpe con un disco afilado que traía en una bolsa llena de fetiches. Recogió la sangre en un cuenco y, tras mezclarla conjugo de mijo, la derramó sobre el cuerpo de Matthieu. Después ordenó a todos que salieran de la habitación y colocó lo que sobraba de la mezcla bajo un pequeño altar de hojas y ramas que había levantado en un rincón. Debía estar allí toda la noche para aplacar el ansia del espíritu maligno. Pronunció unas últimas invocaciones y también salió, cerrando la puerta y dejando al joven músico solo, encharcado en sangre de ave, angustiado por los ecos de lamentos y de latigazos, la trémula llama de las velas que se colaba entre sus párpados entreabiertos y una nebulosa imaginaria que, como si se tratase de una tela de araña que le cubría la cara, Matthieu intentaba apartar de forma obsesiva.

4

C
uando despertó, durante unos segundos le cegó la luz blanquecina que inundaba la ventana. La habitación estaba impregnada de un repugnante olor a hiel. Descubrió aterrorizado la sangre seca sobre el pecho y palpó su cuerpo con agitación hasta cerciorarse de que no era suya. Se incorporó aturdido. Pisó las plumas y la cera derretida.

Salió a la galería. Allí estaba el capitán, sentado en un sillón de madera que había sacado del salón, con los pies apoyados sobre la balaustrada.

—¿Qué tiene esa melodía? —preguntó La Bouche sin más, como si llevase esperando toda la noche para hacerlo.

Hasta entonces no habían hablado ni una palabra acerca de la melodía original. A Matthieu no le habían informado de que el capitán conocía el fin último de la misión. Por otra parte, era lógico que estuviera al tanto. Una vez se introdujeran en la corte del usurpador del reino anosy sería mejor trabajar juntos para alcanzar sus respectivos objetivos. Se giró hacia el patio entornando los ojos. Un viento seco proveniente del Sahara soplaba con fuerza, inundando el cielo de polvo arenoso.

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