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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (38 page)

—¿A qué te refieres? —pareció extrañarse Tew.

—Lo único que os pasa es que tenéis miedo.

—¿Qué?

—Tenéis miedo de que los nativos se hayan dado cuenta de que no somos invencibles y vengan a expulsarnos de nuestra casa.

—Eso es una estupidez. Esa amenaza ha pesado sobre nosotros desde el principio…

—¡Todos sabemos que ahora es distinto, por Dios santo! —se enfureció el sacerdote.

—¿Puedo preguntar a qué os referís? —intervino La Bouche, hablando por primera vez.

—Un grupo de esclavos liberados que creíamos bien integrados en la colonia ha desaparecido. Suponemos que percibieron la tensión que últimamente se respira aquí y, espoleados por uno de ellos, especialmente alborotador…

—El jefe de una tribu guerrera del sur de Angola —apuntó el capitán que lo liberó unos meses antes tras abordar el barco que lo conducía a las Indias—. ¡Maldito desagradecido!

—Siempre ha habido antiguos esclavos resentidos que no comprenden que somos diferentes del resto de los europeos —le explicó a La Bouche otro de los capitanes, sin saber que se estaba dirigiendo a un traficante.

—La cuestión —retomó Caraccioli— es que logró convencer a varios de los suyos para abandonar Libertalia y establecerse con los nativos, y ahora se rumorea que están preparando un ataque. Si las tribus acertasen a organizarse dispondrían de un verdadero ejército.

La Bouche no terminaba de comprender.

—¿Por qué los nativos querrían volverse contra vosotros? ¿Por qué después de tanto tiempo?

—Hace años que Misson viene descuidando las relaciones con ellos —se apresuró a informar Tew.

Misson pareció despertar.

—¿Cómo puedes decir…?

—Es cierto, capitán —siguió el inglés—. Ya no actúas con el rigor y la sutil diplomacia de antaño, ni castigas como es debido a los hombres que infringen las normas que siempre han regido en la isla. Hace un mes violaron a tres niñas en la aldea que hay junto a la cala y los jefes todavía están esperando tu respuesta. A ellos no les vale de nada que ahorques a los que te traicionan a ti, como has hecho con esos dos portugueses que cuelgan del tamarindo. Quieren que los consideres merecedores del mismo respeto. —Hizo una pausa—. Y no creas que te culpo, amigo. Libertalia ha crecido más de lo debido. Demasiados hombres para tan poco paraíso.

La Bouche asintió. Matthieu, que seguía oculto en la escalera de caracol, también estaba conmocionado.

—Así están las cosas —concluyó Caraccioli, no pudiendo hacer otra cosa que aceptar la realidad—. Ese grupo de traidores que han huido al interior quieren aprovechar la brecha que se ha abierto entre los marineros de las distintas naciones para aniquilarnos y hacerse con nuestro hogar. Saben que la mayoría de nuestros hombres preferirán huir antes que arriesgar la vida luchando por algo en lo que han dejado de creer…

—Y por eso —retomó Misson— no puedo permitir que nadie abandone ahora la república. Debemos estar más unidos que nunca. ¡Una invasión desde el interior! ¡Qué paradoja! —Rió de forma un tanto desesperada—. ¡Todas nuestras defensas están orientadas hacia el mar!

Matthieu no sabía cómo encajar lo que estaba oyendo. Estuvo a punto de dar media vuelta, pero se dio cuenta de que a La Bouche le resultaría incluso más sencillo llevar adelante su plan en medio del maremágnum que se avecinaba. Cuando iba a entrar en la sala del consejo para contarles a todos las verdaderas intenciones del nuevo capitán escuchó una voz a la espalda.

—¡Matthieu!

Se volvió. Alguien subía acelerado por la escalera.

—¿Pierre?

—¡Menos mal que te encuentro! Un marinero me ha dicho que te había visto entrar…

—Baja la voz —le urgió de forma apagada.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a contárselo todo a Misson. Es la única forma de…

—No, no. No es necesario que hagas nada.

Tragó saliva tratando de recuperar el resuello.

—Dime ya qué ocurre.

—He estado con el marinero del que te hablé ayer. Las cosas están mucho peor de lo que imaginábamos. Se cree que los indígenas van a…

—Lo sé —le cortó—.Justo ahora están hablando sobre ello.

—Mejor, así puedo ir al grano. —Tomó aire—. El marinero va a abandonar la isla con un grupo de franceses y se ha ofrecido a llevarnos en su barco.

Matthieu se quedó mudo. Fue como si la angosta escalera de caracol se iluminase. Por fin una buena noticia.

—¿Adónde nos llevarán?

—Rodearemos el continente y nos desembarcarán en alguna playa de Senegal próxima a Gorée. Ellos seguirán rumbo al Caribe y nosotros no tendremos problema para encontrar una nave de la Compañía que nos lleve de vuelta a Francia. ¿Te das cuenta? Nos iremos antes de que este lugar explote y llegarás a París con tiempo de sobra para cumplir tu misión.

—¿Cuándo tienen pensado partir?

—Esta noche.

—¿Esta noche?

—¿Has copiado la melodía?

Calló un instante.

—Todavía no.

—Entonces…

Matthieu se dio cuenta de que jamás podría subirse a aquel barco. Dejó caer la vista al suelo.

—Aunque la hubiera copiado no podría irme sin Luna. Regresa a Francia y no te preocupes por mí. Ya encontraré el modo de…

—Iba a decir que la trajeras contigo.

El músico le miró fijamente.

—¿Y La Bouche?

—La Bouche… —suspiró.

—Era tu amigo. ¿Serías capaz de cambiarnos por él? —le preguntó sin ambages.

—Él ya me ha cambiado por Ambovombe. Tú lo has dicho: era mi amigo. Ahora no lo reconozco.

—¿Y lo que dijiste anoche?

—Anoche no estaba en mi mano decidir el destino de nadie —respondió manteniéndose sorprendentemente firme.

Matthieu se llevó las manos a la cara.

—¿Qué hará Su Majestad cuando sepa que traicioné a su capitán?

—Limítate a pensar que habrás cumplido tu parte de la misión y no te preocupes del resto. Cuando el barco de la Compañía arribe a Fort Dauphin y vea que no estáis allí seguirá su viaje de vuelta a Francia sin alterar sus planes. Y Su Majestad… ¡Te cubrirá de riquezas! ¡No sólo le llevarás la partitura, acudirás a Versalles con la sacerdotisa en carne y hueso!

Riquezas… Matthieu reconoció en el rey una mezcla curiosa del cruel e insaciable usurpador Ambovombe y de un Misson decadente que advertía la caída de su gran sueño.

—Tienes razón —se espabiló—. He de hablar con Luna.

—Ocultaos hasta la noche. Si os descubren ya no tendréis posibilidad de huir. Nos veremos esta madrugada en la cala que hay a la izquierda del puerto.

Se abrazaron.

—Un momento…

—¿Qué ocurre?

—El
griot.

—¿Qué pasa con él?

—Tampoco podemos abandonarlo a él.

—Quizá no quiera irse.

—Te aseguro que sí. Su único deseo es regresar algún día a Senegal para luchar contra los traficantes.

—No sé si el brazo que le salvé al marinero valdrá tantos pasajeros —fue capaz de bromear Pierre para no desesperarse.

—¿Puedes buscarlo? Espero que siga en aquella casa alargada.

—¿La de los maestros de esclavos liberados?

Asintió.

—Cuéntaselo todo y tráelo contigo, por favor.

Abandonaron la torre del consejo a toda prisa. El médico se perdió entre el gentío del puerto, volviéndose y mirando a ambos lados a cada paso que daba. Matthieu corrió de vuelta a la casa de Misson. Encontró a Luna de pie en medio de la habitación. Su expresión reflejaba preocupación.

—Estaba soñando con un cazador en un desierto —dijo con la mirada un tanto perdida—. Yo era la presa.

—¿Conoces algún lugar en el que podamos escondernos hasta la noche?

—¿De quién hemos de escondernos?

—Te ruego que confíes en mí.

—La gruta en la que guardé la caracola… —murmuró ella, pensativa.

—Una gruta está bien —repuso, sin saber a qué se estaba refiriendo—. ¿Dónde está?

—En la base del acantilado.

—No podemos ir hacia el mar —se lamentó—. Nos sorprenderán a mitad de camino. Mejor dirijámonos hacia la montaña.

—El bosque de bambú —propuso ella sin cuestionarle—. En lo alto de la primera colina.

—No perdamos tiempo.

Luna se detuvo antes de salir.

—Podré recoger mi caracola en algún momento, ¿verdad?

—Pero ¿a qué caracola te refieres?

—Tú también has de confiar en mí —fue todo lo que ella contestó antes de echar a andar a toda prisa hacia el corazón de la isla.

21

A
travesaron un palmeral y enfilaron la ladera de una de las colinas que delimitaban el asentamiento. El bosque de bambú crecía allí donde el terreno comenzaba a ser más escarpado y frondoso. Ya casi habían llegado cuando Luna se detuvo y cerró los ojos. Un poco más arriba, el viento penetraba por los agujeros de los troncos, convirtiéndolos en una orquesta de flautas y oboes.

—¿Habías escuchado antes la voz de las plantas? —le preguntó Luna con una adorable ingenuidad.

Matthieu repasó el solitario paraje que se desplegaba a su alrededor. Parecía una pintura. El sol, a punto de ponerse, había inundado el cielo de toda una gama de rosados. Era un buen sitio para esperar a que llegase la hora de ir a encontrarse con Pierre. Desde allí podían controlar los movimientos de cualquiera que circulase por los aledaños de Libertalia. Respiró hondo. Tenía tantas cosas que explicarle… No sabía por dónde empezar.

—¿Sabes cómo nació el universo? —se adelantó ella.

—Cuéntamelo —le pidió él, aprovechando para serenarse.

Las flautas de bambú seguían componiendo su propia balada. Luna se colocó para mirarle directamente a los ojos.

—Antes de la creación del mundo había un ser único y vacío —recitó—. Era el amor. Estaba solo. Nada ni nadie aparte de él vivía, hasta que decidió dotarse a sí mismo de dos ojos. Los cerró y engendró la noche. Después los abrió y nació el día. Al poco la noche se encarnó en luna, y el día se encarnó en sol. Y, en ese instante al caer la tarde en el que ambos confluyeron en el cielo por primera vez, se enamoraron para siempre y engendraron el tiempo del hombre.

Calló. El cielo se desangraba en jirones de luz violeta.

—Es una historia preciosa…

—Relata tal y como fueron las cosas.

Matthieu pareció perderse en sus propios pensamientos. Al poco desplegó una abierta sonrisa.

—Hay algo más… —dijo.

—¿Algo más?

—El tiempo del hombre… surgido a partir del amor entre el sol y la luna… en ese momento en que ambos confluyen en el cielo…

Sol, tus rayos no llegan a tocarme…

—Es la solución al epigrama de Newton… —murmuró emocionado.

—¿Qué es un epigrama?

—Se refería a un momento…

—¿Un momento?

… Parpadea en la oscuridad como al principio

y yo, tu Luna, derramaré lágrimas sobre el fruto.

¿Qué eres tú sin mi caricia,

y qué puedo hacer yo, sino gritar, si te apagas?

—¡Cada día a la misma hora —estalló exaltado—, cuando apenas llegan a mirarse, lo suficiente para que surja el fruto! —Le cogió ambas manos con fuerza—. ¡El instante en el que fuimos creados! ¿Es ése el instante del alma? ¿Es el instante de la melodía?

—Mira —señaló ella.

El sol estaba a punto de esconderse y el reflejo de la luna se divisaba pálidamente a media altura.

—Justo ahora, en el mismo cielo…

—¡Ahora es cuando se miran el uno al otro!

—Es ahora cuando se aman…

Matthieu no podía creerlo. Había descifrado el jeroglífico alquímico. El experimento debía llevarse a cabo en ese instante mágico en el que todo el cosmos se alineaba para que la melodía pudiera viajar sin barreras, a través del espacio y el tiempo, hasta el origen. ¿Cómo no lo había pensado antes? El único instante en el que todo el universo vibraba en armonía… Pitágoras decía que la armonía no era sólo el orden de los sonidos sino también el orden divino del cosmos. La teoría de la música de las esferas —que tantas veces había salido a colación en las reuniones que se celebraban en casa de la duquesa de Guise— defendía que todos los planetas producían un tono vibratorio determinado por su distancia orbital a la Tierra, dando lugar entre todos, en un instante concreto, a una perfecta sincronía sonora. El equilibrio cósmico, como el matemático, tenía sus reglas. Al igual que en la naturaleza, todo estaba conectado.

La besó largamente. Todo parecía alinearse, también en su vida. Unas horas más tarde pondría rumbo a Senegal con la melodía encarnada en una mujer que le amaba y la solución al epigrama que permitiría a Newton completar el experimento. Mucho más tranquilo, le relató cómo se había introducido en un laberinto mágico que desembocó en el reino de los anosy, cómo navegó hasta allí desde Francia para transcribir su canto, un tesoro de notas y silencios que devolvería la vida a su familia. También le confesó cuáles eran las intenciones de La Bouche, y le juró que no debía preocuparse mientras estuviera a su lado, porque el destino había trazado un puente hasta la cubierta del barco que aquella misma noche los conduciría lejos de todo peligro.

El rostro de Luna se tornó serio.

—¿No te alegras de venir conmigo?

—Acabo de sentir que es para siempre.

—¿A qué te refieres?

—Jamás volveré a ver a mis hermanas.

Matthieu sintió un escalofrío. Ella supo al momento que había algo que no le había contado.

—Luna…

—No retengas palabras en tu boca.

—Las Matronas…

—No las retengas, no lo hagas…

—Todas ellas han…

En sus ojos percibió la sangre, la ceniza.

—¿Mis hermanas? —sollozó.

—Ambovombe.

—No, no, no…

—Lo siento tanto…

Trató de abrazarla de nuevo, pero ella se levantó llorando de forma desconsolada, gritando al cielo nombres en su idioma. Se revolvió y chilló como un animal salvaje al que le acabasen de echar el lazo. Parecía estar volviéndose loca. Sin decir nada más se lanzó ladera abajo, atormentada por los siseos de los troncos de bambú.

—¡Luna! —gritó.

No se detenía. Echó a correr tras ella. Cuando estaba a mitad de ladera escuchó el primer cañonazo. ¿Quién disparaba?

—¡Luna! ¡Por favor, detente!

Ella seguía alejándose.

Otro cañonazo. No podía ser… ¿Había comenzado ya la revuelta? Se suponía que para cuando eso ocurriera ya deberían haber escapado de la colonia. Otro más. ¡Provenía del puerto y esta vez parecía apuntar hacia la colina! Se tapó la cara con los brazos justo cuando el proyectil cayó peligrosamente cerca.

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