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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (41 page)

Apretó con fuerza los dientes y los puños. Temblaba de frío, pero se encontraba mejor que nunca.

Luna salió tras él.

Matthieu soltó una carcajada.

—¿Lo oyes?

Sonrió y asintió. Ella sabía que el mar sobre el que flotaban no era sólo agua y sal, y que el aire que respiraban no moría al llegar a los pulmones. Había nacido comprendiendo la conexión entre todos los elementos del cosmos, su constante vibración en la búsqueda de una armonía global.

Corrió al camarote para buscar unos pliegos pautados. Los marineros luchaban contra los aparejos. Acababa de rolar el viento y necesitaban hacer una maniobra rápida para que no se cargase el velamen y la presión quebrase el palo mayor. Cogió a Luna de la mano y ambos se acurrucaron bajo la escalerilla que subía al puente de mando. Y allí mismo, pegado a su sacerdotisa como si ambos fuesen un único cuerpo, comenzó a transcribir la tempestad en la partitura. Escribió los truenos que eran como timbales, y las mil gotas de lluvia que tintineaban como campanillas de percusión, y traspasó al papel el viento, dueño del océano, que en ocasiones era como el silbido cortante de un violín en máxima tensión y, en otras, como una densa sección de violonchelos sobre la que podía mecerse aquel adagio apasionado.

Cuando levantó la mirada del papel sintió que había recuperado el ritmo del corazón que realmente impulsaba su vida, detenido de improviso la tarde que murió su hermano. Sin pensarlo dos veces estiró el brazo y sacó la partitura fuera de la escalerilla que le había servido de parapeto, y permaneció así hasta que la primera gran ola que se precipitó sobre el barco se la llevó consigo.

Desde aquella noche los marineros le llamaron «el compositor de tormentas».

TERCER ACTO

1

E
l carruaje traqueteaba por la calle Saint-Antoine en dirección a la iglesia de Saint-Louis. Luna contemplaba desconcertada el mundo que estallaba al otro lado del cristal. La tierra de los anosy olía a una flor amarilla cuyos pistilos se quedaban pegados a las yemas de los dedos; la orilla del Sena, a paja húmeda y agua estancada. Apretaba la mano de Matthieu, cerraba los ojos y en su mente sonaba la voz de su Matrona. Le gustaba imaginar que estaba a su lado contándole el cuento del pájaro que tenía las alas pequeñas.

Matthieu no aguantaba más. Tan sólo faltaban dos días para el equinoccio de marzo y la amenaza que pesaba sobre los suyos le agarrotaba el pecho. Necesitaba hablar con su tío Charpentier, saber que tanto él como sus padres estaban bien, conocer cada detalle de lo que había acontecido durante el tiempo que había pasado fuera.

Se detuvieron frente a la entrada del templo. Sintió un breve aturdimiento. Se adivinaba una tenue mancha de la sangre de Jean-Claude sobre los escalones. Bajaron del carruaje y durante unos segundos él permaneció quieto, con la mente perdida.

—No le oigo tocar —dijo con preocupación—. A esta hora debería estar aquí.

Entró a toda prisa. Abrió la portezuela por la que se accedía a la opresiva escalera de caracol que llevaba a la segunda planta. Subió los peldaños de tres en tres y se asomó al balcón sobre el que se alzaba el órgano de tubos.

No había nadie.

Pasó la mano por el teclado.

—¿Dónde estáis? —susurró.

Se inclinó sobre la balaustrada. Buscó entre el humo de incienso y la luz espectral de aquella hora temprana tamizada por las cristaleras. Un par de mendigos se repartían un mendrugo, una beata cruzaba el embaldosado de rombos blancos y negros y un grupo de sacerdotes bisbiseaban en un rincón, al lado de un confesionario.

—¡Maldita pieza! —oyó renegar de pronto.

Rodeó emocionado el órgano y encontró al compositor agachado en la parte de atrás. Intentaba poner bien una regleta de madera y ni siquiera se había dado cuenta de que alguien había subido al corredor.

—¿Por qué no dejáis que lo haga yo? —le dijo Matthieu con una sonrisa de oreja a oreja.

Charpentier reconoció al instante la voz de su sobrino. Retrocedió a gatas y se puso en pie. Le contempló durante unos segundos antes de lanzarse a abrazarle.

—Mi pequeño Amadís de Gaula… —se emocionó.

—Estoy de nuevo aquí.

—Había llegado a creer que jamás…

Se separó para mirarle a los ojos.

—¿Y mis padres?

—Los dos están bien.

Suspiró.

—Lo peor ha sido no saber de vosotros.

El compositor se secó un par de lágrimas de alegría.

—Hemos pensado en ti cada segundo. —Le miró de arriba abajo, le acarició la barba que Matthieu no había recortado desde su partida—. Pero fíjate… ¡Tienes un aspecto fantástico!

—No os creo.

—Bueno, podría ser mejor. —Ambos rieron—. Tienes que contarme tantas cosas…

—Y vos también a mí. ¿Qué tal el resto de la familia?

—Todos están bien, no te preocupes.

—¿Habéis sabido algo de… —hizo una pausa— Nathalie?

Negó con la cabeza.

—Ya me conoces. Es posible que haya asistido a todas las misas que he interpretado sin que me haya dado cuenta. No puedo describirte lo que hemos pasado estos meses.

Matthieu adoptó un semblante más grave.

—¿Volvieron a ponerse en contacto con vos los asesinos de mi hermano?

—No.

—¿Y la policía? ¿Descubrió algo?

Charpentier siguió negando con la cabeza y habló con tono resentido.

—El lugarteniente De la Reynie no ha movido un dedo. Últimamente viene dedicando todos sus esfuerzos a resolver una nueva trama de envenenamientos entre gente de la nobleza. Lo único que busca son resultados rápidos que acrecienten su fama.

—Yo me encargaré de procurársela.

—¿Qué quieres decir?

—Ya os lo explicaré.

El compositor no podía dejar de mirarle.

—Pareces tan distinto… Es como si hubieras florecido.

—Los sabios africanos dicen que sólo florecen las ramas que honran a sus raíces. —Charpentier rió de nuevo, sorprendido y orgulloso—. Mi viaje tampoco ha sido fácil —añadió, liberando un poco de la tensión acumulada—. Me he enfrentado al peor monstruo que ha dado la especie humana, he presenciado la caída de Libertalia…

—¿Libertalia?

—La utopía con la que todos soñamos. —Miró a ambos lados—. Y lo más increíble es que vuelvo a la vida real y la siento más ajena que cualquiera de los días que he pasado en Madagascar.

—En verdad que pareces otro.

—Hay algo más.

—Tú dirás.

—Ya sabéis que se necesitan dos sonidos para construir la armonía.

Charpentier intuyó de inmediato a qué se refería. Se asomaron por la balaustrada. Matthieu señaló a Luna. Paseaba con discreción por la nave central de la iglesia, con la mirada fija en el altar. El compositor no pudo evitar sentirse conmocionado.

—Es muy bella.

—No podéis imaginar lo que siento cuando estoy a su lado.

—Tan distinta… —acertó a decir—. ¿Dónde la conociste?

—Es la última Matrona de la Voz.

—¿La sacerdotisa?

Luna miró hacia arriba. Matthieu le sonrió.

—Así han salido las cosas.

Charpentier soltó una carcajada nerviosa.

—¡Newton no va a creerlo!

—¿Está en París?

—Llegó hace dos semanas. Siempre confió en que regresarías a tiempo. —Siguió examinando a Luna desde la distancia—. Es fascinante…

—¿Recuerdas la leyenda que me contasteis la noche que fuisteis a verme a la Bastilla?

—«El alma misma era la canción…» —recitó.

—Ahora entiendo lo que quería decir. Este mundo es tan rico que hasta un alma que nació libre decidió encerrarse en una coraza de barro con tal de percibir la vida con todos sus matices. Cuando estoy con Luna percibo las cosas en todo su esplendor. Todo fluye, la música estalla en mis manos…

Charpentier le dio un nuevo abrazo. Luna, parada junto al altar, acariciaba la cera adherida a un candelabro.

—¿Era cierto lo que Newton descubrió sobre las Matronas de la Voz? —le preguntó con cierta prudencia—. ¿La has oído cantar?

Matthieu rebuscó en el interior de la bolsa y sacó una partitura.

—He tenido tiempo de copiarla durante el viaje. Con suma exactitud, no os preocupéis.

Charpentier la cogió con delicadeza.

—Me estás diciendo que esta que tengo entre mis manos es realmente…

—La partitura de la melodía original.

—Dios mío… —Acarició los pentagramas. Cerró los ojos. Movía los labios levemente, como si leyera las notas al deslizar los dedos sobre el papel. Tenía en sus manos la melodía del alma…—¿Sabe alguien más que has vuelto? —le apremió despertando del hechizo—. Hemos de hablar cuanto antes con el ministro Louvois para que convoque de inmediato una reunión con el rey.

—¿Están mis padres en casa?

—Tienes razón —corrigió—. Deja que recoja mis cosas y vayamos ahora mismo a verlos.

Le devolvió la partitura y comenzó a ordenar con rapidez las hojas emborronadas que tenía sobre el teclado y a meter los carboncillos en un estuche, pero se detuvo antes de terminar.

—¿Qué ocurre?

—Será mejor que ellos vengan aquí. No deberías pasearte por París hasta que todo esto acabe. Hemos de pensar en cómo vamos a hacer para…

—Vayamos a casa —le interrumpió Matthieu, resolutivo.

Charpentier adivinó un brillo en sus ojos.

—¿En qué estás pensando?

—Os lo contaré por el camino. Hemos de darnos prisa.

Cuando lo vieron aparecer, el maestro escribano y su esposa creyeron estar soñando. Le palpaban con emoción desgarrada, aplastaban al hijo contra sus cuerpos. Los interminables meses se les antojaron de repente minutos. Matthieu estaba allí, con toda la vida por delante, para vivirla por sí y por Jean-Claude.

—¿Qué importa ya lo que pueda ocurrirnos a nosotros? —decían.

Matthieu les presentó a Luna. La madre supo desde el primer momento que su hijo era feliz junto a aquella extraña mujer. El maestro escribano estaba desconcertado. ¡Era una indígena, por Dios! Pero al mismo tiempo debía rendirse a su rara hermosura: la perfección en las formas, la piel tensa y aquellos ojos moteados de estrellas que mostraban un desconocido firmamento que Matthieu, pensaba la madre con orgullo, tenía la suerte de poder surcar. Trataron de brindarle desde el primer momento todo tipo de atenciones, pero Luna no dejaba de sentirse perdida en la casa. Tan pronto le atraía cualquier objeto convencional, que cogía sin rubor y examinaba por los cuatro costados con curiosidad científica, como le invadía una ansiedad repentina que le obligaba a salir corriendo a la calle para respirar.

—Se encontrará mejor después de darse un baño y ponerse ropa limpia —dispuso la madre, ausentándose con ella para dejar que los hombres hablasen a solas.

Un rato después, acurrucada en el barreño, Luna observaba con detenimiento las arrugadas yemas de sus dedos. En el sur de Madagascar donde le tocó nacer no manaban los estanques sulfurosos propios de otras regiones que habían conocido las Matronas de la Voz de más edad, y el estar sumergida en agua tan caliente le producía una sensación desconocida, le excitaba. Se levantó y dejó que la película líquida fuera escurriéndose poco a poco de su cuerpo. Desde que Matthieu apareció en su vida se contemplaba a sí misma de diferente forma, se sorprendía acariciándose donde él lo hacía, recorriendo con los dedos sus propias curvas y huecos como si estuviera acariciando su caracola blanca. Caminó desnuda hacia la ventana que daba al patio de la casa. Pegó las manos al cristal y vio cómo el joven músico movía las suyas de forma expresiva mientras su padre y su tío asentían sin cesar.

—Hemos de actuar ya —estaba urgiendo Matthieu a ambos.

—Lo que propones es muy arriesgado —replicaba el maestro escribano.

—Te recuerdo que sólo faltan dos días para el equinoccio, padre.

—He discutido varias veces con Newton acerca de por qué los asesinos de tu hermano querrían tener la partitura a toda costa antes de esa fecha —comentó Charpentier—. No quiere admitirlo, pero sin duda está ligado con algún aspecto del experimento que se le escapa. Él mismo, que entiende la alquimia como un proceso acelerado de florecimiento, siempre ha considerado la primavera como la estación más fructífera para sus trabajos.

—¿Qué demonios tiene el 20 de marzo? —exclamó el maestro escribano—. El rey también está obsesionado con esa fecha.

—¿Por qué dices eso?

—Pasado mañana se celebrará el acontecimiento que lleva meses esperando.

Matthieu no tenía la menor idea de a qué se refería.

—¿Qué acontecimiento?

—La inauguración de la inmensa Galería de los Espejos que ha de unir las dos alas del palacio.

—Una fiesta en Versalles…

—Toda Europa está enterada. Según dicen, ha cubierto las paredes de la galería con casi cuatrocientos espejos y los techos han sido pintados por el mismísimo Charles Le Brun —le informó, refiriéndose al artista más renombrado del momento.

—¿Y si el equinoccio no tuviera nada que ver y los asesinos sólo quisieran confundirnos?

—¿Cómo?

—¿Por qué el rey escogió precisamente esa fecha para la inauguración?

—Tiene su explicación —intervino Charpentier—. Ese día del año los dos polos de la Tierra se encuentran a igual distancia del Sol, por lo que el planeta está perfectamente alineado. El rey quiere descubrir sus espejos justo cuando los rayos penetren en la galería en la dirección precisa. Imagínalo… Estallarán en el cristal con todo su esplendor y devolverán una imagen mágica de los jardines.

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