En ese momento el árbol dorado se vino abajo. Al científico le cambió radicalmente la expresión, pero no hizo ningún comentario. Observó estupefacto cómo el preparado volvía a fundirse y adoptaba los mismos tonos verdosos y luego ocres de hacía un rato.
—¿Qué demonios ocurre aquí? —masculló Newton sin esperar una respuesta.
A partir de entonces no hubo más muestras de júbilo. Newton repasaba los tiempos que le marcaba la partitura con suma atención, esperando el momento en que había de apagar definitivamente el fuego. Y entretanto fueron engendrándose nuevos tallos que, tarde o temprano, volvían a convertirse en una masa dorada burbujeante.
—Quizá el rey tuviera razón… —intervino Charpentier un tanto desilusionado al convencerse de que el experimento no estaba yendo como debía.
—¿A qué te refieres?
—A cuando dijo que tal vez Dios no quiera que llevemos a cabo la transmutación.
—¡Él me escogió! ¡Calla de una maldita vez!
—Puede que hayamos errado en algo —intervino Matthieu—. El epigrama…
—¡La solución al epigrama es correcta! —renegó Newton, todavía enfurecido por no haber sido capaz de descifrarla él—. ¡Comencé la cocción en el momento exacto, y a partir de entonces no he dejado pasar ni uno solo de los tiempos que marca la partitura!
Luna les habló desde el hueco que conectaba con la celda.
—Quizá sea por la melodía…
Se volvieron hacia ella.
—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Newton muy serio.
—Tal vez mi canto estuviera adulterado.
Matthieu intervino al instante.
—Seguid atentos a la Piedra —les pidió antes de introducirse con Luna en la celda y tranquilizar al científico con cuatro palabras que a éste le bastaron para volver a enfrascarse en su tarea—. La melodía es correcta.
Se sentaron en el camastro. La abrazó. No se había atrevido a decirles que Luna había infringido el protocolo de las Matronas de la Voz que le exigía preservarse de las injerencias de cualquier musicalidad ajena. Era cierto que, desde que ella escapó del reino de los anosy, había escuchado el canto del
griot
en el barco, las desgarradas danzas de los violinistas borrachos que alegraban las noches de Libertalia e incluso… Volvió a estremecerse. También había escuchado la música que él mismo había interpretado para ella, aquella mañana en casa de Misson, cuando no se resistió a dedicarle unas líneas del
Orfeo
de Monteverdi después de acariciar juntos el alma del violín.
—¿De verdad crees que ha podido ocurrir? —le preguntó—. No es posible que en tan poco tiempo se haya adulterado. Es tu melodía, siempre la has cantado igual, desde niña…
Luna le abrazó con más fuerza aún.
—No digo que se haya contaminado por las músicas que he escuchado.
—¿Y entonces?
—Temo que haya sido por el amor que siento por ti. ¿Cómo podría cantarla del mismo modo después de saberte parte de mí? Todo lo que he hecho desde el día en que te vi sobre la cubierta del barco está impregnado de ese amor. Yo jamás seré la misma, y temo que tampoco lo sea mi melodía.
—El amor no destruye —la tranquilizó—. El amor crea.
Ella sonrió con aquella dulzura inmensa. Matthieu recorrió la comisura de sus labios y vino a su mente la playa desierta de Fort Dauphin vista desde el mar, anegada de luz, y los lémures bailando a su alrededor con el signo de interrogación en la cola, y las hojas de palmera como plumas de pavo real, y el tronco del baobab. ¡Cuánta pureza! Tan lejos, como en un difuminado sueño…
En ese momento percibió aún más tristeza en sus ojos.
—No quiero que te pase nada.
Ella apoyó levemente la mano en los labios del músico para que no siguiese hablando y comenzó a cantar la melodía. ¿Por qué en aquel momento? Matthieu tuvo un trágico presentimiento y estuvo tentado de pedirle que no lo hiciera. Algo le decía que jamás volvería a escucharla. Trató de relajarse. Todo iba bien, Newton terminaría pronto el experimento y podrían desaparecer… ¿A qué lugar pertenecían? ¿Dónde estaba el universo imaginado en el que se sumergieron la mañana que hicieron el amor en casa de Misson? Por fin consiguió dejarse llevar y cerró los ojos. La melodía le penetró hasta los confines de su alma, que estaba compuesta de las mismas notas y silencios, y tras buscar el modo de salir de la celda se filtró por la rejilla situada junto al techo. Ya libre en los jardines, jugó con el viento que hacía susurrar la arenisca, se deslizó entre los setos y celosías, dibujó giros sobre las copas de los árboles y rozó la superficie de los estanques formando círculos concéntricos en el agua. El canto de Luna fluía de una única garganta, pero sonaba como una coral completa al fundirse con el trino de los pájaros, con los chorros de las dos mil fuentes de Versalles, con el golpeteo de los cascos de los caballos sobre los adoquines de la entrada Este, con las historias de Grecia y Roma que narraban las figuras de bronce recostadas en los parterres. Matthieu comprendió que Luna contaba de antemano con aquella orquesta mágica como acompañamiento. Utilizaba todos los sonidos que la envolvían, los objetos que la rodeaban y los sentimientos de quienes la escuchaban. Por eso su canto se aferraba a los corazones y los hacía estremecer.
Mientras tanto el rey, ajeno al canto que emergía del sótano y sobrevolaba sus jardines, seguía encaramado a la tarima del trono paladeando la llegada del momento cumbre de la ceremonia. Observaba con atención cómo los rayos de la tarde atravesaban los ventanales de la galería e iban adoptando el ángulo propicio que en unos segundos les haría chocar de pleno contra la pared del fondo. Todos los invitados esperaban el momento, quietos como estatuas griegas, aguantando la respiración bajo sus túnicas y guirnaldas.
—¡Descubrid los espejos! —ordenó de pronto.
Una hueste de sirvientes dispuestos a lo largo de toda la galería tiraron al mismo tiempo de las telas. En un primer momento ni siquiera se escucharon exclamaciones de asombro. Los nobles contemplaban boquiabiertos cómo los rayos del equinoccio se reflejaban en los cientos de espejos de la galería como una constelación entera de estrellas.
—¡Adsorbed el resplandor de la Corona! —exclamó el rey, rebosante de gozo.
Los gentilhombres estallaron por fin en una algarabía y se arremolinaron buscando un hueco libre para poder verse reflejados de cuerpo entero. Señalaban sus propias imágenes y reían mientras los espejos les devolvían una gigantesca y descarnada mirada de su mundo ficticio: las caras maquilladas, envueltos en túnicas de épocas pasadas, rodeados de esculturas de mazapán y de una legión de sirvientes que danzaban al unísono trazando con sus bandejas una amanerada coreografía.
En ese mismo instante, la melodía que Luna seguía cantando desde el sótano hizo un tirabuzón sobre la fuente de Latona y se encaminó con discreción hacia la galería. Atravesó las ventanas entreabiertas y fue apoderándose de los enajenados nobles. Antes siquiera de que aquéllos se percatasen de que la estaban escuchando comenzaron a sentir un hormigueo, y al momento un nudo en el estómago y unas irremediables ganas de llorar. No entendían lo que ocurría. Se miraban unos a otros sin decir una palabra. Primero pensaron que era debido a la tremenda impresión que les había causado el descubrimiento de los espejos, pero pronto adivinaron que se trataba de algo más profundo. Poco a poco fueron notando la presencia de aquel canto cautivador que los estaba inundando por completo. ¿De dónde procedía? Lully repasaba uno por uno a sus músicos pensando que era alguno de ellos quien lo interpretaba; Le Brun alzaba la vista al techo para cerciorarse de que no eran los ángeles de sus pinturas quienes tocaban; y el cronista Félibien contemplaba la escena sin saber cómo llevar al papel lo que estaba ocurriendo, ya que era algo tan sublime que no podía ser descrito con palabras, ni siquiera con sus habituales superlativos. Llegó un momento en el que los gentilhombres no aguantaron más y rompieron a llorar. Derramaron ríos de lágrimas frente a sus reflejos. El rímel se mezclaba con la pintura de la cara y dibujaba máscaras de tragedia. El rey, aún alzado sobre el estrado del trono, era el único que a duras penas lograba resistirse al hechizo. Pero aquella melodía no dejaba de azotarle en lo más profundo de su ser…
Fue entonces cuando percibió el ruido. Al principio estaba solapado tras el canto, pero cada vez se hacía más presente. Le recordaba al sonido que la capa de hielo que en invierno se formaba en los estanques hacía al quebrarse. Trató de agudizar el oído para localizarlo.
Se estremeció.
Uno de los espejos se estaba resquebrajando.
Como la capa de hielo, su espejo…
«Esto no está ocurriendo. Es una pesadilla…»
La raja se ramificó como una red que pronto se apoderó de los espejos siguientes, y poco a poco de los más alejados hasta que no quedó uno solo intacto. Los nobles, embrujados por la melodía que seguía creciendo en intensidad, no podían apartar los ojos de aquella visión aún más desgarradora de sus vidas rotas. En un momento dado la tensión se hizo insoportable y, ante la desesperación del rey, que ni siquiera fue capaz de gritar, los casi cuatrocientos espejos de la galería estallaron en una apocalíptica lluvia de cristales.
Saltó de la tarima y corrió sobre los pedazos. Los gentil-hombres gritaban aterrados mientras se arrancaban de la cara y los brazos las virutas salpicándolo todo de sangre. El rey abandonó la galería quitándose de encima a los nobles fuera de sí y a los consejeros que le atosigaban temiendo que se hubiera hecho cortes graves y se dirigió hacia la puerta secreta que comunicaba con el sótano donde estaban llevando a cabo el experimento. Arrancó una daga del cinto de uno de los guardias suizos que la custodiaban y se lanzó escalera abajo.
—¿Qué habéis hecho? —gritó desde el corredor.
Encontró a Newton sentado cabizbajo junto al horno. Charpentier se había apoyado en un rincón. Ellos también habían caído bajo el yugo de la melodía que Luna, sumida en una especie de éxtasis, seguía cantando en la celda.
—¡Mis espejos están rotos!
El científico levantó la mirada.
—¿Cómo?
—¿Qué os pasa? ¿Acaso no oís esa música maldita?
—¿Cómo podríamos no oírla? —musitó Charpentier.
—¡Esa mujer es el mismo demonio! —se desgañitó mientras se tapaba los oídos y la buscaba por la estancia.
Se asomó a la celda. Luna seguía sentada en el camastro, abrazada a Matthieu. El soberano amenazó al músico con la daga.
—¡Dile que calle!
—¿Por qué me pedís eso?
En aquel momento ya eran todas las Matronas de la Voz las que cantaban a través de su garganta.
—¡Dile que se detenga! —insistió ciego de ira.
—¿No os dais cuenta? —se le enfrentó el músico—. ¡Escuchadla, sire! ¿No sentís la esencia? ¡Es amor divino en forma de música!
—¡Ha destruido mis espejos! ¡Si canta una sola nota más…!
Fue ella la que gritó de repente:
—¿Qué haréis?
Se hizo el vacío en la estancia.
—No me provoquéis…
—¿Acaso os creéis capaz de quitarme algo que no me pertenece? —siguió desafiándole Luna—. ¿Quién es tan ingenuo como para creer propia la vida? Sólo soy un eslabón en la infinita cadena de la Naturaleza.
Todos callaron. El rey, lejos de enojarse más, pareció apaciguarse al saborear el silencio que por fin se había instalado a su alrededor. Regresó despacio a la estancia contigua.
—¿Habéis terminado el experimento?
—El experimento… —murmuró Newton, derrengado en la silla.
—¿Dónde está mi Piedra?
—No ha funcionado —murmuró el inglés.
—¿Cómo?
—Lo lamento, sire.
El rey se lanzó hacia el crisol. No podía creerlo. Allí tan sólo había una pasta requemada. Todo el odio que albergaba volvió a hervir de súbito. Gritando como un loco, barrió con el brazo el instrumental que había sobre la mesa, haciéndolo añicos. Se fijó en que Newton todavía tenía la partitura en sus manos. Se la arrancó y la rompió en mil pedazos que desperdigó por la estancia.
—¿Qué hacéis? —gritó Matthieu.
—¡Terminar con esta farsa! ¿Para esto he esperado durante meses?
—¿Cómo podéis no daros cuenta de que el verdadero tesoro es la melodía?
El rey aprisionó contra la pared a Matthieu, que se dolió de la herida del hombro. Luna se lanzó a defenderlo con la furia de una pantera, pero el rey se la quitó de encima empujándola hacia atrás y haciéndola caer al suelo.
—¿Qué tesoro? —le gritó al músico—. ¿Acaso puedo tocarlo? ¡Me habéis engañado, y tú pagarás por todos!
—¿Qué vais a hacer? —gritó Charpentier, horrorizado.
—¡Ni siquiera conseguisteis el tratado para comerciar con esa isla del demonio! —siguió el soberano—. ¡Todo era mentira! ¿Cómo quieres que me conforme con una mísera melodía?
Matthieu, sin amilanarse por el filo de la daga, le habló con una serenidad pasmosa.
—Esa melodía nos muestra la verdad. Quizá no os transmute de inmediato, y seguro que no os proporcionará ni el conocimiento absoluto ni el oro que esperabais obtener de la Piedra. Pero decidme: cuando la habéis escuchado, ¿no habéis vislumbrado durante un segundo el confín más remoto de vuestra alma, esa esencia divina no adulterada que aún perdura, aunque ya casi apagada, en todos nosotros? —Tomó aire y siguió hablando con delicadeza, atravesando al rey con una mirada en la que depositó todo lo que había aprendido—. Es la sabiduría que precisaba un mundo enfermo. La melodía nos muestra lo que fuimos cuando el Creador nos hizo puros y nos marca el camino por el que hemos de dirigir nuestros pasos para volver a serlo. —Hizo una breve pausa—. ¿Acaso no sois el más grande de todos los hombres? Pues guiad al mundo hacia esa nueva era que preconiza Newton. ¡Guiadnos a todos!
¿Por qué le subyugaban los ojos de aquel joven? ¿Por qué escuchaba sus palabras como si fueran las de un profeta? Se cuestionó si sólo estaría buscando confundirle. Se dirigía a él como el guía, como el más grande de todos los hombres, pero lo que en realidad hacía, al igual que poco antes había hecho la melodía, era recordarle su ínfima condición humana. No soportaba que le tratasen así, que le mirasen así. Él era un dios, era el Sol en la Tierra…
Apretó aún más la daga contra su cuello.
—Un momento… —saltó Newton.
—¡Majestad, escuchadle! —se esperanzó Charpentier, atisbando un brillo conocido tras la expresión del científico.