—El Rey Sol dice que, a punto de morir, sólo podía pensar en la noche que ese misterioso violinista compuso su primera tormenta. ¿De quién se trata?
Fabien Rocher no pudo frenar una abierta sonrisa.
—La verdad es que yo tampoco lo sé. Pero termina de leer el manuscrito y entenderás por qué te lo he mostrado. Te aseguro que no vas a creerlo.
Michael retrocedió unas líneas antes de seguir.
… ¡Qué distinta habría sido la muerte! Sé que me quedan apenas unas horas antes de convertirme en un fardo de piel reseca sobre esta cama, y sólo pienso en la noche que compusiste tu primera tormenta.
¿Por qué no me di cuenta de que podía haber reinado por siempre más allá del Sol? ¿Cómo pudo cegarme de tal modo, hasta el punto de impedir que divisase la isla de la luna? Fui tan ingenuo como para pensar que lo infinito cabía en este mundo minúsculo. ¿A qué dios que se precie de serlo le interesarían las miserias que ofrece esta vida breve, imperceptible desde la inmensidad del cosmos? ¡Maldito Matthieu! Apareciste en el momento preciso para anunciarme que estaba por nacer una nueva era, y a mí, que creía poderlo todo, me faltó valor para cambiar el mundo. Aún recuerdo la noche de la Orangerie, cuando tiraste al suelo mis naranjos. Ya entonces percibí en tus ojos la grandeza de los elegidos. Estabas tan vivo… como un ángel que ha sobrevivido al trance de la muerte. Pero aparté la mirada y seguí obsesionado con enfundarme jubones de la seda más satinada, mi ambición creaba demonios en el África pura, ni siquiera me percataba de que mis posesiones europeas estaban amenazadas, fundía obras de arte para construir cañones que se oxidaban en el campo de batalla… y desprecié tu melodía. Una melodía sin un ápice de plomo, sólo oro. Una melodía que era sólo amor. ¿Qué somos, ahora lo sé, sino amor?
Amor.
Amor.
Amor.
Querría escribirlo mil veces, pero eso no me permitirá volver atrás. Yo rebané el cuello que la entonaba. ¡Yo callé para siempre la melodía del alma!
Queda poco tiempo. Al otro lado de la puerta se agolpan los gentilhombres esperando escuchar mi último suspiro. Los oigo jadear ansiosos. El viento que se filtra por las rendijas del ventanal mueve las cortinas, pero ya apenas siento calor ni frío. Hace años que no merezco sentir. Maté a tu amada y me castigaste con tu mirada clemente. Si me hubieras odiado todo habría sido tan fácil… Pero volviste a mi lado para que comprendiera lo que había hecho, para contarme su historia y grabar a fuego en mi frente la marca de mi inmundicia. ¡Cuánto tiempo pasé después en el Bosquete de Rocallas tratando de escuchar la melodía, buscando la caracola en la que, según decías, estaba resguardada! Gateaba por las repisas de la cascada acercando la oreja a una y otra concha y sólo conseguía parecer un demente a los ojos de los nobles. Qué poco me importaba eso ya. Mi verdadera condena fue tu compasión, tu promesa de que, cuando yo muriera, regresarías una vez más a este palacio para tocarla con tu violín y trazar un camino que me guiase al inmerecido paraíso.
La madrugada del 1 de septiembre de 1715 me engulle. Sé que no habrá otro amanecer, que mis rayos no podrán vencer a la oscuridad. Sólo confío en que, escribiendo estas líneas, pueda acallar los gritos de la culpa que me impide conciliar el sueño desde hace años. Soy un dios hecho hombre que sólo quiere dormir una noche, una sola antes de morir, aunque caiga presa de una pavorosa pesadilla.
Así terminaba el manuscrito. Sin rúbrica, ni un sello lacrado. Michael lo dejó sobre la mesa. Se aflojó un poco más el cuello del frac y respiró hondo. Miró a su amigo.
—Habla de volver a tocar esa melodía tras su muerte… Es lo mismo que Rachel me hizo prometer.
—Me di cuenta al momento —dijo Fabien—. Por eso te traje aquí.
Volvió a leer despacio, ahora en voz alta.
—«… tu promesa de que, cuando yo muriera, regresarías una vez más a este palacio para tocarla con tu violín y trazar un camino que me guiase al inmerecido paraíso.»
—¿Qué sientes?
—¿Piensas que se refiere a la misma melodía que yo creí componer hace años?
—Es la melodía del alma.
—¿De verdad crees que el mito de la melodía original es real? ¿Me estás diciendo que alguien la descubrió hace trescientos años y que desde entonces ha vagado por el más allá esperando a que yo la recogiera? ¿Por qué yo?
—¿No te das cuenta, Michael? No lo lograste solo.
—No te entiendo.
—Fuisteis Rachel y tú.
—Fabien…
—¿Acaso cabría un amor más profundo que el vuestro? ¿No fue ese amor tu mejor composición? Ninguna música, salvo la melodía original, podría describirlo.
Michael estaba confundido. Un sinfín de emociones estallaba en su pecho al mismo tiempo.
—Dios mío… ¿Dónde está la isla de la luna que menciona el manuscrito?
—No lo sé, pero lo que afirma con toda claridad es que la melodía está resguardada en una de las caracolas del Bosquete de Rocallas —le recordó Fabien con una clara insinuación.
—¿Te refieres al Salón de Baile que hay cerca de la fuente de Latona?
—Sí. Su cascada está construida con caracolas de Madagascar.
—Es cierto…
—Y es uno de los pocos parterres del Rey Sol que se conservan intactos.
—He de ir allí ahora mismo.
—Telefonearé al jefe de seguridad para que se ocupe de que te dejen pasar a los jardines —resolvió Fabien de inmediato—. Ve directo a la puerta del lado sur, por la carretera de Saint-Cyr.
—Dame un abrazo.
Fabien arropó con mimo el manuscrito en la funda de tela y volvió a guardarlo en su caja. Lo dejó en el mismo cajón del que lo había sacado y apagó la luz del flexo. Abandonaron el archivo y bajaron la escalera de servicio que llevaba a la parte trasera del escenario del palacio Garnier. Un intenso oleaje de violas inundaba los pasillos. Michael se detuvo en su camerino para recoger su Stradivarius. Pasó junto al personal del teatro que permanecía entre bambalinas sin que nadie se atreviera a dirigirle la palabra. Se despidió de su amigo frente a la puerta corredera de cristal y salió al aparcamiento privado de la calle Scribe. Estaba comenzando a llover. Por un momento se sintió agredido por el ruido de la ciudad, las luces de faros y comercios destellando en las primeras gotas… Pasó junto a los chóferes de los coches oficiales, cruzó la verja y paró un taxi.
—Lléveme al palacio de Versalles.
—¿Ahora?
—Deprisa. Mi mujer me espera.
Mientras rodeaban el perímetro de Versalles bajo una lluvia intensa, Michael no podía quitarse de la cabeza la imagen del Rey Sol inerte en su lecho. Se preguntaba una y otra vez si cuando escribió el manuscrito ya sabía que él lo leería trescientos años después. ¿Por qué yo?, pensaba. ¿Cómo puedo ser tan vanidoso como para creerme un elegido? Pero las referencias eran tan exactas… Recordaba las angustiosas palabras del soberano anunciando el nacimiento de una nueva era, suplicando que alguien tuviera el valor de volcar la melodía sobre el mundo corrompido, y le estremecía darse cuenta de que en aquel mismo instante los más importantes mandatarios del planeta se encontraban reunidos bajo el techo del palacio Garnier. No podía tratarse de una casualidad. Desde que tocó la melodía por primera vez para Rachel ya percibió su grandeza. Era un hilo dorado, sin principio ni final, depositado por algún dios en un universo paralelo. Un hilo dorado que enlazaría cada partícula de este mundo perdido…
El taxi se detuvo en la puerta de acceso situada junto al Estanque de los Suizos. Pagó con un billete que superaba con creces la tarifa. Le estaban esperando dos guardias de seguridad cubiertos con impermeables militares. Abrieron la portezuela para que entrase y le saludaron al tiempo que le daban un paraguas. Cuando se disponían a acompañarle, el músico les dedicó una mirada de súplica desde el interior de su frac completamente calado, rogándoles que le dejasen ir solo.
—Le esperaremos en la caseta del guardia —accedió el que parecía estar al mando.
Le indicó por dónde tenía que cruzar y le prestó una linterna. Michael echó a andar con decisión. Pasó junto al parterre exterior de la Orangerie. No podía siquiera imaginar que allí comenzó todo, con otra tormenta que se desató de improviso la noche de la presentación de
Amadís de Gaula.
Quizá no era otra tormenta, sino la misma que ahora se desperezaba con los primeros truenos, la misma que Matthieu copió en su partitura en medio del océano, las mismas nubes preñadas de tempestad que Newton imaginaba en sus predicciones del Apocalipsis. Rodeó el Bosquete de la Reina, construido en el mismo lugar que en su día ocupó el Laberinto, y enfiló el sendero curvo que se internaba en el Bosquete de Rocallas. Caminó bajo los árboles hasta que aquel mágico anfiteatro se abrió ante él. La lluvia chapoteaba sobre el escenario de mármol. Giró sobre sí mismo: las gradas cubiertas de césped, los candelabros dorados, la cascada. La cascada… La contempló como nunca antes lo había hecho, tratando de absorber el encantamiento que albergaban las conchas de Madagascar adheridas a la piedra.
«¡Cuánto tiempo pasé después en el Bosquete de Rocallas tratando de escuchar la melodía, buscando la caracola en la que estaba resguardada!», se dijo, recordando las palabras del Rey Sol.
La fuente estaba apagada, pero la roca negra tallada y las conchas mojadas por la lluvia brillaban al paso del haz de luz de la linterna. La dejó en el suelo. Se acercó y acarició una de las caracolas. ¿Cuál de ellas sería la que mencionaba el manuscrito? Volvió al centro del escenario y sacó su violín de la funda de piel. Apartó el flequillo mojado que le caía sobre la cara y colocó el instrumento en posición. Respiró hondo la esencia de mandarina que aún perduraba en la solapa del frac. No necesitó pensar en lo que iba a tocar.
La melodía fluyó con suavidad.
Parecía elevarse hacia el cielo esquivando las gotas.
El hilo dorado, por fin liberado, se apoderó del bosquete, y al momento de todos los jardines de Versalles, y al igual que en la noche de los espejos patinó sobre la gravilla, se deslizó entre los setos y celosías, dibujó giros sobre las copas de los árboles y dejó su marca en el agua al rozar la superficie de los estanques. Cuando hubo reconocido cada rincón, siguió desde el aire la vía del tren de cercanías hasta las calles de la periferia de París y surcó el Sena a media altura hasta llegar a la Cité, y pasó entre las torres de Notre Dame y se deslizó sobre la cúpula de la iglesia de Saint-Louis antes de extenderse por todo el centro de la ciudad.
Para entonces el concierto del palacio Garnier ya había terminado. Los mandatarios de los diferentes países estaban en sus hoteles. La melodía se introdujo por cada rendija de cada edificio, por los conductos de ventilación y las rejillas de las cocinas, por los ventanales entreabiertos y las chimeneas sobre los áticos bohemios. Y todos los que aquella noche se encontraban en la ciudad de la luz notaron un leve espasmo en el corazón. Algunos, movidos por un inesperado impulso, se observaron largamente en el espejo, otros se asomaron a las ventanas, sintiendo que cabía un poco más de aire en sus pulmones, otros permanecieron un rato sentados en el borde de la cama, preguntándose qué ocurría mientras contemplaban con una repentina serenidad a la persona que tenían al lado.
—El camino secreto se dirige hacia el interior… —decía uno, apoyado en la cristalera de su habitación.
—En nosotros, y en ninguna parte más, están la eternidad y sus mundos… —decía otro que había salido a la escalera de incendios.
—El pasado y el porvenir —sollozaba una mujer mientras esperaba que su hijo descolgase el teléfono en un país lejano.
Michael no dejaba de tocar. Deslizaba las crines de caballo sobre las cuerdas y arrancaba del violín palabras sueltas que se ordenaban a su antojo: el origen, cuando sólo éramos barro, y el Amor abrió los ojos y nació el día, y los cerró y nació la noche, la compasión de Matthieu, que dibujó más allá de la muerte un horizonte teñido de rosa, como los horizontes de África, la partitura de la tormenta, la armonía total, cada vez más próxima…
Sintió que el alma de Rachel se alejaba, y al mismo tiempo comprobó que no la perdía. ¡Sigues conmigo!
No podía ser más feliz.
Los dos eran uno, uno, por siempre uno.
Dejó de tocar. Se le cayeron los brazos. Levantó la vista al cielo, hacia la isla de la luna. La lluvia le golpeaba en la cara.
—No te olvides de esperarme, mi amor…
Se tumbó en el suelo, acurrucado sobre el mármol frío. Colocó a su lado el instrumento con sumo cariño y cerró los ojos. Las voces de las caracolas… El arrullo de las hojas movidas por el viento… Tam… Tam… Tam… escuchó, mientras el violín se llenaba con el agua de la tormenta.
Fin
Opera Garnier, París
1 de septiembre de 2010, 21:08 horas
M
ichael Steiner contemplaba fascinado el manuscrito que unos minutos antes había caído en sus manos. ¿Cómo era posible que cupiera tanta emoción en apenas cuatro páginas? Jamás habría imaginado al Rey Sol muriendo solo, atormentado no por su pasado errático, sino por no haber tenido el valor suficiente para cambiar el futuro.
El suelo del archivo vibró con un redoble de timbales. Resonaban los ecos del
Diálogo del viento y del mar
de Claude Debussy que, en ese mismo instante, alcanzaba el clímax en el escenario. Michael levantó la vista.
—El Rey Sol dice que, a punto de morir, sólo podía pensar en la noche que ese misterioso violinista compuso su primera tormenta. ¿De quién se trata?
Fabien Rocher no pudo frenar una abierta sonrisa.
—La verdad es que yo tampoco lo sé. Pero termina de leer el manuscrito y entenderás por qué te lo he mostrado. Te aseguro que no vas a creerlo.
Michael retrocedió unas líneas antes de seguir.
… ¡Qué distinta habría sido la muerte! Sé que me quedan apenas unas horas antes de convertirme en un fardo de piel reseca sobre esta cama, y sólo pienso en la noche que compusiste tu primera tormenta.
¿Por qué no me di cuenta de que podía haber reinado por siempre más allá del Sol? ¿Cómo pudo cegarme de tal modo, hasta el punto de impedir que divisase la isla de la luna? Fui tan ingenuo como para pensar que lo infinito cabía en este mundo minúsculo. ¿A qué dios que se precie de serlo le interesarían las miserias que ofrece esta vida breve, imperceptible desde la inmensidad del cosmos? ¡Maldito Matthieu! Apareciste en el momento preciso para anunciarme que estaba por nacer una nueva era, y a mí, que creía poderlo todo, me faltó valor para cambiar el mundo. Aún recuerdo la noche de la Orangerie, cuando tiraste al suelo mis naranjos. Ya entonces percibí en tus ojos la grandeza de los elegidos. Estabas tan vivo… como un ángel que ha sobrevivido al trance de la muerte. Pero aparté la mirada y seguí obsesionado con enfundarme jubones de la seda más satinada, mi ambición creaba demonios en el África pura, ni siquiera me percataba de que mis posesiones europeas estaban amenazadas, fundía obras de arte para construir cañones que se oxidaban en el campo de batalla… y desprecié tu melodía. Una melodía sin un ápice de plomo, sólo oro. Una melodía que era sólo amor. ¿Qué somos, ahora lo sé, sino amor?