—¡El epigrama marca el momento en el que ha de iniciarse el experimento —comenzó a deducir en voz alta—, que tal y como creíamos es el instante en que el sol se pone y contempla a la luna en el cielo, pero…
—¡Seguid! —le rogó Charpentier, comprobando con pavor cómo la daga temblorosa del soberano hacía fluir las primeras gotas de sangre en el cuello de su sobrino.
—¡Pero el epigrama se refiere al instante en que eso ocurre en la isla de la melodía!
—¿En Madagascar?
—¡Claro! ¡Allí el sol se pone horas antes que en París!
El rey parecía estar atendiendo, pero ni se volvía ni decía nada.
—¡Majestad —gritó Charpentier—, os pido por Dios que le escuchéis!
—Dios mío… —se lamentaba Newton—. Maldito error repetido… De nuevo he cometido la equivocación de medirlo todo con nuestros raseros de aquí, de ver las cosas con mis propios ojos ya adulterados. ¡Sólo he de calcular con exactitud la diferencia horaria y recomenzar el experimento! —Cogió un pliego y comenzó a anotar números a toda prisa mientras hablaba de forma atropellada—. Mirad, sire, la solución es fácil, el experimento funcionará…
—Ya le estáis oyendo, Majestad —sollozó Charpentier—. Tendréis vuestra Piedra, pero para ello necesitamos que Matthieu vuelva a copiar la partitura. Soltadlo, por Dios…
El rey pareció calmarse. ¿Y si fuese cierto lo que decía Newton? Quizá no estaba todo perdido, quizá aún podría conseguir su quimera alquímica. Aflojó por fin la tensión con la que sujetaba la daga. Pero mientras lo hacía sentía latir su ira, pidiéndole ser saciada de algún modo. ¿Cómo era posible que aquel joven le hubiese vencido de nuevo? Si no podía someterlo, ni tampoco terminar con su vida, debía buscar el modo de demostrarle que era él, el Rey Sol, quien siempre decía la última palabra.
Sin separar sus ojos de los de Matthieu, bajó lentamente la daga.
Todos respiraron.
Luna se levantó del suelo y fue corriendo para abrazarse a su amado.
Ni siquiera se dio cuenta de que el rey, con una macabra sonrisa dibujada por el mismo diablo, echaba de súbito el brazo hacia atrás y le clavaba la daga en el vientre.
El acero estaba frío.
Luna hincó las rodillas en las losas de piedra.
Matthieu soltó un grito que hizo vibrar todos los muros de palacio.
Apartó al soberano de un empujón y se arrojó sobre su pequeña sacerdotisa.
Posó la mano sobre la herida.
La sangre roja, como la tierra de los anosy, como el aliento del cebú sacrificado.
—No, no, no…
—Dame la mano… —le pidió ella.
—Mi amor…
—Matthieu…
—¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?
—No te culpes. Me siento bien…
Por un momento el joven músico creyó ver cómo Luna recuperaba el firmamento que habitaba en el interior de sus ojos, pero al mismo tiempo se apagaba el brillo dorado de su piel. Se nublaban sus pómulos, sus mejillas, los lóbulos de sus orejas, se alejaba, se alejaba, de repente ya casi no estaba allí.
—No tengas miedo, saldré al momento tras de ti…
—No, por favor… —le rogó mientras tosía un hilillo de sangre que le entintó los labios.
Matthieu pegó su cara a la de ella. Sus lágrimas también se riñeron de rojo. De repente sólo podía pensar en el cementerio de Libertalia, en la nativa arrojándose a la tumba de flores en la que yacía su esposo. La dicha de morir con la persona amada disipa el horror del tránsito, decía el hermano de Amadís de Gaula en el texto de la ópera. ¿Por qué no podía él disfrutar de ese privilegio?
—¿Qué me lo impide?
La abrazó. Un abrazo escarlata, sus sangres se confundieron, y trató de sorber su aliento para que no entrase en contacto con el aire corrompido del sótano, manteniéndolo dentro de sí para volver a exhalárselo.
—Debes quedarte aquí para tocar mi melodía —le rogó ella—. ¿Quién si no la interpretará para mí? Necesito encontrar el camino de vuelta a la isla de la luna…
—¿A Madagascar? —sollozó.
—Madagascar es sólo el reflejo.
—El reflejo…
—El reflejo en esta Tierra. La isla que existe antes del tiempo y perdurará por siempre está más allá del Sol.
—No te vayas, por favor… Jamás te encontraré…
—Toca la melodía y encarámate a ella. Si lo haces podrás rozar mi mano. Y llegará un día en el que, sin que te des cuenta, te habrás separado por siempre de este mundo y los dos seremos uno. Todo será música, de nuevo una única melodía, como al principio de los tiempos, libre y eterna…
Luna cerró los ojos.
Toda música se desvaneció.
En cada rincón del mundo.
—Luna, amor mío…
Silencio.
Muy lejos de allí, en las playas del reino de los anosy, se interrumpió el oleaje y el viento dejó de soplar. El niño que tocaba el sitar de tierra miró al cielo. Sonrió y alzó las dos ramas con las que golpeaba las cuerdas de sisal. Respiró hondo y reanudó el ritmo que había aprendido, primero con suavidad, al poco con más firmeza que nunca, acompasando el pulso de la Tierra:
Tam…
Tam…
Tam…
N
athalie pasaba horas junto a la ventana. La brisa que corría por las Tullerías era lo único le hacía saberse unida a este mundo. Charpentier le había contado lo ocurrido en el sótano, y también que su sobrino desapareció sin que desde entonces hubieran tenido noticias de él. París estaba huérfana. La vida de palacio se apagó la noche de los espejos. Las fuentes seguían funcionando y los pájaros, ajenos a lo ocurrido, acudían a beber, pero la tristeza que se apoderó de la región había hecho desaparecer la música de los jardines. Desde hacía semanas no había violinistas en góndolas acompasadas.
El primer domingo de mayo despertó antes de lo habitual. Apenas había amanecido ya estaba asomada, escuchando cómo se desperezaba el parque mientras el sol primaveral le calentaba los brazos desnudos. Notó algo. ¿Una llamada? No provenía de fuera. Pensó en la caracola que Matthieu le había regalado. La caracola de Luna, que desprendía sonidos con anhelos. Seguía quieta sobre la cómoda. Fue hacia ella, la tocó, volvió a recorrer sus líneas. Estaba fría. Al retirar la mano escuchó un eco sutil. De rocas, peces, verde, azul, cielo, sal…
Era el propio anhelo de la caracola, o tal vez el de una Luna guarecida en su interior.
Se sintió mal. ¿Cómo podía haberla considerado suya, ni por un instante? No era un vulgar fetiche, nacido para acumular polvo al fondo de un cajón. Era un tesoro, un legado, y como tal no pertenecía a nadie, sino a todos. Matthieu no se la había regalado. Se la había confiado. ¿Acaso el día que se reencontraron él ya intuía cómo iban a discurrir las cosas? Le estaba pidiendo un favor, pretendía preservar el legado de su sacerdotisa. Se estremeció por la responsabilidad, pero de súbito visualizó un lugar idóneo para guardarla. Un lugar predestinado, si acaso cabía un destino tan cruel como para permitir el dolor que les había tocado en suerte vivir.
Llamó a su tío con insistencia.
Le Nótre estaba al frente de la casa, retirando las hojas secas de unas plantas que adornaban la entrada. Subió a toda prisa temiendo que le hubiese ocurrido algo a su sobrina. La encontró de pie junto al tocador, mirando hacia la puerta con expresión desvalida.
—Pequeña…
—Tío André…
—¿Estás bien?
—Nadie más que tú, puede entenderme.
La abrazó.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Llévame a Versalles.
—¿Ahora? —Ella asintió—. ¿Para qué quieres ir a palacio?
—Necesito que me acompañes a tu Bosquete de Rocallas.
Se refería a la obra maestra de André Le Nótre, un pequeño anfiteatro para representaciones de danza al aire libre que el diseñador acababa de levantar en el interior de una arboleda situada en la parte meridional de los jardines, cerca de la Orangerie. Se le conocía como el Salón de Baile, pero a él le gustaba llamarlo el Bosquete de Rocallas por los materiales que utilizó en su construcción: arenisca de Fontainebleau y miles de conchas de Madagascar, traídas en su día por los primeros exploradores que trataron de fundar una colonia en la isla.
Aquél era el lugar. El lecho de la caracola.
—Ponte la capa —le susurró con sumo cariño, acercándole una de color azul cielo que hacía juego con sus ojos.
Ordenó preparar el carruaje de inmediato. El cochero fustigó a los caballos que partieron a buen paso en dirección a palacio. Una vez allí se introdujeron a pie en los jardines y caminaron hacia la fuente de Latona, dejando a un lado los parterres de lilas y el imponente Laberinto, ilustrado con fábulas de Esopo en cada una de sus encrucijadas. En Versalles todo era mágico, pero más que ningún otro rincón había de serlo aquel Salón de Baile oculto entre abedules. Siguieron el curso del sendero que discurría bajo las ramas, delimitado por tupidas celosías.
—Aquí lo tienes, mi pequeña ninfa —dijo Le Nótre cuando llegaron—. ¿Oyes el agua de la cascada?
El anfiteatro tenía forma ovalada. Un islote circular de mármol situado en el centro hacía las veces de escenario. A un lado estaban las gradas, recubiertas de césped para que los nobles de Luis XIV se sentasen cómodamente a disfrutar del ballet, y en el lado opuesto se erguía una fascinante cascada de piedras semipreciosas y conchas que, cuidadosamente dispuestas, formaban una rampa escalonada sobre la que se deslizaba el agua.
Le Nótre no podía estar más orgulloso de su obra. Cuando los bailarines saltaban a escena, prendían los candelabros dorados que se repartían por las repisas y comenzaba a tocar la orquesta, oculta detrás de la cascada, los asistentes creían trasladarse a otro mundo.
Le Nótre condujo a su sobrina al islote central. Una vez allí le soltó la mano. Nathalie dio una vuelta sobre sí misma. Sintió cada paso sobre el mármol, respiró las hierbas aromáticas y la música suspendida. Imaginó el lugar tal y como su tío le había explicado que era.
—¿Para qué querías venir con tanta urgencia?
Le mostró la caracola que traía envuelta en una tela.
—He de dejarla aquí. Éste es su sitio.
—¿De dónde la has sacado?
—Me la confió Matthieu.
El diseñador de jardines hizo una pausa para degustar la ternura con la que su sobrina envolvía cada palabra.
—Dámela —le pidió sin hacerle más preguntas—. Le buscaré un hueco en la cascada.
—¿Puedo colocarla yo misma?
—Te mojarás el vestido hasta las rodillas.
—Por favor…
Tras pensarlo unos segundos la cogió del brazo y ambos se introdujeron en el estanque. Se inclinaron para depositarla con cuidado entre las otras conchas.
—Iré a por material para fijarla a la piedra —dijo Le Nótre.
—¿Te importa que me quede aquí un poco más?
—El agua está fría.
—Deseo hacerlo.
—Prométeme que saldrás pronto.
En cuanto su tío se hubo alejado por el sendero, Nathalie se recostó en una de las repisas de la cascada como si fuese una escultura más de las que habitaban los estanques de Versalles. La tela de su vestido fue mojándose hasta quedar adherida por completo a su cuerpo. Apoyó la cabeza en las conchas y sintió que Matthieu le daba las gracias.
—¿Dónde estás? —preguntó en voz alta.
Sonrió. Ninguna distancia de este mundo podría robarles la intimidad celestial que trabaron, ya para siempre, el día que escucharon el aleteo de la mariposa.
Su pelo rubio brillaba bajo el agua.
Como los rayos de un sol recién nacido, verdadero y puro.
Matthieu se sintió acariciado, como si le hubiera rozado un ángel. Cerró los ojos y respiró hondo. La quilla trazaba una implacable línea recta en el océano tranquilo. De nuevo el viento y la sal. No le quemaban el rostro, como ocurrió en su primera singladura. Desde la noche de los espejos todo su cuerpo era mármol.
Tras el último suspiro de Luna, los sonidos a su alrededor se tornaron en flechas, veneno, ortigas. No soportaba los ruidos que se filtraban a través de la rejilla que asomaba a los jardines, el chasquido de los trozos de cristal pisoteados, el llanto con hipo de las duquesas. Ni siquiera podía escuchar sin enloquecer el mero lamento de una silla arrastrada o el chirrido de una puerta al abrirse. Quería morir para no oír, pero había jurado no hacerlo. Permaneció abrazado a su sacerdotisa, tratando de no percibir otro sonido que no fuera el eco de la melodía aún vibrando en su pecho, hasta que su tío Charpentier le susurró que había llegado el momento. Entonces se levantó, la portó como si fuera una niña dormida y la dejó con suma delicadeza sobre el camastro, bajo el hueco del sótano. Besó su frente, sus labios carnosos, sus ojos, dio media vuelta y caminó hacia la salida.
«¿Adónde vas a ir?», pensó Charpentier.
«Al silencio de algas y coral», pensó Matthieu.
Le suplicó que cuidase de aquel cuerpo tan bello, que limpiase la piel cobriza y mantuviese el pelo alisado y la enterrase junto a Jean-Claude. Y sin decir nada más se internó en el pasadizo y subió la escalera. Cruzó las salas hasta el exterior de palacio y saltó a la trasera del primer carruaje que partía hacia París. Una vez allí enlazó una cabalgadura con otra hasta La Rochelle, donde se embarcó en la primera nave que pedía marineros. Desde que zarpó, contentos de verle de nuevo, los albatros, los delfines que se burlaban del casco y los peces voladores, reales o imaginados, trataron de llamar su atención. Pero él se limitaba a realizar sus tareas sin retirar la vista del cabo que estaba adujando, salvo en ese instante antes del ocaso. Todos los días a esa hora se acercaba a la balaustrada y miraba fijamente al horizonte, esperando ver aparecer al imponente
Victoire
rompiendo las olas, con el capitán Misson alzado en el bauprés y una luna nueva asomándose tras el palo de mesana.
Opera Garnier, París
1 de septiembre de 2010, 21:08 horas
Michael Steiner contemplaba fascinado el manuscrito que unos minutos antes había caído en sus manos. ¿Cómo era posible que cupiera tanta emoción en apenas cuatro páginas? Jamás habría imaginado al Rey Sol muriendo solo, atormentado no por su pasado errático, sino por no haber tenido el valor suficiente para cambiar el futuro.
El suelo del archivo vibró con un redoble de timbales. Resonaban los ecos del
Diálogo del viento y del mar
de Claude Debussy que, en ese mismo instante, alcanzaba el clímax en el escenario. Michael levantó la vista.