—¿Por qué me preguntáis por la melodía?
El capitán arqueó las cejas y también desvió la mirada hacia el patio incendiado por el sol.
—Te han enviado al fin del mundo para transcribirla. Está claro que habrá de ser muy valiosa.
Matthieu se dio cuenta.
—No pensaréis que…
—Serekunda está convencida de que el objetivo del veneno era yo. Los esclavos que permanecen en Gorée a nuestro servicio albergan odio acumulado de dos generaciones. Pero, la verdad, recuerdo los ojos del rey la noche que me hizo llamar, colmados de avaricia… Llevo muchos años comerciando como para oler cuándo estoy cerca de algo que merece la pena.
Matthieu se llevó las manos a la cara. Una punzada de dolor le taladró el cerebro.
—Creía haber sido otra víctima anónima de esta isla. Vos mismo dijisteis que Gorée es un nido de violencia.
—No me hagas caso. Son todo suposiciones.
Matthieu se esforzaba por estar lúcido.
—No tiene sentido pensar que los asesinos de mi hermano hayan podido llegar hasta aquí al mismo tiempo que nosotros —dedujo—. A no ser que…
—¿Estás insinuando que hay un infiltrado en mi barco? —le interrumpió el capitán.
—Quizá sea una percepción equivocada, pero estoy convencido de que los hombres no me quieren entre ellos.
La Bouche le contempló unos segundos antes de hablar. No quería que el viaje se poblase de fantasmas, así que decidió desvelarle lo que estaba ocurriendo.
—La nave de la Compañía tenía previsto cruzar hasta la India y regresar a Francia sin escalas. Cuando los marineros se enteraron de que tenían que detenerse en Madagascar comenzaron a evocar las temibles leyendas que circulan sobre la isla roja y el ambiente se ha enrarecido hasta un punto preocupante.
—Queréis decir que…
—No puedo afirmar ni negar que los asesinos de Jean-Claude hayan introducido un sicario en la tripulación, pero sí sé, según me ha informado Catroux, que más de un marinero estaría dispuesto a tirarte por la borda.
—¿Qué?
—Desconocen cuál es tu misión, pero creen que si tú no existieras evitarían la escala en Madagascar y los peligros que ello conlleva.
Permanecieron unos segundos callados.
—¿Lograsteis atrapar a la sirvienta? —preguntó Matthieu de pronto—. Quizá ella podría decirnos algo sobre…
—¿Cómo sabes lo de la sirvienta?
—Antes de perder la cabeza pude escuchar lo que dijo la cocinera.
—Mis hombres la encontraron degollada detrás de las casuchas del embarcadero.
—No…
—De ahora en adelante estaré más atento. —Se levantó y comenzó a andar—. Recoge tus cosas, hemos de irnos.
—El esclavo… —recordó Matthieu, sintiéndose cada vez más despierto.
La Bouche se detuvo.
—¿A qué te refieres?
—Un negro fuerte que estaba junto a la reja de la primera celda. Fue él quien evitó que me golpeasen.
—¿De qué demonios hablas ahora? ¿Quién quería golpearte?
—A mitad de la cena, cuando bajé al corredor para tratar de recuperarme… Un hombre intentó acabar conmigo con una porra. Supongo que quería asegurarse de terminar el trabajo, por si el veneno lo había dejado a medio hacer.
—¿Era blanco o negro?
—Apenas lo recuerdo, pero diría que blanco.
De nuevo permanecieron callados unos segundos, reconsiderando la posibilidad de que en la expedición hubiese algún sicario que pudiese haber abandonado la nave de incógnito. Pero, aunque así fuera, ¿para qué querrían ver muerto a Matthieu los que buscaban la melodía? Nada tenía sentido.
—Espero que Catroux pueda confirmar que nadie tocó los botes anoche —masculló La Bouche —. ¡Más le vale! Vayamos a hablar con ese esclavo.
Bajaron la escalera y fueron directos al corredor. De nuevo la humedad, los mismos sonidos de hierro y carne llagada. El capitán descolgó una de las antorchas y se acercó a la reja de la celda que le indicó el músico.
—¿Cuál de ellos fue?
—No lo veo. Diría que hay muchos menos que anoche.
—Maldita sea…
Salieron al patio. Madame Serekunda entraba entonces por la puerta de la propiedad, acompañada de una sirvienta que caminaba detrás sujetando una sombrilla.
—¡Estás despierto! —se alegró.
—¿Dónde están los negros que faltan en la primera celda?
—¿Qué ha pasado?
—Dime dónde están —repitió con gravedad el capitán.
—Acabo de vender una partida a un barco holandés. Tenían prisa y han pagado bien, no te preocupes.
—¿Los han embarcado por «la puerta»?
—No. He tenido que llevárselos al otro lado de la isla. Fondearon esta misma mañana cerca de tu nave y aún tenían los botes en la playa. Pero ¿qué ocurre? ¿Vas a enseñarme ahora cómo he de hacer los negocios?
—Hemos de irnos.
—¿Tan de repente?
El capitán se retiró unos metros con Serekunda. Discutieron. La Bouche trataba de sujetarla para que le mirase a la cara pero ella le apartaba las manos con violencia, aunque su furia mestiza fue apagándose poco a poco. Tras escucharle unos segundos con la cabeza gacha le arrancó un último beso y se apoyó en la balaustrada de la escalera que subía al primer piso.
—Vuelve pronto y quédate conmigo —suspiró, aparcando su tono arrogante—. Lo has jurado por tu vida.
El capitán le dedicó una mirada serena a la que ella correspondió con una sonrisa de enamorada que no trató de ocultar; prefería eso a que los sirvientes la vieran derramar una sola lágrima. Él recuperó al instante el gesto inclemente que le caracterizaba.
—Vayamos al puerto —dispuso, pasando junto a Matthieu sin detenerse.
Cruzaron la isla seguidos de los tres escoltas y llegaron al embarcadero de la playa. La Bouche se acercó al puesto donde hacían guardia los mismos soldados que el día anterior y regresó al poco.
—Hemos llegado tarde —informó. Señaló hacia cuatro barcazas que se alejaban en hilera a unos cien metros de la orilla—. Ya han partido hacia su nave.
—Aún podemos alcanzarlos…
—Olvida a ese esclavo. No quiero problemas con esos holandeses.
En aquel momento comenzaron a escucharse unos gritos que provenían de una de las barcazas. Todos los que estaban en la playa dejaron lo que estaban haciendo y se volvieron hacia el fondeadero.
—Algo no va bien —declaró el capitán.
Los gritos provenían del último bote. Uno de los esclavos que estaban sentados al fondo parecía estar declamando, como si recitase a viva voz un discurso desgarrado. Los demás comenzaron a alborotarse. Los traficantes los apalearon para controlarlos, pero ellos se mostraban cada vez más enajenados, alienados con las palabras del alborotador. Parecían no sentir los golpes. Elevaban los brazos haciendo vibrar las manos y aullaban mirando al cielo.
—Si hunden los botes morirán todos… —murmuró Matthieu.
El esclavo se levantó tirando con fuerza de las cadenas. Dos de los holandeses le apuntaron con su arma. El que parecía el jefe del grupo, poniéndose de pie en el bote contiguo, les ordenó no disparar. Si lo hacían y el negro caía al agua arrastraría al resto. Así que avanzaron hacia él haciendo equilibrios para primero quitarle las cadenas. El esclavo seguía declamando a gritos con los brazos en cruz, soportando con una fuerza sobrehumana las argollas en tensión al tiempo que elevaba más y más su voz grave y hechizante.
—Es un
griot…
—murmuró un marino francés al que le faltaba un ojo, parado junto a Matthieu en el atracadero.
—¿Cómo?
—Un
griot
—repitió—. Pertenece a la casta de poetas del antiguo Imperio de Malí.
Los
griot
eran conocidos en toda la región. Además de tocar varios instrumentos y cantar las alabanzas de los reyes, actuaban como consejeros políticos y guardaban en su memoria la historia de su tribu para traspasarla a las generaciones futuras, haciendo pervivir los mitos y leyendas de su pueblo.
Matthieu lo reconoció.
—¡Es el esclavo que me salvó!
—¿Qué dices?
—¡El
griot
es el esclavo que buscábamos! ¡Tenemos que sacarlo de ahí!
—En un minuto se lo habrán comido los tiburones —rió el tuerto.
—Es el único que vio al atacante… —le recordó Matthieu a La Bouche, quien también parecía atrapado por aquellos gritos que seguían apoderándose de la bahía.
—Ya te he dicho que no podemos hacer nada —insistió el capitán, despertando de su embrujo momentáneo—. Sube al bote.
Matthieu se estremeció pensando que estaba a punto de permitir que muriera ante sus ojos la persona que unas horas antes le había salvado la vida. De súbito comenzó a escuchar una suerte de marcha fúnebre: el ritmo de las cadenas chasqueando a pasos cortos por los diques del embarcadero, los gritos sordos de las esclavas separadas de sus hijos, el murmullo de aquellos que invocaban por última vez a los dioses de sus antepasados. No lo dudó. Echó a correr hacia la orilla y se lanzó al agua.
—¡Espera! —gritó el capitán—. ¡Vuelve aquí! ¡Matthieu!
No hizo caso. Nadó hacia un pequeño bote que estaba amarrado a unas rocas que emergían a unos veinte metros mar adentro. Se encaramó a él, soltó el cabo y comenzó a remar con toda su energía de espaldas a las barcazas de los holandeses. Entretanto, los dos traficantes consiguieron pasar por encima de los demás esclavos y llegar hasta donde se encontraba el
griot.
Éste se quitó de encima al primero con un golpe contundente que le hizo caer al agua, pero el otro le disparó a bocajarro. Al escuchar la detonación, Matthieu volvió la cabeza.
—¡Dios, no!
Siguió remando sin parar. El holandés soltó los grilletes del
griot.
Su compañero subió de nuevo al bote y entre ambos lo arrojaron al agua. Los demás esclavos aullaban enloquecidos. Matthieu se volvía una y otra vez. Lo vio flotar durante unos segundos y por fin hundirse sin lucha. La sangre formó una mancha roja sobre la superficie agitada por las olas. Miró a ambos lados. Divisó las primeras aletas que, después de amagar en la lejanía, se enfilaban directas hacia el
griot.
Estaba cerca, pero remando no llegaría a tiempo. Se puso en pie y se lanzó al agua. Nadó tan rápido como pudo y se sumergió entre la sangre diluida.
Escuchó amortiguados los gritos de los holandeses y los aullidos de los esclavos. Estiró el brazo entre las burbujas y agarró al
griot
por la muñeca. Era tremendamente pesado. Le arrastraba hacia el fondo, poco a poco le engullía la oscuridad y comenzaban a dolerle los oídos. No podía más. Estaba a punto de soltarlo… Entonces pensó que ya era suficiente con haberse manchado las manos con la sangre de su hermano y no haber podido evitar que se fuese. Expulsó con un alarido el poco aire que le quedaba en los pulmones y tiró con todas sus fuerzas, agitando los pies y el otro brazo, izando al esclavo como si fuese una parte de sí mismo. Aquellos fueron los metros más largos de su vida; ya le estallaban las sienes cuando por fin sacó la cabeza a la superficie, sujetando con el antebrazo la del
griot
por la barbilla. Mientras localizaba el bote se percató de que los holandeses habían dejado de gritar. Le observaban desde sus barcazas con un congelado gesto de expectación. Al instante entendió lo que ocurría. Tenía a dos tiburones casi encima, trazando unos giros rápidos para disputarse la mejor posición de ataque. Por un momento pensó que estaba todo perdido. Entonces escuchó los disparos. Era el capitán La Bouche y los tres soldados, erguidos sobre su bote. Nadó hacia ellos acarreando consigo al
griot.
Recargaron y volvieron a disparar, pero los tiburones heridos seguían avanzando dejando tras de sí una estela roja. Matthieu ayudó a los remeros a encaramar al esclavo al bote, pero a él no le quedó tiempo de salir del agua. Se volvió por última vez y vio cómo a tan sólo un par de metros se abría una boca inmensa plagada de colmillos. Cerró lo ojos y se hizo un ovillo en mitad del inmenso océano.
Un último disparo ahogó sus gritos de pánico.
La bahía enmudeció.
No podía creer que había sobrevivido. Chapoteó para subir al bote a toda prisa y se dejó caer de espaldas sobre los bancos. La Bouche se acercó para comprobar si la última dentellada le había alcanzado las piernas. Después pegó la oreja al pecho del esclavo y le tomó el pulso. Tenía un agujero de bala en un costado y había tragado bastante agua, pero aún respiraba.
Los traficantes holandeses, que eran muchos más en número, apuntaron a La Bouche y a sus tres escoltas. Éstos no se amedrentaron. También levantaron sus armas y clavaron la mirada en los ojos de sus enemigos, siguiendo la línea del cañón de los mosquetes que aún humeaban entre sus manos.
—¡Explicaos! —exigió el capitán holandés.
—Anoche intentaron matar a este hombre —respondió La Bouche sin dudar, señalando a Matthieu.
—¿Qué tiene eso que ver con mi esclavo?
—Lo necesito para esclarecer lo ocurrido.
El viento silbó de repente con fuerza. Los botes se balancearon. Los demás esclavos se aferraban unos a otros sin saber qué ocurría.
—Arriesgar la vida por un miserable trozo de carne que ni siquiera se puede masticar… —espetó el holandés, lanzando al músico una fugaz mirada de desprecio.
La Bouche aguantó sin replicar, tratando de no ceder en aquel pulso de autoridad.
—Voy a pedir a mis hombres que bajen sus armas —dijo.
—Quizá aproveche ese momento para terminar con vos —repuso el holandés—. ¿Qué pensarían en la isla si os dejase marchar después de sufrir una afrenta semejante?
—Haced lo que creáis oportuno.
No le quedaba otro remedio. Aflojó la tensión que le hacía mantener el mosquete inmóvil. Sin separar el índice del gatillo dejó caer lentamente el cañón hacia el agua. A un gesto suyo los escoltas hicieron lo mismo, no sin reservas.
—Sacadle a ese negro la información que preciséis y después arrojadlo vivo al mar —concluyó el holandés, asegurándose de decir la última palabra para sellar la cuestión—. Haréis eso por mí, ¿verdad?
Se despidió con una reverencia burlesca y ordenó a sus hombres seguir adelante. De improviso arreó un culatazo en la cara a un negro que había osado mirarle a los ojos. Los demás esclavos escondieron la cabeza entre las piernas. Ninguno de ellos se volvió para ver cómo, lentamente, se hacía más y más pequeña su tierra africana.
Matthieu respiró hondo y presionó de forma inconsciente la mano del
griot,
como si éste pudiera sentirlo. Remaron hacia el barco. El contramaestre Catroux, que había asistido atónito a la escena desde el lugar donde estaban fondeados, ya había arriado los cabos sobre las botavaras. Chirriaron las poleas. Los marineros aseguraron los nudos para alzar el bote mientras Matthieu y los soldados se encaramaban por la escala de cuerda.