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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (36 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—Lo único cierto —continuó el capitán, recobrando el tono atormentado— es que nadie sino Dios tiene poder sobre la vida de otro, y sin embargo he pasado mi vida matando.

Matthieu dio un sorbo.

—Ahora habláis de Dios, pero no vi Biblias en el cementerio.

—Consagré mi vida al mar para buscar a través de un mundo sin límites las verdades supremas que nos han sido ocultadas por la Iglesia. Si soportas la vida de la colonia te enseñaré que renegar de credos y catequesis no está reñido con mantener una fe inquebrantable en la existencia de Dios.

A Matthieu, un joven criado al amparo de los encorsetados dogmas religiosos de la Francia que revocó el Edicto de Nantes, le invadió una repentina sensación de frescura.

—En Europa lo llaman deísmo —apuntó sin pedantería, mientras venía a su mente una charla que su tío Charpentier mantuvo al respecto en casa de la duquesa de Guise.

—¿Qué importa cómo lo llamen? Lo importante es que la palabra divina no está impresa en los libros sagrados, sino en el universo y en la naturaleza. —Le miró fijamente a los ojos—. ¿Por qué no puede estar impresa también en la música?

En la música…

Matthieu se quedó helado. No era posible que Misson conociera el secreto alquímico que encerraba la melodía de Luna. Debía de referirse al poder que el canto ejercía sobre los indígenas. Sin duda intuía que se acercaba el final de Libertalia y quería aprovechar ese poder para recuperar el espíritu perdido que caracterizó los primeros años de su refugio pirata.

—La música es amor divino en estado puro —se le ocurrió decir, repitiendo las palabras que le susurró su tío Charpentier el día que cumplió cinco años.

El pirata le contempló durante un par de segundos con cierta admiración.

—Piensa en las dificultades que supone mantener durante tanto tiempo una república en la que la moneda no tiene valor y cuyas casas carecen de cerca —le confió, abriéndose a él por completo—. ¡Soy el único pilar de este templo sin paredes! ¡Soy quien descubre el camino por el que los demás han de caminar! ¡Los prisioneros liberados y las esposas de los marineros me consideran su familia! ¡Me convierto en su memoria, en su única historia! Hay momentos en los que ya no sé qué palabra he de decir para evitar que mi universo se destruya y termine dispersado en un millón de estrellas perdidas. —Bebió. Matthieu esperó sin intervenir—. Mis tripulaciones están formadas por una mitad de blancos y la otra de negros; jamás he guardado nada para mí de ningún botín; acepto cualquier ritual o creencia, como has podido comprobar en el cementerio… Pero desde hace tiempo no podía arrancarme la tenebrosa idea de que mi Libertalia adolecía de algo fundamental.

Miró a Matthieu fijamente. El músico pensó que, por mucho que Misson predicase que en Libertalia no existía la propiedad privada, consideraba enteramente suya aquella joya utópica.

—¿Y ya habéis descubierto qué es? —le animó a continuar.

—¡Lo supe poco antes de encontrarme con vosotros en el mar! —Hizo una pausa, como si paladease el recuerdo, y empezó su relato con tranquilidad—. Había fondeado en una playa cercana a Fort Dauphin para llenar las bodegas antes de regresar a Libertalia. Los anosy estaban celebrando uno de sus rituales de invocación y Ambovombe, su nuevo jefe, había convocado a multitud de ancianos y guerreros de todos los clanes. Le ofrecí un cofre de monedas recién robadas a un barco portugués y aceptó tan de buen grado que, tras culminar la transacción, me pidió que asistiera a la ceremonia. Cuando el ritual estaba a punto de terminar apareció entre todos ellos una bellísima mujer portada sobre un escudo. Nunca había visto nada igual. Entonces comenzó a cantar. Todos la contemplaban ensimismados. Aquella extraña melodía conducía a placer sus mentes, y la mía antes que ninguna otra, a lo largo de cada una de sus notas. Su voz me trasladaba a otra dimensión, me hacía reír y llorar, consiguiendo que me sintiera niño y anciano al mismo tiempo, que desease morir para renacer de nuevo… —Se detuvo unos segundos—. Cuando me disponía a regresar al barco descubrí a la nativa escondida en mi bote, acurrucada como un animal asustado; no podía creer lo afortunado que era.

Matthieu tuvo que ahuecar su camisa para ocultar los latidos enérgicos de su corazón. No cabía duda de que Misson estaba hablando del día en el que Luna decidió huir del yugo del usurpador.

—Seguid… —fue lo único que se permitió decir para que el pirata no notase que le vibraba la voz.

—¡Música! ¡Eso faltaba en Libertalia! ¿Cómo había podido olvidar el poder de la música? ¡Yo, que la había amado tanto en otro tiempo, llevaba años escuchando tan sólo canciones de cantina interpretadas por marineros ebrios! ¡Yo, que había leído a Platón y Aristóteles, había olvidado que la música adecuada multiplica el valor de los ejércitos, derroca gobiernos, hace llorar a reyes y plebeyos!

—Los griegos sabían que, al igual que las escalas mixolidias entristecen, otras afiebran la mente —añadió Matthieu—. Es como los ritmos: unos desprenden calma; otros, nobleza, pasión…

—¡Sí! —exclamó Misson golpeando con furia la mesa, derramando el cacao líquido.

—Como escribió Marc-Antoine Charpentier —se le ocurrió citar, recordando las enseñanzas de su tío—, cada modo tiene su espíritu:
do
mayor es duro y guerrero;
do
menor, oscuro y triste;
re
mayor, alegre y muy belicoso;
re
menor, grave y devoto, y así hasta terminar las tonalidades.

—¿Puedes mezclarlos todos en una sola composición? —le preguntó Misson de pronto.

—¿Cómo decís?

—¿Te crees capaz de escribir un himno para Libertalia, una pieza completa construida alrededor del canto de esa mujer nativa?

A partir del canto de esa mujer… Sus suposiciones eran ciertas. Misson le estaba pidiendo que le ayudase a canalizar el poder de seducción de la melodía. ¿A quién quería someter? Sin duda a sus propios seguidores, antes de que se descarriasen por completo, o tal vez a los nativos a los que años atrás —aunque ocultando lo que hacía bajo una capa de bondad— robó la isla.

—Un himno…

—¡Sí! ¡Y quiero que lo interpretes con ella y con un coro seleccionado entre todos los súbditos de mi república! ¡Qué perfección! ¡Una indígena cantando como la soprano de una gran ópera, un blanco a su lado como primer violín y detrás de ellos cien hombres y cien mujeres, proyectando sus voces al unísono en un coro mixto de europeos y africanos! ¡La esencia de Libertalia destilada en forma de música!

El primer violín de Luna… ¿Cómo era posible que el destino le hubiera acercado a ella hasta tal punto?

—¿Qué te ocurre? —le dijo Misson, notándolo distante—. ¿No te gusta mi idea?

—¿Dónde está la mujer nativa?

En ese momento, como si los hubiera estado escuchando, Luna apareció bajo el quicio de la puerta que llevaba a la habitación contigua. Por fin la tenía a su lado, podía llegar a tocarla. Parecía cincelada por un escultor clásico, bañada con la niebla ocre de los amaneceres de Madagascar. Adoptó una figura ingenua y sensual, apoyando con gracia la cabeza en la pared.

Matthieu se quedó inmóvil.

Luna, mi silencio, mi melodía…

Mi silencio… retumbó en su pecho.

Mi melodía… permaneció un susurro en sus oídos.

Sintió un pánico repentino. «Estamos hechos de sueños…», había dicho un poco antes el capitán. Si aquello era parte de un sueño rogó no despertar jamás. ¿Para qué vivir mil años reales sin ella? Pero Luna estaba allí, respiraba su mismo aire, pisaba el mismo suelo con sus pies descalzos. Vestía un pantalón cortado por debajo de las rodillas y la camisa blanca que llevaba puesta la mañana que la vio sobre la cubierta del
Victoire.

—Acércate —le pidió Misson—. Quiero que conozcas a Matthieu.

Ella no se movió. Miraba al músico fijamente.

—Matthieu… —se limitó a decir para saludarle sin apenas mover sus labios gruesos, inclinando la cabeza.

Escuchar aquellas dos sílabas pronunciadas en su boca fue para el músico como divisar la felicidad eterna y saberla al alcance de la mano. Desde aquel momento Misson dejó de existir.

—¿Comprendes mi idioma?

—Cuando nací en el reino de los anosy ya estaban allí los franceses.

No podía creerlo. Su voz estaba cargada de vida.

—Y de niña era tan rebelde como ahora —intervino Misson rompiendo el hechizo—. Se dedicaba a escapar de la choza en la que estaba confinada y pasaba las noches en casa de un oficial del gobernador Flacourt cuya esposa la trataba como a una hija. —La miró un instante—. ¿No es así?

Luna le devolvió la mirada sin llegar a asentir.

—He de irme —dijo.

—Espera… —suplicó Matthieu de forma inconsciente.

—Una conversación entre hombres es como una lucha entre fosas —declaró ella, refiriéndose a un depredador de la isla con cuerpo de león y cabeza de rata—: siempre ha de haber un ganador. No quiero seguir interrumpiendo y que las ideas se os escapen por las heridas.

Matthieu estaba atónito. Luna no se correspondía en nada con la persona que había imaginado. Quizá llevado por los prejuicios que había bebido desde su salida de La Rochelle, esperaba que se comportase poco menos que como un animal asustado. Sin embargo tenía el porte de una verdadera sacerdotisa, como las vestales romanas o las divinas adoratrices de Amón que fascinaron al antiguo Egipto, formada a conciencia desde su nacimiento por las Matronas de la Voz y dulcificada por el toque francés del oficial de Flacourt. Sintió lástima al pensar que el destino de una mujer tan especial, única, irrepetible, era estar encerrada, aun cuando fuera en una cárcel con cadenas de oro.

—Matthieu vendrá cada mañana para trabajar contigo —le informó Misson.

Luna dejó caer los ojos.

—Volveré mañana, entonces —se despidió el joven músico, aprovechando para ausentarse antes de hacer algo inconveniente como lanzarse a besarla—. ¿Os parece bien al amanecer?

—Cuando tú quieras. Yo estaré presidiendo el consejo.

—¿El consejo?

—Cuando hay que tomar decisiones de importancia me reúno con todos mis capitanes en la torre sur del puerto. Tal y como están las cosas me costará convencerlos de que el capitán La Bouche merece un asiento.

—¿Cómo están las cosas?

Misson le miró fijamente.

—Ve a dormir. Mañana deberás tener la mente lúcida para cumplir tu cometido.

En verdad estaba agotado, apenas había dormido en varios días, pero lo que realmente necesitaba era pararse a pensar en el inesperado rumbo que estaban tomando las cosas. Si La Bouche se enteraba de que iba a resultar tan fácil confeccionar la partitura de la melodía, lo prepararía todo para regresar cuanto antes a Fort Dauphin con la cabeza de Luna en un saco. Respiró hondo.

Así aman los personajes de las óperas, pensó para darse ánimos: aman por encima de la vida y de la muerte, superando la maldad de los hombres y las pasiones oscuras de los dioses.

Se volvió un instante antes de cerrar la puerta, pero ella había desaparecido.

Luna, mi silencio, mi melodía…

18

D
eambuló de un lado a otro hasta que se hizo de noche. No era capaz de pensar. Sólo ansiaba que pasaran las horas para reencontrarse con ella. Cuando abrió la puerta de la casa que les habían asignado se dio de bruces
con
el capitán.

—¿Dónde has estado? —le reprendió—. ¡Llevamos todo el día esperando tus noticias!

Matthieu le dedicó una mirada fría.

—Ya os advertí una vez que no me hablaseis como si fuera vuestro grumete.

Echó un vistazo al interior de la casa y se sentó en un camastro libre, junto al que ocupaba Pierre.

—¿Has visto a la sacerdotisa? —siguió apremiándole La Bouche, ahora en otro tono.

—No —mintió.

—¿Qué quería Misson de ti?

—Un himno.

—¿Un himno?

Les explicó de forma muy escueta lo que pretendía el pirata.

—Es bueno que te quiera tan cerca de él y de la sacerdotisa.

—se congratuló el capitán—. Así nos resultará más sencillo llevar el plan adelante.

Matthieu guardó para sí todo comentario.

Poco después, La Bouche cayó rendido en el camastro. Pierre y Matthieu salieron al exterior de la casa para hablar a solas. Una brisa fría atravesaba la colonia. El murmullo del mar se escuchaba ahora cercano y causaba el mismo efecto que la adormidera.

—Este lugar está a punto de estallar —comentó Pierre.

—Precisamente iba a hablarte de eso.

—¿Te ha dicho algo Misson?

—No ha hecho falta.

—Yo he pasado el día caminando por el puerto y hablando con los marineros —retomó el médico con cierta animación—. Casi todos eran ingleses y holandeses, pero al final he encontrado a un grupo de compatriotas que estaban limpiando la quilla de un barco varado. No era extraño que ocurriera lo que ocurrió…

—¿A qué te refieres?

—Conozco a uno de ellos.

—¿Es eso cierto?

Pierre asintió emocionado.

—¡Un marinero que estuvo en Fort Dauphin con el gobernador Flacourt! No sé cómo ha terminado aquí, pero el caso es que me ha reconocido en el momento en el que me ha visto.

—¿Después de tanto tiempo?

—No es para menos. Un par de años antes del ataque definitivo de los anosy se hizo una herida en el brazo derecho. Creo que fue con un cabo que se tensó de repente al hincharse una vela… Por aquel entonces yo viajaba en el
Fortune
con La Bouche y habíamos hecho escala para recoger unos informes que el gobernador quería hacer llegar a París. Cuando me presenté en la enfermería encontré al cirujano con el material de amputar en la mano y a aquel hombre gritando como un animal. La verdad es que no sé por qué intervine, pero lo cierto es que le salvé el brazo.

—¿Dónde quieres llegar? —le preguntó Matthieu advirtiendo algo en la mirada de Pierre.

—Ha dicho que ha llegado el momento de devolverme el favor.

—No le habrás hablado de nuestra misión…

—Desde luego que no.

—¿Y qué cree que puede hacer por ti?

Se encogió de hombros.

—No ha querido entrar en detalles delante de los demás. Hemos acordado vernos mañana.

Matthieu dio unas vueltas en círculo.

—¿Por qué has dicho antes que «este lugar está a punto de estallar»?

—Es la frase que ha utilizado él. ¿Tú sabes algo? ¿Qué te ha contado Misson?

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