—Pierre…
—Tienes razón —concedió—, ¿para qué hemos de discutir por una misión imposible de llevar a cabo? Esa mujer vive en el inexpugnable poblado de Ambovombe. Ni siquiera podréis acercaros a ella.
—A no ser que sea el propio Ambovombe quien nos invite a entrar.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—El soberano nos ha encomendado que presentemos nuestros respetos al nuevo rey de los anosy y que favorezcamos un clima de confianza que permita a Matthieu transcribir la melodía.
Pierre se quedó mudo. Se levantó y dio un par de vueltas sobre sí mismo.
—Francia haciendo honores a ese asesino… —dijo por fin—. Una embajada…
—Abanderada por un músico que tocará para él las más bellas melodías de los compositores europeos. ¿Qué mejor manera de amansar a una bestia? ¿No es una idea brillante?
Un pequeño remolino de viento se formó frente al baobab.
El médico estaba aturdido. La Bouche exageró un suspiro al tiempo que se incorporaba.
—Ven aquí —dijo.
Pasó el brazo por los hombros de Pierre y se lo llevó aparte. Matthieu recordó que el capitán utilizó el mismo gesto con él para frenar la discusión que mantuvieron en el barco al poco de iniciar la travesía, antes de detenerse en la isla de Gorée. Los contempló mientras se alejaban de la fogata. En un primer momento consideró que debía concederles cierta intimidad, pero pronto cambió de idea y fue a unirse a ellos sin ningún reparo.
—Necesito que me acompañes, Pierre —estaba diciéndole La Bouche.
El médico llegó a pensar que no había entendido bien.
—¿Qué?
—Te estoy pidiendo ayuda, no me hagas suplicar. Perdí a mi traductor en la primera andanada de Misson.
—Primero me dices que vas a reunirte con ese asesino y ahora me pides que forme parte de tu expedición…
—¡No tengo la culpa de que sea él quien controla la isla! —le cortó.
—¿No tienes vergüenza? ¡Hablamos del hombre que ha exterminado a mi gente! —chilló espantado.
—¡Eres francés, maldita sea! ¡Deja de hablar como si te hubiera parido una negra!
Pierre retrocedió unos pasos. Esbozó una mueca inundada de tristeza.
—¿Dónde ha quedado el capitán que protagonizaba las historias que antes narrabas junto al fuego?
La Bouche suavizó el tono.
—Puedes despedirte sin prisas del anciano.
—Cuando regresé de mi viaje y vi lo que había hecho Ambovombe les prometí que no volvería a marcharme.
Matthieu, que hasta entonces había preferido mantenerse al margen, se decidió a intervenir.
—El jefe le salvó la vida —dijo, dirigiéndose al capitán.
—¡Y Pierre salvó la de los heridos anosy! —se enfureció La Bouche —. ¡La de los mismos guerreros que una noche antes habían mutilado a mis hombres! ¿No pagó su deuda lo suficiente?
—¡Ha pasado diez años confinado en esta isla! ¿Por qué no le dejáis en paz?
—Pero ¿qué demonios te pasa? —le gritó aún más fuerte—. ¿No alcanzas a ver que me estoy dejando la piel por tu maldita misión? ¡Necesito un traductor!
—¡Habríamos seguido adelante aunque Pierre no se hubiese cruzado en nuestro camino!
La Bouche desenvainó la espada y la empuñó con furia dirigiéndose hacia el músico y el médico.
—¡Dejad ya de lloriquear! ¡Ambos acataréis mis órdenes, lo queráis o no!
La mandíbula le temblaba. Los ojos se le salían de las órbitas por la ira. Matthieu y Pierre le miraron con incredulidad. El capitán se arrepintió al momento de haberse dejado llevar de semejante forma.
—Acabamos de desembarcar y esta endemoniada isla ya está haciendo que pierda la cabeza… —se excusó con sinceridad.
Dejó caer la espada al suelo.
—Todos necesitamos dormir un poco —concedió Matthieu recuperando la serenidad.
Pierre se llevó las manos a la cara. Hincó las rodillas en la tierra. Una legión de pensamientos hibernados despertó y buscó un hueco en su mente desentrenada. Sobrevoló el océano y llegó hasta París. Hacía años que se había vedado hacerlo. Pensó en todo lo que podría aportar a la comunidad científica si regresase vivo a Francia, en el placer que le supondría volver a pisar la calzada adoquinada que llevaba a la fuente junto a Notre Dame. Pero sobre todo pensó en su familia. Lo habían creído muerto durante diez años. Se merecían poder abrazarlo una vez más.
Se desplomó sobre la tierra y se hizo un ovillo. La hoguera se extinguió. El primer atisbo de sol, tamizado por la neblina suspendida en el horizonte, iluminó la copa del baobab. El viento movió las ramas más pequeñas. Pareció rugir el tronco. Estaba vivo, tal vez lloraba.
Matthieu no soportaba ver a Pierre derrotado. Apretó los puños. Le habría gustado arrojarse sobre aquel marino inclemente, pero al fin y al cabo era cierto que, aun cuando no compartiese sus métodos, La Bouche había velado por su seguridad en todo momento. Se tragó su orgullo y fue a tumbarse al abrigo del tronco del baobab. Cerró los ojos. Se prometió a sí mismo que en el futuro controlaría sus reacciones. Tenía que limitarse a hacer lo que en París esperaban de él. No debía olvidar su cometido, ni por un instante. ¿En qué demonios estaba pensando? Había viajado hasta Madagascar para buscar a Luna y transcribir su melodía, la sagrada melodía del alma, la melodía del alma, del alma…
El manuscrito de Newton le llamó de nuevo desde el interior de la bolsa. Le gritaba que necesitaba ser leído. «Es la hora», se dijo. Rebuscó entre las partituras vacías y lo desplegó con avidez. En parte le defraudó ver que se trataba tan sólo de unas pocas frases escritas en mitad de la hoja:
Sol, tus rayos no llegan a tocarme.
Parpadea en la oscuridad como al principio
y yo, tu Luna, derramaré lágrimas sobre el fruto.
¿Qué eres tú sin mi caricia,
y qué puedo hacer yo, sino gritar, si te apagas?
Caviló durante un rato acerca de los posibles significados del epigrama. Todas las interpretaciones que se le ocurrían le parecían forzadas. ¿Cómo podía creer su tío Charpentier que por el mero hecho de estar pisando la isla llegaría a comprender sin más el trasfondo de aquellos versos? Volvió a guardar el pliego en la bolsa. Deslizó su mano por la corteza lisa del árbol. Parecía aún más inmenso desde el suelo. «Tendrá doscientos años», pensó. Estaba exhausto. Ya había amanecido por completo. Tenía que descansar un rato, pronto se pondrían en marcha…
Algunos anosy murmuraban invocaciones a los ancestros mirando al cielo. Mientras su monótona salmodia le hacía vagar por los laberintos que se trazan entre la vigilia y el sueño, Matthieu creyó escuchar una voz profunda que salía del interior del tronco: «Ningún baobab es viejo comparado con la tierra de la que forma parte…». Abrió los ojos. ¿Se había quedado dormido? Habría jurado haberlo oído. ¿Todo en aquella isla tenía voz o música? Buscó a Pierre y a La Bouche. Ambos seguían en el lugar donde los había dejado. Los anosy también estaban allí, pero había algo diferente. Era como si acabase de despertar de un largo desmayo sufrido… ¿tras la muerte de su hermano, o quizá mucho antes? Un enorme baobab de doscientos años. ¡Qué joven! Se sintió tan insignificante que le pareció irrisorio tener miedo a nada. ¿Por qué se había comportado de forma tan pusilánime, durante tanto tiempo? El, que incluso era capaz de escuchar el pulso de la isla… Pegó la oreja al suelo y escuchó, aún más profundo, el latido de aquel planeta tan inmenso y a la vez tan pequeño que incluso podía ser rodeado en barco por un músico con su violín a la espalda. Sintió que acariciando el tronco del baobab podía acariciar a Jean-Claude, y también a su madre, la sirvienta Marie. «¿Qué me ocurre? —se preguntó—. ¿Acaso he escuchado la melodía del alma en la distancia y ya estoy experimentando su influjo?» Lo cierto es que su angustia se desvaneció con la alborada, entre las invocaciones de los espectros de tierra roja, y soñó que se mecía junto al fuelle del órgano de Saint-Louis.
M
atthieu… Se sobresaltó. Era La Bouche, que le reclamaba. Tenía la sensación de que apenas había pasado un minuto, pero el sol le hería desde lo alto. También estaban Pierre y el oficial de la patrulla. Parecían todos más calmados. El médico les explicaba la forma de llegar al poblado del usurpador, levantado en un bosque de cactus a dos días de camino.
—Los guerreros de Ambovombe no permitirán que un grupo de soldados se aproxime al poblado —les advirtió el médico—. Y no hace falta que os diga que somos muy pocos para enfrentarnos a ellos.
—No queremos luchar.
—No tendremos tiempo de explicárselo.
La mente de Matthieu, aunque recién arrancada de un brevísimo sueño, trabajaba con más agilidad de lo que lo había hecho en toda su vida.
—Por eso hemos de ir solos los tres —declaró con una arrolladora seguridad.
Todos se volvieron hacia él.
—¿Qué está diciendo? —se opuso el oficial.
—El capitán, Pierre y yo.
Solos los tres… La Bouche notó que había algo diferente en el modo de mirar, de hablar, incluso en la postura, de Matthieu.
—¿En qué estás pensando? —le instó a seguir.
—Será la forma de que no se sientan amenazados. ¿Qué más sumisión podríamos mostrar? —Se levantó—. ¿No era así como debíamos presentarnos ante su rey?
—¿Hasta dónde crees que llegarás sin nuestro apoyo? —le espetó el oficial.
—Para pegar la frente al suelo no necesitamos un escuadrón de soldados.
Todos callaron.
—De acuerdo —resolvió La Bouche, levantándose a su vez.
—¿Cómo?
—Reforzad la posición en el fuerte y esperad a que regresemos —ordenó al oficial.
—¡No puedo acatar esa orden!
—Estaremos de vuelta dentro del plazo previsto.
—Lo previsto era que os brindásemos protección.
—¿Acaso no he hablado claro?
Durante unos instantes todos callaron. El oficial cambió a un tono que, si bien sonó a desafiante, sólo entrañaba preocupación.
—¿Y si las cosas no salen como esperáis?
La Bouche inspiró largamente. Pensó en la última batalla en Fort Dauphin, en el fuego, la sangre de sus hombres, el fuego, el fuego… Expulsó todo el aire de un golpe.
—Ni se os ocurra venir a buscarnos, pase lo que pase. ¡Ni se os ocurra! Si para cuando el
Aventure
vuelva a buscarnos no habéis tenido noticias de nosotros, partid hacia Francia y contad todo al ministro Louvois.
Matthieu inspiró satisfecho y se mantuvo erguido ante la mirada inquisitiva del oficial. Ni siquiera consideraba la posibilidad de fallar.
Los soldados les desearon suerte. El anciano de barro los miró de soslayo desde lo alto de una roca y desapareció con el primer pestañeo. Pierre pegó la mano a la tierra y la pasó por su cara, atravesándola de rayas rojas. El niño del sitar corría detrás de un ave marina. Parecía un niño, no un dios. Los tres franceses abandonaron la hoya del baobab y partieron hacia la aldea de Ambovombe sin mirar atrás.
La Bouche marchaba erguido unos pasos por delante. No quería oír más reproches. Matthieu estaba agotado, pero no se permitía un solo gesto de derrota. Avanzaba pensando en la melodía de la sacerdotisa sonando al final del camino, rodeado de una nube de lemures, una suerte de simios con grandes orejas y ojos de ámbar que avanzaban sobre dos patas y enrollaban su larga cola anillada como un signo de interrogación, simbolizando el incierto destino de la atípica embajada.
A mitad de la mañana del tercer día de caminata, Pierre se detuvo en lo alto de una loma.
—Ahí tienes tu infierno —le dijo al capitán.
Matthieu entornó los ojos para ver a través de la luminosidad extrema del sol y dudó si debía alegrarse de haber llegado.
Se trataba ciertamente de una burbuja de infierno en medio del paraíso, de un área infectada. Tal y como les había explicado Pierre, las cabañas del clan de Ambovombe se apiñaban en una explanada roturada en el centro del intransitable mar de cactus que inundaba el valle. La única forma de acceder hasta allí era a través de un angosto sendero abierto entre las agujas. Aparte de aquella inmejorable barrera natural, el reino de polvo, humo y armas apiladas de Ambovombe estaba protegido por las hordas de guerreros anosy que, venidos de otros poblados para ampararse bajo el creciente poder de su nuevo jefe, habían cubierto de chozas las laderas que rodeaban el valle.
En el interior de la explanada central, la estructura del poblado respetaba las estrictas reglas astrológicas que condicionaban la vida de los anosy. Las cabañas más grandes, pertenecientes a Ambovombe y sus esposas, estaban en el extremo nordeste, considerado el polo ceremonial de conexión con los ancestros; a partir de ahí se sucedían otras de diferentes tamaños según la jerarquía que imponían el origen y la edad de cada miembro del clan; y ya en el extremo sudoeste se aglomeraban los corrales de los esclavos y del ganado. Para los anosy, el mundo terrestre era un reflejo de su mundo superior; y dado que éste tenía cuatro esquinas diferenciadas que simbolizaban cuatro fuerzas o valores, cualquier construcción humana tenía que respetar inexcusablemente esos cuatro polos. El alterar el equilibrio cardinal sólo podía acarrear la desgracia y la muerte.
Durante unos segundos no se escuchó otro sonido que el viento incesante y el trágico saludo que un cuervo lanzaba desde una estaca.
—Bajemos de una vez —dispuso La Bouche.
Los tres franceses se lanzaron ladera abajo sin intercambiar una sola palabra. Se introdujeron en el asentamiento que rodeaba el valle espinado. Las hogueras encendidas frente a las chozas multiplicaban aún más el insoportable calor e inundaban todo de un humo mortecino. Matthieu no podía evitar tragar saliva una y otra vez. Avanzaba con la barbilla erguida y miraba de soslayo las expresiones de estupor de los guerreros. La piel roja de los anosy se confundía con la tierra. Salvo por eso, en nada se parecían a los pusilánimes espectros en que se habían convertido los supervivientes del clan del antiguo rey. Éstos sí parecían animales de guerra, robustos, fibrosos. Muchos de los hombres tenían escarificaciones, algunas muy recientes a juzgar por la hinchazón y el pus que se endurecía en escorrentías por el pecho. Iban adornados de forma esperpéntica con cordajes y tiras de pieles y tenían el pelo trenzado hacia atrás, dejando al descubierto una expresión demoníaca. Las mujeres exhibían peinados modelados con barro y se cubrían el rostro con una máscara de polvos blancos rallados de la corteza de un árbol. Lucían amuletos, algunos hechos de cuarzo y perlas robadas a antiguos navegantes árabes y otros con pequeños animales deformes que utilizaban en las ceremonias de posesión.