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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (7 page)

—¿Deberíamos seguir con los relatos eróticos o probamos con algo diferente? —preguntó Margot, encantada de formar parte del grupo, aunque aún se sentía un poco incómoda. Margot no había tenido ninguna amiga desde los doce años. Le asustaban las niñas.

«Yo era la mandamás de mi pandilla de séptimo curso —le había dicho Margot a su primer psiquiatra—, y desempeñé un papel decisivo a la hora de arrastrar a una niña pequeña y llorica llamada Juliet hasta lo más bajo del escalafón, tanto que al final se cayó de la escalera y se marchó del colegio. No fue ningún drama. La tal Juliet defendía que lleváramos uniforme. Se matriculó en un colegio católico y le fue bien. Sin embargo, al no tener a nadie con quien meterse, las chicas populares se volvieron contra mí de la misma manera que un fuego arrasador cambia de dirección de repente. ¡Ay, cómo se volvieron contra mí! ¡Contra mí! ¡Su líder!»

Dado que él no había vivido ninguna experiencia similar con la que poder compararla, el psiquiatra de Margot permaneció sentado en silencio en su silla intentando imaginar de qué manera la fórmula empleada por una niña para desmoralizar a otra se podía volver contra ella. La culpa, presidiendo su pirámide de dolor, había arruinado para siempre el concepto de «amiga» en Margot. No confiaba en las chicas, y no confiaba en sí misma.

—Ay no, sigamos con la literatura erótica —dijo Brooke.

—Probemos con poesía. Seguro que eso espanta a Lux —dijo Aimee.

—¿Poesía? —Margot sintió un escalofrío—. ¡Eso me espanta a mí!

—¿Qué tal si dedicamos algunas sesiones a escribir sobre algún tema que Lux no controle?

—¿Bailes de debutantes? —sugirió Brooke.

—Eres la única que ha estado en un baile de debutantes —dijo Aimee soltando una carcajada.

—Lo más cerca que he estado de ir a uno es cuando me enrollé con uno en la terraza de mi casa —admitió Margot.

Más risitas depravadas golpearon el abdomen de Aimee, a la que se le escaparon unas gotitas de pis.

—¡Para ya! ¡Basta de risas! ¡Ya no puedo más!

Aimee se levantó con dificultad del sofá y entró patosamente en su dormitorio para cambiarse de ropa interior, culpando a Lux de hacerle mojar sus bragas.

—¿Qué estás haciendo ahí dentro? —la llamó Margot.

—No es asunto tuyo —respondió Aimee. La elección de ropa interior era un suplicio para Aimee. Antes del embarazo prefería el tanga por diversas razones que iban mucho más allá de cuestiones estéticas. Ahora su gran colección de ropa interior picante de encaje reposaba olvidada en el fondo del cajón bajo las prendas con entrepierna de nailon y algodón recientemente adquiridas, que se lavaban bien pero tenían la pinta de algo que su abuela recomendaría por su comodidad y resistencia.

La ventana de su dormitorio estaba abierta. Alguien en algún punto de la ciudad había hecho algo repugnante que desprendía un olor horrible e inidentificable que impregnaba la habitación y la nariz de Aimee.

«¡Puaj! ¡Puaj!» Un borbotón subió por la garganta de Aimee conforme corría al cuarto de baño. De camino empezó a vomitar. Al avanzar, Aimee se iba manchando del vómito que se derramaba de su boca. Tenía dos posibilidades: o dejaba de correr y vomitaba en el suelo, o seguía corriendo hacia el baño para intentar que una parte del vómito cayera en el váter y el resto sobre su ropa. Ninguna era mejor que la otra, pero no había más elección. Aimee paró y vomitó en el suelo.

—¡Eh! —gritó Brooke desde el sofá—. ¿Estás bien?

—Sí.

—No lo parece.

—Pues lo estoy.

Aimee cogió un buen trozo de papel higiénico del baño y limpió el vómito. Había demasiado, y al final tuvo que usar una toalla. Aimee envolvió el contenido de su muy delicado estómago en una suave toalla blanca. Apretó los dientes y tiró a la basura la toalla, tan bonita en su día, por miedo a vomitar otra vez cuando ya estuviera limpia.

«Él tendría que haber estado aquí para limpiar mi vómito y lavar las toallas», pensó Aimee, pero ese pensamiento condujo a otros más peligrosos. Tenía que borrar de su cabeza esa clase de pensamientos o se volvería loca. Todo era un síntoma de cómo acabó su vida desde el momento en que se quedó embarazada.

Aimee se lavó los dientes y se puso ropa interior de abuela limpia. Su embarazo se estaba revelando como una mezcla entre un huracán horrible y destructivo y cálculos en un riñón, pero al final tendría al bebé, y ese pensamiento lo hacía soportable.

—Aimee, tienes un piso estupendo —estaba diciendo Margot conforme Aimee volvía al cuarto de estar.

—Gracias.

—¿Cuánto pagas? —quiso saber Margot.

Semejantes preguntas están consideradas de mal gusto en cualquier parte del mundo excepto en su ciudad, donde encontrar una vivienda asequible suponía un problema incluso para una mujer rica como Margot.

—Cuatro mil.

—¿Hipoteca y mantenimiento?

—Alquiler.

—¿Puedes comprarlo?

—Cuando estaba a un precio razonable no teníamos el dinero.

—Pues sí, a mí me pasó lo mismo. Yo tengo un piso estupendo de dos dormitorios que tendría que haber comprado a principios de los noventa. Tenía el dinero, pero en ese momento me pareció un precio excesivo.

—Oye, gracias por la cerveza —dijo Brooke mientras cogía su abrigo y su bolso—, pero tengo que coger el autobús.

—Deberías mudarte a la ciudad —dijo Aimee.

—Sí, debería —dijo Brooke de una forma evasiva que no revelaba lo perezosa que se había vuelto o hasta qué punto había sido incapaz de imaginar que una vida que había sido tan desenfrenada en la ciudad a los veinte acabaría convirtiéndose en una vida tan tranquila en las afueras a los cuarenta.

—Margot, ¿qué te parece si vemos una peli? —preguntó Aimee.

—A excepción de hoy, soy un ratón de gimnasio todas las noches al menos dos horas —dijo Margot—. Me mantiene sana y delgada. No obstante, si puedes esperar a la sesión de las diez, vemos lo que quieras. Soy una promiscua del entretenimiento... cualquier película, a cualquier hora, en cualquier lugar.

—Las diez es un poco tarde para mí para empezar una película. A las once de la noche ya estoy dormida como un tronco —admitió Aimee.

—En otra ocasión, entonces —dijo Margot—. ¿Qué tipo de pelis te gustan?

—Ciencia-ficción, acción y aventuras —dijo Aimee, y las otras mujeres rieron ante respuesta tan absurda.

La cháchara continuó mientras las mujeres se dirigían a la puerta y llamaban al ascensor. Se dieron un rápido abrazo y se prometieron ir al teatro juntas. En el trayecto de descenso, Margot y Brooke hablaron sobre la posibilidad de organizarle una fiesta a Aimee para celebrar su embarazo. Margot pensó que un almuerzo en un restaurante cercano sería agradable y apropiado.

—¿Cómo es su marido? —preguntó Margot a Brooke al llegar a la calle.

—Es un buen tipo. Obsesionado con su trabajo. Guapo, alto. Bebía mucho pero lo dejó. En realidad no le veo desde hace, no sé, desde hace tiempo. Trabaja mucho fotografiando a bandas de rock en Tokio.

—¿Es fotógrafo?

—No, Margot, es asesino, ¡no te fastidia! Claro que es fotógrafo.

Brooke dio a Margot un empujoncito en el hombro. Se rieron y abrazaron y se prometieron mutuamente otra noche de risas y cervezas. Margot se marchó sintiéndose bien con sus nuevas amigas.

Sola en el piso, Aimee marcó el número de móvil de su marido. Sonó y sonó. «Escucha, no vengas hoy a casa, ¿vale? —dijo Aimee alzando la voz al teléfono que estaba sonando—. ¿Por qué me tienes así? Simplemente dime que lo nuestro se ha acabado y yo seguiré adelante y... ¡ay!»

Saltó el contestador del móvil y le pidió que dejara un mensaje.

«... Eh... hola. Soy yo. Ayer llegaron unos cuantos cheques. Los he ingresado. La cuenta se está llenando al límite. Quizá cuando vuelvas podríamos limpiarla y comprar una isla. Y... eh... te quiero. Adiós.»

*

Ésa era claramente una noche para ver El Señor de los Anillos. Había un cine pequeño al que Aimee podría ir paseando y coger un taxi de vuelta. Habían estado proyectando las tres partes de la trilogía de El Señor de los Anillos en sesión continua las veinticuatro horas del día durante casi dos años. Aimee y su marido empezaron a ir el verano anterior sólo para librarse del calor. Ahora que estaba sola, Aimee iría con demasiada frecuencia para sumergirse en la Tierra Media.

Lo que más le gustaban eran los enemigos, por lo malignos que eran. El mal en la vida de Aimee era como un tumor cancerígeno que no podría erradicarse sin que se llevara por delante alguna parte de su propia carne. Le encantaba la gloria de las batallas; la forma en que los actores se entregaban a destruir y eliminar el mal hasta perder partes esenciales de sus cuerpos. Mucho más fácil combatir y destruir que salvar o cambiar. Y así empezó a ir al cine de forma habitual, para deleitarse con la emoción que le producía ver al bien incuestionable destruir al mal innegable. Le encantaban los personajes heroicos y los actores cachas. Lamentaba que, en toda la trilogía, sólo Frodo se quitara la camiseta.

«Soy una cretina —se dijo Aimee, como hacía siempre cuando recorría el camino que la llevaba al barrio pintoresco donde se encontraba el cine—. No entiendo mi fijación con estas historias de chicos cuando la única persona que ha corrido en mi auxilio en momentos de necesidad es mi madre.» Al pasar por un bar del barrio, Aimee echó un vistazo por el cristal de la ventana. La visión de dos clientes felices pegándose el lote en el bar como una pareja de adolescentes le produjo náuseas.

La mujer, ante la mirada repentinamente mojigata de Aimee, estaba prácticamente lamiendo la cara del chico. Aimee los miró con el ceño fruncido y luego retomó la reprimenda del crítico que llevaba dentro: «La sociedad debería reconocerme el mérito como creadora de vida, en vez de tener que ir y venir yo sola al cine. Debería estar en casa catalogando algo, leyendo alguna revista de arte que va al... ¡Dios! ¡Madre mía! ¿Qué era eso?».

Aimee dio media vuelta y volvió a la ventana de cristal del bar. Podría reconocer esas medias lilas y esos zapatos azules en cualquier lugar. Recorrió con la mirada los cuerpos entrelazados, separándolos mentalmente, y, en efecto, se apreciaba una melena caoba teñida con tinte casero y despeinada, enredada con el pelo gris de algún pobre vejestorio cabezón. «¿Cuándo parará para coger aire? —se preguntó Aimee—. Las chicas veinteañeras deben de necesitar menos oxígeno que las mujeres normales. Probablemente almacenan las reservas de aire en el sostén de sus pechos respingones de la misma forma que un camello almacena agua en su... ¡Dios mío! ¿Es ése Trevor?»

Se acercó para ver mejor. No podía ser Trevor. Aimee dio un paso adelante. Había trabajado con Trevor en varios casos problemáticos. Era discreto y algo aburrido hasta donde Aimee conocía. Los amantes pararon para coger aire y dar un trago a sus bebidas. Aimee se inclinó. El pelo del hombre estaba despeinado como si acabara de levantarse de la cama. El Trevor que Aimee conocía siempre iba con prisas y dispuesto para trabajar. Los labios de ese hombre estaban un poco rojos e hinchados de tanta saliva y pintalabios restregados. Cuando el hombre alzó la mirada y sonrió a la chica que seguramente era Lux, Aimee tuvo que admitirlo sin duda alguna: era Trevor.

«¡Ostras! —dijo Aimee en voz alta—. ¿Trevor y Lux? Qué asco.» Aimee volvió sobre sus pasos y salió disparada al cine. Pagó la entrada y fue directa al baño, donde se lavó la cara como alguien a quien le arden los ojos. Intentó no pensar en los problemas de Lux. No era asunto suyo si la chica quería arruinarse la vida. Se aseguró de vaciar cada gota de líquido de su pobre vejiga a presión, encajada como estaba entre el reducido espacio que había entre su útero en crecimiento y su espina dorsal.

Sentada en el váter, Aimee se rió de Lux. Trevor tenía como mínimo cincuenta años, por no decir que era un vejestorio mediocre que nunca sería su pareja.

«Qué estúpida», dijo Aimee en voz alta mientras se secaba y se preguntaba si se acostarían juntos.

Aimee salió del baño y sintió todo el chorro del excelente aire acondicionado del cine. El aire frío estaba saturado del olor a perritos calientes baratos y palomitas. Se balanceó un segundo en la puerta del baño. Anhelaba desesperadamente la cultura pop de los opiáceos, una forma de descargar las tensiones del día, pero de repente no se encontró con fuerzas para entrar al hermoso vestíbulo antiguo del cine. «Ya tengo la entrada —se dijo para animarse—. Sólo tengo que cruzar el vestíbulo. Al otro lado hay una caída libre y habré escapado de mi vida hasta que tenga que ir a trabajar mañana a las diez. ¡Ya tengo la maldita entrada! Si simplemente fuera capaz de atravesar el vestíbulo, no tendría que pensar en nada hasta mañana por la mañana. Podría perder el tiempo en condiciones.»

Aimee se dijo a sí misma que era por culpa del olor, mientras giraba a la derecha y echaba a correr hacia las grandes puertas de cristal que daban a la calle. El olor de los perritos calientes era demasiado. «No sería capaz de concentrarme. Necesito irme a casa ahora mismo.» La aventura en la Tierra Media había acabado para Aimee, al menos esa noche.

Le temblaba la barbilla, y sintió un acceso de lágrimas que intentó contener hasta que estuviera de vuelta en su piso. Se las tragó e hizo lo posible por no salir del cine tambaleándose.

Pagó al taxista dinero de más y entró corriendo en su bloque, se sentó en el sillón y comprendió que su marido la había abandonado. Todo estalló en su interior.

Quería levantarse y crear algo. Eso siempre la hacía sentirse mejor. Quería escribir algo dramático y catártico sobre su situación actual, pero luego tendría que leerlo delante de Lux. Una idiota de veintitantos, emperifollada, con pelo rojo y pechos respingones había arruinado su grupo de escritoras. Tenían que dejar el tema erótico apremiantemente. ¿Cómo iba a escuchar Aimee a Lux contando algo sensual mientras se la imaginaba abrazada al viejo y encorvado Trevor?

¿Qué diablos había visto Lux en él? Era viejo y no era rico. ¡Y Lux! ¡Era una cabeza hueca! No era precisamente una joya, con esa indumentaria chillona y su humilde estatus. Nada cuadraba.

Aimee agarró su labor de punto e intentó concentrarse. Se estaba tan bien en la tienda de textiles rodeada por el tintineo de agujas y una cálida conversación... pero en la vida real de Aimee hacer punto era imposible. Aun así, Aimee necesitaba producir algo. Dado que todos los caminos hacia el confort de la creación estaban temporalmente cerrados para ella, Aimee descolgó el teléfono y empezó a enredar un poco las cosas.

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