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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (4 page)

Con eso, Aimee empujó todos sus pensamientos al fondo de la cabeza, apagó las luces y se fue a la cama. Esperó y esperó. Pasado un rato, empezó a hacer lo que más la relajaba habitualmente. Se tocaba y se estremecía, pero esa noche eso no funcionaba. Su mano empezaba a perder ritmo. En el silencio desolador de su apartamento, sonó el teléfono.

—Hola cariño. ¿Qué haces? —preguntó su madre.

«Pues me estaba masturbando, mamá, pero entonces me di cuenta de que lo que realmente me apetecía era lasaña. »

Aimee bostezó e intentó formular una respuesta honesta que no dejara a su madre en estado de shock.

—Estaba intentando relajarme, pero estoy hambrienta. Me estoy planteando pedir una lasaña.

—¡Ah, eso suena bien! —exclamó su madre—. No quiero retrasarte la cena.

—Sí, creo que me voy a levantar y voy a comer —dijo Aimee.

Intentó que su voz sonara optimista y tranquila, porque la tristeza podía hacer que su madre se preocupara, y la preocupación podría traducirse en que su madre hiciera la maleta y cogiera un tren.

—Llámame cuando quieras, cielo. Papá duerme como un tronco, así que no hay ningún problema en que llames a mitad de la noche.

—Tranquila, estoy bien. Un poco cansada y exageradamente hambrienta, pero bien.

—Bien, entonces pide tu lasaña. La próxima vez que vaya te llevaré comida casera.

—Te quiero, mamá.

—Claro que sí. Y yo a ti.

Aimee colgó el teléfono y volvió al problema inicial. ¿Quería masturbarse o comer lasaña? Era el tipo de chica que casi siempre da prioridad al sexo con respecto a la pasta. Ahora todas las apuestas relativas al deseo estaban perdidas. No sabía si era un sentimiento real o un impulso hormonal; no estaba segura de si él la había dejado o si estaba siendo responsable de la única forma que sabía serlo. Se subió los pantalones, salió de la cama y llamó a la tienda de abajo.

El dinero siempre había sido un tema de conversación. A veces era el único tema que trataban. Después del incidente de la muñeca, ella volvió a la universidad y se convirtió en asistente de abogados. Él le dijo que no lo hiciera, que sobrevivirían.

—Yo no quiero sobrevivir —le dijo ella—. Quiero vivir. Quiero un seguro médico. —Perderás la libertad.

—La libertad es demasiado cara. Cuesta un brazo y una pierna.

—¡No! —rió él—. ¡Sólo la mano!

Ella también se rió, compartiendo por un momento el brillo de su humor negro. Esa noche fueron al cine, tomaron café a medianoche e hicieron el amor al amanecer. Llegó tarde a su primer día de clases, pero no al segundo ni a ningún otro. Se licenció con matrícula y consiguió un trabajo por las mañanas, mientras que él continuó llevando una vida que le obligaba a estar fuera toda la noche. Llegaba a casa un par de horas antes de que ella se fuera a trabajar, se tiraba en la cama y la despertaba.

—Ah, ¿estás despierta? —le preguntaba.

—Ahora sí —gruñía ella.

—¿Lo bastante como para hacer el amor?

—No.

—Leí que por lo visto el sexo durante el embarazo es algo alucinante.

—No a las siete de la mañana.

—¿De verdad son las siete?

La gente que casi nunca sabe qué hora es debería morir. No llevan reloj para hacer alarde de su libertad, y descargan esa responsabilidad en otra persona. En cualquier caso, Aimee había llegado a la conclusión de que eso merecía la pena de muerte.

Aimee se levantó, bebió un vaso de leche y se preguntó si el ardor desaparecería algún día. Se zampó un sándwich de crema de cacahuete y mermelada mientras esperaba a que la tienda de delicatessen de abajo trajera la lasaña (sin sal, por favor). En la tienda preparaban unos platos deliciosos, excesivamente caros como para frecuentarla de forma asidua. Sin embargo, últimamente habían llegado desde lugares lejanos cheques generosos con su nombre en sobres adornados con sellos de colores vivos. Los depositó en su cuenta conjunta y retiró el dinero para pagar el alquiler y otros gastos. Se convirtió en clienta habitual de la tienda, encargando comida tres o cuatro noches por semana.

Aimee se quedó observando al guapo repartidor, pero paró al darse cuenta de que le hacía sentirse realmente incómodo, y le dio una buena propina por recordar que quería agua de Seltz (sin sal), aunque había pedido club soda.

En la película La semilla del diablo Rosemary no era consciente de estar loca cuando engulló hígado crudo en mitad de la noche mientras permanecía de pie delante del frigorífico. Pensando en esa escena, Aimee se comió la pasta de pie y deseó haber pedido una guarnición de hígado picado. Dando un sorbo de soda y rezando para que la barriga no reaccionara mal a las calorías que le había metido, Aimee se sentó en el sofá para reflexionar tranquilamente sobre su vida. Enseguida se durmió.

A la mañana siguiente Aimee se despertó en su cama, con el pijama puesto. En la mesilla de noche que estaba en su lado de la cama había una flor recién traída en un jarrón, un vaso de soda, algunas galletas saladas y una nota que decía «te quiero». Había estado allí, pero ya se había ido.

Se incorporó y vomitó en un cubo pequeño que había dejado ahí precisamente para eso; luego dio con cuidado un sorbo de soda y mordisqueó la galleta, esperando poder contenerse el tiempo suficiente para darse una ducha. Miró por la ventana y buscó la alegría que tanto había esperado. Estaba ahí, pero la pérdida y la indigestión constante le aguaban la fiesta. En tres meses tendría al bebé y él ni siquiera podía tener la cortesía de arruinarle la vida en persona.

3

Nalgas y pies

Ella movió los dedos de los pies mientras varias lenguas húmedas y cálidas lamían sus pantorrillas. Un poco de whisky helado se deslizó por su garganta y sintió que los músculos se desenroscaban, abriendo por primera vez en varios días la tibial posterior.

—¡Dios! ¿Está escribiendo sobre su culo? —exclamó Lux.

Aimee se burló y toda la sala quedó en silencio.

—No. No estoy escribiendo sobre mi culo —respondió Aimee intentando no resoplar.

—Es que parece que estás hablando de tu culo.

—Pues no.

«Si no hay nada de malo en que escribas sobre tu culo», sintió Brooke la necesidad de decir.

—A mí me mola que me lo hagan por detrás —les informó Lux.

Aimee esperó. Eso no era lo que ella quería. Quizá debería dejar el club y encontrar algo de consuelo en un grupo de apoyo para mujeres embarazadas. Había muchos en la red. «No estoy preparada para hablar de pañales y hemorroides —se dijo a sí misma—. Quiero seguir en el mundo adulto todo el tiempo que pueda.»

—A mí también me gusta —pronunció Brooke en relación al sexo anal.

Margot miró fijamente a Brooke. Le resultaba incongruente que Brooke, con su belleza de clase alta, blusa blanca y falda plisada, pudiera pronunciarse a favor del sexo anal. Margot no podía imaginárselo porque todos los tatuajes de Brooke estaban en zonas que no se veían cuando iba vestida. Si Margot viera a Brooke desnuda, lo entendería.

—Pero Brooke, si no hay próstata —alegó Margot—. Las mujeres no tienen esa glándula, así que ahí no hay nada contra lo que restregarse, nada que dé placer.

—A mí me gusta —perseveró Brooke—. Lo que no me gusta es una polla enorme.

Entonces las opiniones empezaron a dispararse. Margot sostenía que cuanto más grande, mejor, mientras que Brooke y Lux por poco saltan de sus asientos para expresar su opinión acerca de las dimensiones perfectas de un pene.

—No estoy... ¡oye! —gritó Aimee para sobreponerse al ruido—. No estoy escribiendo acerca de mi culo. La tibial posterior es un músculo del pie.

—¡Buaj! —exclamó Lux.

—Bueno, lamer los dedos de los pies puede ser una experiencia alucinante.

—No —le contradijo Lux—, no puede serlo.

—Digo si los dedos están limpios y el pie es bonito. Quiero decir, es una forma de decirle a tu amante que cada milímetro de su cuerpo es delicioso, y que quieres sentir todos y cada uno de ellos en tu cuerpo —rió Brooke.

—Algo así como tragar en vez de escupir —comentó Margot.

—¡Exacto!

—Sois unas brutas —dijo Lux.

—Sigo con mi relato. —Aimee comenzó otra vez, pero la sorpresa de Margot ante las preferencias de Brooke la interrumpió.

—No puedo creer que no te guste una polla enorme —le dijo Margot a Brooke.

—Demasiado trabajo.

—Cuanto más grande, mejor. Veinticinco o treinta centímetros. Lo quiero todo —dijo Margot riendo.

Brooke sacó una regla del maletín que tenía sobre la mesa.

—¿Veinticinco o treinta centímetros? —dijo Brooke marcando la distancia desde el final de la regla hasta el pubis. Treinta centímetros llegaban hasta el fondo de su plexo solar.

—¡Hala! —dijo Margot—. ¿Eso son treinta centímetros?

—Pues sí. Así que reconoce que treinta centímetros es sencillamente ficticio. Veinticinco centímetros si hablamos de porno, una polla que te atraviesa. Veintitrés sigue superando con creces mi ombligo, e incluso con veinte llega hasta lo más profundo de mi vejiga y luego me tiro una semana con una infección urinaria. Médicos, antibióticos... paso de movidas.

—Déjame la regla —dijo Margot. Brooke se la pasó y Margot se enfrascó en medir la distancia entre la entrada de su vagina y el comienzo de sus costillas. Nadie estaba escuchando a Aimee.

—¿Puedo terminar mi historia, por favor? —pidió Aimee, echando chispas. Todas la miraron, pero cuando empezó a leer, Lux saltó con un pensamiento que no podía contener.

—Una vez, mi madre me dijo que dejó a su primer marido porque su pene era demasiado pequeño, y yo dije: «Bueno, a lo mejor es que su pene tenía el tamaño adecuado pero tu vagina es demasiado grande».

Se hizo el silencio. Y entonces...

—¿Qué dijo? —preguntó Brooke.

—¿Quién?

—Tu madre —dijo Margot.

—Nada. Vamos, quieres decir que si se había enfadado, ¿no? Claro que no. Quiero decir que nunca ha sido, ya sabes, competitiva con el tamaño de su vagina, así que sólo dijo algo en plan: «Sí, Lux, ¿me puedes pasar la sal?», o alguna tontería del estilo.

La historia de Lux sobre las dimensiones relativas de la vagina de su madre resonó en la sala como el talán de una campana próxima, dejándolas a todas un poco inconscientes y perdidas.

—Bueno —dijo Lux al ver que nadie parecía capaz de hablar—, creo que Aimee quería leer algo que ha escrito sobre su culo, ¿no?

—¡No! —exclamó Aimee—. ¡Mi relato no habla de mi culo! Habla de volver a casa, tomarse un vaso de whisky y meter los pies en una bañera de agua caliente.

—Creía que tenían que ser historias de sexo —interrumpió Lux, incapaz de estar callada cinco minutos.

—Escribimos historias eróticas —dijo Aimee a punto de estallar—, lo cual incluye cualquier cosa sensual. No sólo sexual. No pornográfico.

—Aunque... bueno, en realidad —comentó Brooke—, en realidad yo definiría el relato que he escrito para esta semana como próximo a lo pornográfico. Si eso va a suponer un problema, sería mejor que me abstuviera de participar en esta ronda.

Lux vocalizó la palabra «nalgas» hacia Margot, al otro lado de la mesa. Las cejas de Margot se levantaron, y sintió que un mareo repentino la asaltaba. Se enderezó un poco más en la silla.

—Me gustaría oír la historia de tu trasero, Brooke —dijo Margot.

Aimee suspiró. Ella y Brooke eran amigas desde hacía más de veinte años y ya sabía todo lo que había que saber sobre el culo tatuado de Brooke. En Chicago, cuando eran libres y tenían veintitrés años, Brooke y Aimee compartieron piso y el amante de turno. Aimee había pasado demasiadas noches sentada desnuda en el diván que había junto a la cama, sintiéndose excluida, viendo a Brooke estremecerse de placer con el amante que se suponía que tenían que disfrutar juntas.

—¡Aimee! —Brooke le había insistido—, tienes que probarlo.

—¿Porqué?

—Te cambiará la vida. Te replantearás absolutamente todo lo que conoces sobre el sexo. Pero no con Dave.

—¿Por qué no con Dave? —preguntó Aimee—. En aquel momento era su novio y parecía la elección perfecta.

—Porque literal y metafóricamente hablando, Dave es un pollón andante. Necesitas a un hombre sensible.

Se decidieron por un chico que le gustaba a Aimee, el cual estuvo encantado de que las chicas le invitaran a penetrar el culo de Aimee. Era un chico dulce y amable. Para facilitar la situación, llevó una botella de vino tinto excelente y un gran tubo de lubricante. Lo hizo todo bien y aun así fue una de las sensaciones más sorprendentes y desagradables que Aimee había experimentado.

Brooke dijo que había elegido al chico equivocado. Aimee dejó de hacer tríos con Brooke. No podía competir con ese recto complaciente y deseoso.

—No quiero oír una historia acerca del culo de Brooke —dijo Lux.

Aimee tampoco quería oírla, pero quizá podría usar esa excusa para conseguir que Lux abandonara el grupo.

—No vamos a censurar el relato de Brooke. Te puedo garantizar que no te va a gustar oírlo. Estás invitada a ausentarte en lo que queda de reunión si crees que te va a disgustar.

Lux se sentó y cerró la boca.

—¿Lo leo ya? —preguntó Brooke.

—En realidad no he terminado mi historia. Tan pronto empezó Aimee, Lux la interrumpió.

—Brooke, ¿entonces cómo es de pornográfica tu historia? ¿Ligeramente pornográfica? —preguntó Lux.

—No, Lux, es una historia salvajemente pornográfica, deprimente y guarra, de sexo anal. Si no te gusta, no tienes por qué escucharla —le informó Brooke en un tono mordaz, que no surtió efecto en la determinación de Lux de entender la historia de Brooke al completo antes de oírla.

—En tu historia, ¿hay alguien que trate realmente mal a otro? —preguntó Lux.

—No.

—¿Hay abusos o daños físicos? —preguntó Lux.

—No.

—¿Alguien tiene que hacer... ya sabes... algo en contra de su voluntad? —preguntó Lux.

—Qué preguntas más interesantes —dijo Margot.

—No tengo nada en contra de las partes sexuales —dijo Lux a la defensiva—, pero no quiero oír cosas sobre personas a las que hieren los sentimientos o el cuerpo, ¿de acuerdo? Sobre todo cuando la chica se ve humillada para que así el chico pueda sentirse superior.

Se hizo un silencio en la sala mientras todas pensaban un momento en Lux. Lux tenía ideas interesantes y bien razonadas sobre cómo quería que se desarrollase su pornografía.

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