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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (3 page)

Y aun así lo había oído. A lo mejor lo había dejado al azar porque sabía que ella exploraría con diligencia cada rincón del contestador hasta dar con una explicación de su ausencia. Ausencias.

Aimee se apartó el pelo de los ojos y estrechó sus enormes pechos contra su cuerpo. Ya no era sólo la barriga lo que crecía. El pelo también estaba creciendo con la fuerza de un torbellino, lanzándole rizos a los ojos tan sólo unas semanas después de habérselo cortado. Y luego estaban esos pechos. Aimee se quedó encantada cuando su sujetador de la talla 85A se le quedó pequeño. Había sido delgada y de pecho plano la mayor parte de su vida. Era genial tener pechos con copa de la talla B. Entonces, una mañana en el trabajo sintió que estaba teniendo una especie de ataque de asma. Estaba sentada en su mesa, revisando un contrato para un abogado, y de repente no podía respirar. Era como si una goma elástica oprimiera su pecho, asfixiándola. Temió por la vida de su bebé y fue corriendo al médico.

El taxista puso cara de pánico cuando Aimee pronunció las palabras «sala de urgencias» a través del separador acrílico, y corrió lo más rápido que pudo. La enfermera la llevó rápidamente a la sala de reconocimiento. Aimee se quitó la blusa y el interno advirtió de inmediato los cortes profundos en espalda y hombros. Tan pronto como cortó su atadura de la talla 90B, Aimee inspiró aire de nuevo, llenando los pulmones al límite de su capacidad por primera vez en ese día.

—¿Has tomado hoy mucha sal? —preguntó el interno.


Pastrami
—dijo Aimee con dificultad.

—Hará que se te hinche todo el cuerpo.

Aimee miró el sujetador de encaje roto que tenía en sus manos.

—¿El primer bebé?

—Sí.

Pero no el primer embarazo. Había tenido un aborto natural. Y el provocado. Varios provocados. «Aún no, aún no —había dicho él—. Necesito tres, no, cuatro, no, cinco años más y entonces estaré preparado», había dicho. Y ella estuvo de acuerdo con él, pero al mismo tiempo a veces dejaba que se le olvidara la píldora. Y entonces le entraría el pánico porque a él le había entrado, y ella estaría de acuerdo en que tener un bebé en ese momento les arruinaría la vida. Después de siete años, ella y su cuerpo ya habían tenido suficiente.

—Voy a dejar la píldora —le dijo ella, y luego lo repitió para asegurarse de que lo había oído. Él dijo que vale y dejaron el tema.

El supuso que tras diez años de hormonas artificiales, Aimee necesitaría al menos dos meses para ser fértil de nuevo. Ella pensó que serían aproximadamente cuatro. Ambos estaban equivocados. El cuerpo de Aimee estuvo listo en dos semanas.

El periodo le vino con la puntualidad de un reloj durante los tres primeros meses de embarazo. Con menos fuerza, pero roja y firme en su llegada. Luego pasó otro mes mientras Aimee esperaba a ver si su primera ausencia del periodo era sólo cuestión de estrés. Después de que tirara a la incineradora tres pruebas de embarazo que habían dado positivo, necesitó un poco más de tiempo para reunir las fuerzas para decírselo. Cuando por fin lo hizo, él perdió los estribos, así que ella también los perdió, pero el médico permaneció impasible. No iba a abortar un feto de cinco meses.

Aimee se alegró y él se enfurruñó.

—¡Nuestras carreras profesionales! —le gritó—. ¿Qué va a pasar con nuestras carreras?

Pero había pasado mucho tiempo desde que Aimee había tenido una carrera. Tenía un trabajo y una afición cara para la que estaba muy cualificada. A sus cuarenta años no estaba dispuesta a sacrificar su última oportunidad para ser madre por un atisbo de una carrera como fotógrafa.

Cuando le dijo la decisión que había tomado, él se vino abajo y sollozó. Hubo un momento de pena y sentimiento de culpa que desembocó en una fría indignación conforme sus sollozos se hacían más grandes, más teatrales, más manipuladores.

—¡Qué has hecho! —le lloró él con lágrimas de cocodrilo. Las lágrimas fluían mientras apoyaba la cabeza con un gesto trágico en la entrada de su habitación y la miraba recoger sus cosas. Cerró la maleta de un golpe y se dirigió al ascensor.

«Dios mío, Dios mío —se repetía mientras el ascensor bajaba—. ¿Adónde voy a ir? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a vivir?» Scarlett O'Hara resonó en su cabeza conforme dejaba atrás el cuarto piso, el tercero, el segundo. El corazón le latía con fuerza, no por el miedo, sino por cómo había escapado de él. Se paró en la entrada del edificio preguntándose a dónde podía ir para librarse de su implacable decepción ante la felicidad que iba creciendo en ella.

En una pequeña habitación del Hotel Chelsea, Aimee se quedó de pie desnuda ante el espejo mal iluminado y se maravilló al ver su barriga. Y entonces una leve inquietud, mezcla de miedo y soledad, asomó mirándola por entre los biseles del espejo. ¿Podría salir adelante como madre soltera? ¿Era lo suficientemente fuerte para hacer esto sola? En mitad de ese ataque de pánico doloroso y prolongado, él la localizó y le suplicó que volviera con él, con bebé y todo. Su llamada telefónica disipó la inquietud. Sólo eran momentos difíciles.

—Yo también te echo de menos —admitió Aimee.

—No puedo vivir sin ti. Lo eres todo para mí. Si quieres tener al bebé, puedes tenerlo. Te quiero. Por favor, vuelve a casa, Aimee.

Fue a buscarla al hotel, pagó la cuenta y llevó su maleta al taxi. Cuando llegaron a la buhardilla, él abrió la puerta y la dejó en el umbral. Colocó su maleta en el espacio que había entre la mesilla de noche y la pared. Le dio un beso en la mejilla y luego desapareció.

No de repente. Poco a poco fue trabajando más horas, hacía más trabajos fuera de la ciudad, y viajaba a Tokio con tanta frecuencia que mencionó la posibilidad de comprarse un apartamento allí. Dijo que la inminente paternidad le obligaba a tomarse su carrera más en serio. Ahora necesitaban seguridad. Y dinero. Tras años criticando con dureza a amigos y colegas por venderse a la fotografía comercial, se zambulló por vez primera en una piscina de dinero y encontró el agua sorprendentemente placentera y un tanto embriagadora. «Un fotógrafo tiene que hacer trabajos mientras esté en buena racha», le dijo conforme se volvía a sumergir. Puede que todo acabara al día siguiente, ¿entonces qué sería de ellos?

Aimee permaneció de pie ante la enorme ventana de la buhardilla, vestigios de los días en que su casa había sido un espacio industrial, y bajó la mirada hacia la ciudad. Justo detrás de ella, sus obras colgaban en la pared: las dos únicas copias impresas que quedaban de su último año en la Facultad de Chicago, cuando compartieron una exposición conjunta con sus compañeros. La copia grande era de él y la más pequeña de ella.

Él tenía grandes ideas. Ella también, pero él presentaba las suyas en copias de 1,75 por 2,45. Ella le ayudó a pagar el papel y a revelar las copias. Su trabajo era igual de bueno, pero ella lo presentó en un papel de 30 cm de ancho y 35 cm de alto. Ella consiguió una A en el trabajo y él un agente.

Aimee se quedó de pie delante de una de las copias de él que no se habían vendido, una vagina de 1,75 m de ancho por 2,45 m de alto, ligeramente oscurecida por el dedo que estaba dentro de ella. Un mecenas de buen criterio tendría que observar la obra unos minutos antes de que el ángulo y la escala le permitieran reconocer qué partes de la anatomía humana interactuaban en la fotografía. Había tenido buenas ofertas, pero él no había querido venderlo, y le decía a todo el que preguntaba que Aimee era la modelo y que nunca podría vender el coño de Aimee.

Cuando hizo la foto, Aimee llevaba unos vaqueros azules rotos y una camiseta. Estaba de pie justo a la izquierda de la concha, sujetando un reflector que daba el toque perfecto de iluminación al motivo. No alcanzaba a entender cómo podía alguien creerse que esa vagina, con el vello púbico rubio y más bien liso, pudiera ser de ella. Eso era claramente una vagina anglosajona. Todos los folículos de Aimee producían tirabuzones de distintos tipos. Aimee tenía muchas cosas, pero una vagina anglosajona no era uno de sus atributos.

«Qué le he hecho a nuestra relación —pensaba Aimee conforme deambulaba por la buhardilla, mirando los cuadros, parándose enfrente de su propio desnudo, el mismo modelo de foto en el mismo estudio pero con una aproximación mucho más holística a la imagen. Y, por supuesto, no tenía 1,75 cm de ancho por 2,45 malditos centímetros de alto—. Yo era buena. Era tan buena como él. ¿Por qué tiré la toalla?» Mirando a las paredes, supo por qué.

Aimee nunca pudo competir con una vagina de 1,75 por 2,45. Nunca pudo ser tan atrevida con su trabajo. Nunca tendría el valor de gastar los miles de dólares que él había pedido prestados para producir quince enormes desnudos. Había sido incapaz de emplear tamaña cantidad de recursos para sus propios fines. «Qué pasa si fracaso», se preguntaba antes de cada intento. La idea del fracaso le daba náuseas. Su incapacidad para asumir y afrontar riesgos mermó su creatividad.

Por otro lado, podía comerse el riesgo y defecar el fracaso por todo el lugar. No tenía ningún problema en pedirle a ella, a sus padres y a los suyos propios si podía prestarle el dinero necesario para producir aquellas primeras quince copias espléndidas. De pie ante la imagen con que había comenzado su trayectoria profesional, ésta arremetió contra ella cual golpe en el pecho. Para él lo primero era su trabajo. Que le dieran al resto de las cosas y a todas las pretensiones de ser un ser humano bueno y responsable. No era educado. Era atrevido e irresponsable.

Él tenía una carrera y ella un trabajo.

«Podría darle la vuelta —pensó Aimee—. Podría ser atrevida. Podría asumir riesgos. » Se sentó a la mesa de la cocina e hizo cálculos. Una acción práctica que la condenaba al fracaso desde el principio. Incluso con el gasto de una canguro, pensó que podría permitirse un año sabático, teniendo en cuenta que llevaba una vida austera y su madre podía prestarle algo de dinero. «En un año —pensó— seguramente podría producir algo para iniciarme en un camino hacia la vida que siempre di por hecho que me esperaba al otro lado de la universidad. La vida que yo controlaba, en la que decidía qué hacer con mi tiempo. » Ella aprendió viéndole a él que había un mundo en el que las personas no fichaban de nueve a cinco (o de diez a seis y media en el caso de Aimee), un mundo en el que las personas eran completamente dueñas de sí mismas. «Todo lo que necesito es hacer algo asombroso que todo el mundo quiera, algo bonito que pueda vender. »

El plan de Aimee se fue asfixiando al recibir los golpes de determinados hechos, agujereando el delicado tejido de hilo de su fantasía. «Si dejo el trabajo de comercial, nunca podré retomarlo. Si pierdo mi seguro médico a los cuarenta, puede que no vuelva a encontrar cobertura. Ya no soy una gacela veloz al frente de la manada. Soy la presa fácil de un tigre, y necesito defensas mejores que el mero sueño de tratar de recuperar mi vida. » El cambio era un salto a ciegas, y Aimee quería pruebas de que seguía existiendo suelo antes de salir de la cama. Era un grave error.

Sintió ganas de arrancar de la pared la enorme vagina rubia que él había creado.

Solía atrincherarse en el cuarto oscuro cuando la embargaba el pesar, y pintaba cuadros hasta que sentía que al menos estaba socavando un punto de apoyo en la vida que había esperado. Incluso ahora tenía cuatro o cinco carretes que quería revelar. Le pedían a gritos que fuera considerada y los imprimiera en fotografías que todo el mundo pudiera ver y comentar. «Danos la vida», le suplicaban, pero ella los ignoraba. Los productos químicos del cuarto oscuro no eran buenos para el embarazo, así que Aimee siguió dando vueltas por el apartamento.

«Cuando él dijo "hola" tendría que haberme alejado de él. » Sin embargo, en aquellos días él tenía aquella luz en los ojos que la hacía sentirse tan especial. La había arrastrado a su círculo de narcisismo, en el que era dulce y delicioso: un postre adictivo, hipercalórico y sin sustancias nutritivas. Debería haber leído los ingredientes y haber escapado al principio.

Su primera pista fue el diamante que él no podía pagar. Le dijo a ella que no lo quería; que era demasiado seria para ese tipo de tonterías y símbolos burgueses de conquista femenina. Ella en realidad no quería la piedra, pero esos bailes de cortejo tenían su razón de ser. Si no alteraba su vida antes de la boda, desde luego que no iba a complacerla una vez estuvieran casados. Y el cambio es una parte esencial del compromiso que supone el matrimonio. La boda consistió en un par de horas llenas de alegría en el ayuntamiento. Luego volvieron rápidamente al cuarto oscuro para acabar de imprimir las copias para la exposición de él. Esa noche, cuando él la presentó como su nueva esposa, ella no advirtió que su boda había quedado reducida a una buena conversación con el encargado de una galería de arte.

«Por supuesto, ahora está todo claro», se dijo Aimee en voz alta mientras veía la ciudad a través de los ventanales. No obstante, recordaba que esa noche le hacía mucha ilusión que la presentara a tal o cual mecenas. Esperó que se acordara de ir al encuentro de la joven novia cuando le llegara a ella el turno de exponer.

«Fue una vida agradable durante un tiempo», le comentó Aimee a la ciudad que se extendía bajo su ventana. Rebosante de juventud y pasión, incluso la pobreza parecía algo propio de una leyenda bohemia. El arte iba bien. Las fotografías se vendían. Los cumpleaños pasaban, y se celebraban con una ronda de vino barato en vasos de plástico. Entonces, mientras colgaba unas fotografías en una galería, Aimee se cayó de una escalera y se rompió la muñeca.

Debería haber sido sencillo, pero el seguro de la galería no cubría ese tipo de cosas. Aimee no tenía ninguna cobertura. Una semana después, con los dedos como morcillas, les contó la historia a sus padres. Su madre salió disparada a la ciudad cual oso descendiendo por una montaña para salvar a su cachorro. Después de dos semanas y 10.000 dólares, la muñeca y la mano se habían recuperado. Aimee también estaba destrozada. Sin embargo, él siguió adelante con el trabajo, insistiendo en que vivían a lo grande. Ella sugirió algunos compromisos. Él dijo que era inviable.

Si hubiera sido adicto al alcohol, al fútbol o al póquer en vez de al trabajo, se habría dado cuenta desde el principio. Sentada en soledad en el apartamento, se dijo: «Debería haber insistido en un anillo realmente grande. El nunca lo habría comprado y entonces me habría dado cuenta de cuántas cosas eran más importantes que yo. »

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