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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (9 page)

Brooke se comió el sándwich de rosbif mientras veía las fotografías de Emma y Sally, sus dulces y preciosas sobrinas. Niñas rubias encantadoras, de siete y tres años, aparecían en diferentes poses en celebraciones con su madre, la hermana pequeña de Brooke. Junto a las fotos, había un cheque por valor de 1.000 dólares extraído de la cuenta de su madre. El cheque no se debía a nada en particular, salvo porque la madre de Brooke pensaba que ésta no estaba disfrutando la vida al máximo. Brooke introdujo el cheque en su bolsillo y empezó a coger los lienzos del estante.

No se casó con Bill después de la universidad porque a los veintidós él era el único chico con el que se había acostado, aparte de su profesor de equitación. Le dijo que aún le quedaban experiencias por vivir. Se imaginó que si él realmente la quería, se irían a vivir juntos cuando ambos estuvieran preparados. Ella quería niños. Quería tenerlos con Bill, pero para entonces Bill tenía otras cosas en mente. Le pidió que esperara a que resolviera unos asuntos. Ella esperó del modo en que esperan las chicas hermosas, inteligentes, ricas y con talento. Se centró en su arte y se vio con otros hombres. Aun así su corazón y por extensión su útero esperaban a Bill.

Pasaron cinco años y a los cuarenta y dos Brooke dedujo que sólo tendría bebés dulces y regordetes si le hacían el encargo de pintar angelitos en el techo de una iglesia. En un primer momento derramó lágrimas por los niños que no tenía, pero ahora ya había perdido toda esperanza.

A veces sentía no haberse casado con Bill a los veinte. Otras veces pensaba que no habría cambiado esos años de libertad y pintura por nada del mundo. Lo que apenaba a Brooke de forma recurrente era pensar cómo habrían sido los niños que hubiera traído al mundo: los lienzos descolgados se apilaban en la sala de billar, estropeándose a causa del abandono.

Cogió del estante una de sus creaciones. Su madre, sentada en una silla del jardín, cerca de la piscina, en un día tremendamente caluroso, sostenía un cóctel y un cigarrillo; toda la imagen resplandecía como el espejismo de un oasis en el desierto. Brooke observó el cuadro con dureza. Esa noche era la noche, pero ésa no era la obra con la que empezar. Igualmente, volvió a dejar en el estante un autorretrato. Un cuadro de la sala de estar de sus padres y del perro durmiendo en el sofá. Empezaría por ahí.

Brooke sacó una lata de yeso encolado y empezó a aniquilar al perro y la sala de estar y el instante capturado en otros tiempos. De repente un aullido sonó al otro lado de la ventana.

Su madre, que sostenía una bandeja con dos
gin-tonics,
estaba de pie al otro lado de la puerta de cristal gritando.

—¡No! ¡Para! ¡Me encanta ese perro! ¿Qué estás haciendo?

Brooke abrió la puerta para que entrara.

—Tranquilízate —dijo cogiendo una bebida de la bandeja.

—¡Me encanta ese cuadro!

—Es bueno. —Brooke le dio la razón mientras continuaba enyesándolo y condenándolo de nuevo al olvido.

—¿Por qué? —preguntó su madre, llorando horrorizada.

Brooke señaló el estante que había detrás de ella, desbordado de lienzos. Tenía muy buen ojo para captar la esencia de los seres, y cada cuadro sostenía la mirada como si estuviera hablando, interrumpido a mitad de frase. Pintaba personas, perros y árboles, y otras imágenes representativas. Durante muchos años estas imágenes no habían estado de moda. Brooke lo sabía, pero había dado primacía a sus sentimientos.

A la gente le gustaban sus obras. A lo largo de los años había vendido muchos cuadros y había recibido muchos encargos, pero nadie había escrito sobre su trabajo, nunca nadie había revendido sus pinturas. Por eso no llegó a despuntar.

—Los lienzos son caros —explicó Brooke a su madre.

—Pagaré el resto de tu deuda —le anunció su madre.

—No es cuestión de dinero, sino de espacio —dijo Brooke—. No puedo soportar verlos ahí apilados, como troncos de leña. No puedo añadir otra bonita criatura a esta pila de basura que hemos escondido aquí. He intentado hacer cuadros realmente pequeños, pero no es lo mío. Y no quiero dejar de pintar, pero quiero dejar de acumular cuadros que nadie ve. Cuando dejo de pintar siento que todo da marcha atrás, como si necesitara desesperadamente drenar la válvula de seguridad de mi mente, pero ya sabes, luego vuelve la idea de «estoy cansada de crear cosas que nadie ve», así que he decidido pintar sobre mis cuadros antiguos. Así puedo seguir produciendo basura sin tener que acumular montañas de ella.

—No es basura —susurró su madre.

—Trastos —se corrigió Brooke—. Yo tampoco creo que sea basura. Nadie pensó que lo fuera. Pero tampoco pensaron que fuera oro. Sin nadie que los observe, en cierto modo estas cosas que hago están muertas. Tú no conservarías a tus hijos muertos apilados de esta forma, y así es como estoy empezando a sentirme respecto a mis cuadros. Son buenos, grandes, están muertos, son niños faltos de cariño que yo creé, y al menos así consigo en cierto modo hacerlos revivir. Por Dios, mamá, no llores.

La madre de Brooke estaba derramando lágrimas en su
gin-tonic.

—Es culpa mía.

—Sí, bueno, si quieres que lo sea.

Funcionó. Se rió.

—No es cuestión de culpa, mamá. Es sólo que escogí un campo con un círculo muy reducido de ganadores. Y yo no estoy entre ellos. Ya ni siquiera estoy cerca.

Estaban sentadas en silencio, ambas sufriendo por el fracaso de Brooke. Su madre sin hacer nada, y Brooke enyesando tres o cuatro lienzos, raspando los desniveles y preparándolos para recibir pintura otra vez.

—Gracias por el cheque —dijo Brooke pasado un rato.

—Cómprate algo bonito —dijo su madre con ternura.

Brooke sonrió, aunque sabía que no había nada en el estante de una tienda que la satisficiera. La forma en que su madre lo dijo y el modo en que incidía la luz sobre su rostro cautivaron a Brooke y, por un momento, embargada por el placer de una nueva aventura, pensó que pintaría a su madre con el aspecto de estar sumida en la tristeza, aunque encantadora al mismo tiempo. Pero luego dudó. Había tantos cuadros bonitos de su madre. La casa y el estante rebosaban de ellos. Pintaría a las pequeñas, a sus sobrinas. Se lo daría a su hermana como regalo. Lo haría bonito y alegre, sabiendo que ese cuadro encontraría su lugar en una pared de la casa de su hermana con montones de maravillosos admiradores que lo analizaran y le dieran vida. Brooke buscó el sobre de fotos y empezó a trabajar.

Su madre desapareció. La habitación desapareció. El amarillo de un vestido de su pequeña sobrina empezó a susurrarle con dulzura a Brooke como un amante, diciendo: «Dame más azul, más azul, cariño. Deja que las sombras me cubran... perfecto, perfecto, estoy encantador». Brooke trabajó hasta que empezaron a dolerle las piernas y a sonarle las tripas. En algún punto del estudio reposaba medio sandwich y una cama esperando a que Brooke se dejara caer en ella, feliz y exhausta.

El cuadro iba por buen camino. Las pequeñas niñas estaban tan hermosas en el cuadro como lo eran en la vida real, y su hermana se desharía de placer al ver a sus niñas reflejadas para siempre en sus momentos de belleza. Carole colgaría el cuadro en el sitio más adecuado para que fuera lo primero que todo el mundo viera al entrar en la casa. Y cuando Brooke, su hermana y su madre hubieran muerto mucho tiempo atrás, quizá las dos sobrinas debatieran sobre quién habría pintado ese maravilloso cuadro de las dos niñas pequeñas que habían sido.

La mayor ganaría. Siempre ganaba. Y ella, a su vez, colgaría la hermosa imagen de su yo perdido amarillo narciso en algún lugar donde las personas aún pudieran admirarlo. Ella moriría. Todo el mundo muere. Legaría esa obra encantadora y alegre de las niñas pequeñas a uno de sus propios nietos y así sucesivamente hasta que el propietario no recordara con precisión quiénes eran las dos niñas, pero él o ella, este descendiente lejano ficticio de Brooke, adoraría la forma en que el amarillo del vestido de las niñas le hacía el amor al azul. Y entonces Brooke viviría por siempre.

«Si esto es lo que tengo —pensó Brooke mientras se iba quedando dormida—, tendré que hacer que me llene.»

8

Atlanta Jane

Aún resplandeciente después de dos horas de gimnasia, Margot saludó al portero y entró altiva en el ascensor. En el último momento un extraño entró en el ascensor, así que Margot tuvo que subir hasta el último piso y a continuación descender a la planta baja. La primera vez que firmó el contrato de arrendamiento, a Margot le encantaba que las puertas del ascensor se abrieran directamente ante su piso. Veinte años después, le hacía sentirse inquieta y vulnerable. Ahora subiría y bajaría en el ascensor hasta que fuera la única que quedara en él, y sólo entonces metería su llave especial en la ranura que mostraba sus iniciales.

Recientemente, había querido poner una puerta adicional, o un vestíbulo interior, algo que impidiera el camino directo entre su piso y el ascensor, pero los propietarios no lo permitieron. Eso había sido un golpe. Ella sentía que el piso le pertenecía. Todas sus cosas estaban allí. De hecho, la propiedad del piso había cambiado de manos cuatro veces en los veinte años que Margot llevaba viviendo en él de alquiler. Se juró que la próxima vez que el contrato expirara encontraría otro lugar que pudiera ser plenamente suyo.

Por fin sola en el ascensor, Margot deslizó su llave especial en la ranura marcada «M. H.» y el ascensor ascendió dando una sacudida. Una vez que la llave estaba en la puerta, el ascensor no paraba hasta que llegaba a su piso. En el largo trayecto de ascenso depositó las bolsas de la compra en el suelo y echó un vistazo al correo. Facturas. Facturas. Propaganda y facturas. Y un gran sobre color marfil con el apellido de Trevor por encima de una dirección desconocida.

Margot tiró a la papelera el correo basura, dejó las facturas en la encimera de la cocina y luego abrió el enorme sobre color marfil.

«Queda cordialmente invitada», comenzaba la invitación, y, tras muchas palabras cuidadosamente escogidas y anticuadas, acababa informando a Margot de que el hijo mayor de Trevor se iba a casar en una sinagoga de Long Island a las ocho de la tarde dentro de seis sábados. Estupendo. La excusa perfecta para comprarse un vestido nuevo.

Cuando su hijo más pequeño se fue a estudiar la carrera fuera, la mujer de Trevor adelgazó siete kilos y se hizo un corte de pelo moderno. Mandó todo el armario directo a la incineradora. Y entonces el cisne voló, llevándose consigo el chalé de verano que tenían en las montañas de Castskill. Margot ayudó a Trevor a superar su divorcio.

Una vez, mientras tomaban comida china encargada en el piso de Trevor, éste se inclinó por encima de su plato de cerdo Mu Shu con la intención de besar a Margot. Estaba a punto de reírse de algo que estaba viendo en la televisión, de modo que, cuando él pegó su boca a la suya, ella exhaló una enorme carcajada con olor a ajo. Su primer momento de intimidad consistió en una respiración boca a boca demasiado picante.

—Dios, Margot, creo que me has reventado los pulmones —dijo Trevor riendo.

—No, reventados no —rebatió ella—, sólo excesivamente inflados. Pero deja que te agarre porque corres el peligro de salir volando por toda la habitación como un gran globo al que se le suelta la boquilla de repente.

Se volvieron a dejar caer en el sofá y secaron las lágrimas de risa y el beso de la boca. Margot se aproximó y le cogió la mano, pero Trevor no hizo amago de besarla otra vez. «Tenemos todo el tiempo del mundo para eso —pensó Margot—. Nuestra amistad encontrará ese beso de nuevo.»

Pero las citas para encargar cenas y ver películas llegaron a su fin después de esa noche. Margot estaba ocupada con el trabajo y aún seguían comiendo juntos. No se había percatado realmente de su distanciamiento hasta que, tras asimilar el sentido completo de la palabra «perimenopausia», le llamó. Le dejó algunas lágrimas y un mensaje pidiéndole que le hiciera compañía en su contestador automático. Recibió una respuesta por correo electrónico dos días después. «Siento que estés triste», le escribió. Sin embargo, para entonces la tristeza ya no era su estado de ánimo. Era rabia lo que sentía, y así su amistad se consumió, transformándose en unas pocas cenizas. Quizá la boda la reavivara.

Margot puso la cena encargada encima de su maletín y miró la invitación color marfil. Reflexionó sobre las bodas. En toda su vida, Margot tan sólo había recibido una propuesta de matrimonio, de un chico llamado Bobby Albert.

Bobby Albert era rubio y fuerte y probablemente estúpido, aunque, en su juventud e inexperiencia, Margot no se dio cuenta de esto último. Planeó perder su virginidad con él, puede que incluso en la parte trasera del camión del padre del chico. Siempre y cuando hubiera una manta blanca en la que tumbarse, ella estaría dispuesta. Sin embargo, no lo haría en un maizal.

A cualquier persona que conociera a Margot Hillsboro en la actualidad le resultaría difícil imaginársela como una chica de las del tipo «fóllame en la parte trasera de una furgoneta», pero en aquellos días era una chica de pueblo llamada «Allie Hillcock», y la furgoneta habría sido perfectamente válida.

Hace treinta y cuatro años, antes de que se cambiara de nombre, Margot quería hacerlo con Bobby Albert. No podía esperar a arrancarse los broches del uniforme de animadora y sentirle tocar su cuerpo. Iba derecha a la parte trasera de la furgoneta, pero a él la sensación le sobrevino demasiado rápido y todos sus planes de hacer el amor de una forma digna de aparecer en un álbum de recuerdos se vieron frustrados. Se estaban besando y ella le estaba arrastrando a la parte trasera de ese camión, pero él no pudo dar un paso más sin hacerlo. Así que perdió su virginidad con Bobby Albert en un maizal.

Y no precisamente en un maizal de finales de verano. Era un maizal de principios de otoño, y ya habían segado los tallos. Ni un solo grano de maíz. Nada los cubría de alguien que pudiera mirar afuera y ver las piernas flacuchas de Margot abiertas de par en par, o el culo blanco de Bobby Albert moviéndose de adentro afuera. Después de correrse, le pidió a Margot, con nombre de soltera Allie Hillcock, que se casara con él.

Allie Hillcock dijo no. El había arruinado su fantasía de cómo perder la virginidad, carente de valor a posteriori pero muy importante para ella en aquel momento. Se sentía violada.

—¿Como si hubiera abusado de ti? —le preguntó su segunda terapeuta.

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