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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (54 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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Volví a su cuarto asqueada y con mis amuletos tintineando en la mano. Contuve la respiración y los sacudí sobre Ivy. No hubo ninguna respuesta. Le acerqué la cruz al cuello por detrás de la oreja, y respiré más tranquila cuando de nuevo no hubo ninguna reacción. Pidiéndole perdón en silencio por si me equivocaba, presioné la cruz contra su piel. No se movió. El pulso de su cuello continuó siendo lento y tranquilo. Cuando retiré la cruz su piel seguía blanca e intacta.

Me erguí dando gracias en silencio. No parecía estar muerta.

Lentamente salí de su habitación con sigilo y cerré la puerta tras de mí. Piscary había violado a Ivy por un motivo. Sabía que yo lo había averiguado. Ivy me había dicho que quería hablar conmigo. Si me quedaba en la iglesia iría a por mi madre primero, luego a por Nick y probablemente luego buscaría a mi hermano.

Mis pensamientos volvieron a Ivy, acurrucada bajo su colcha en un sueño inducido por la conmoción. Mi madre sería la siguiente y moriría sin saber siquiera por qué la estaban torturando.

Temblando por dentro fui a la salita a por el teléfono. Me temblaban tanto los dedos que tuve que marcar dos veces. Estuve tres valiosos minutos discutiendo con la telefonista hasta poder hablar con Rose.

—Lo siento, señorita Morgan —me dijo la secretaria con un tono tan políticamente correcto que habría podido helar el desierto—, el capitán Edden no está disponible y el detective Glenn ha ordenado que no se le moleste.

—Que no se le moleste… —balbuceé—. Escúcheme, sé quién los ha matado. Tenemos que ir ahora, ¡antes de que envíe a alguien a por mi madre!

—Lo siento, señorita Morgan —repitió educadamente—, ya no es nuestra consejera. Si tiene una queja o una amenaza de muerte, por favor, no cuelgue y le paso de nuevo con la recepción.

—¡No! ¡Espere! —le rogué—. No lo entiende, ¡solo necesito que me deje hablar con Glenn!

—No, Morgan —dijo Rose con tono calmado y razonable, con un matiz inesperado de rabia—, es usted la que no lo entiende. Aquí nadie quiere hablar con usted.

—Pero ¡sé quién es el cazador de brujos! —exclamé y entonces me colgó—. ¡Idiotas desgraciados! —grité lanzando el teléfono al otro lado de la habitación. Golpeó la pared. La tapa salió volando y las pilas rodaron por el suelo. Frustrada, entré en la cocina dando grandes zancadas y tiré los bolígrafos de Ivy por la mesa al ir a coger uno. Con el corazón en la boca, garabateé una nota que pegué a la puerta de la iglesia.

Nick venía de camino. Glenn hablaría con Nick. Él lo convencería de que yo tenía razón y le diría adonde había ido. Tendrían que venir, aunque fuese para arrestarme por entrometerme. Le habría dicho que llamase a la SI, pero probablemente Piscary los tenía comprados y aunque los humanos tenían tantas posibilidades de vencer a un maestro vampiro como yo, quizá la mera interrupción bastase para salvarme el culo.

Me di la vuelta y abrí el armarito de la cocina. Saqué los amuletos de sus ganchos y los metí en mi bolso. Abrí de golpe el último cajón y saqué tres estacas de madera. Añadí el cuchillo grande que saqué del soporte de madera. Lo siguiente era mi pistola de bolas, cargada con el conjuro más potente que una bruja blanca podía tener: poción para dormir. De la encimera de la isla cogí una botella de agua bendita. Me detuve un momento a pensar y abrí el tapón para dar un trago, la volví a cerrar y la metí con las demás cosas. El agua bendita no servía de mucho a menos que fuese lo único que bebieses durante tres días, pero tomaría todas las medidas disuasorias que pudiese.

Sin detenerme, entré en el pasillo a buscar mis botas, me las puse y me dirigí hacia la entrada principal, con los cordones sueltos. Me detuve en seco en mitad del pasillo, me di la vuelta y volví a la cocina. Cogí un puñado de monedas para el autobús y me marché.

¿Piscary quería hablar conmigo? Muy bien, porque yo también quería hablar con él.

26.

El autobús iba atestado a las cinco de la mañana, principalmente lleno de vampiros vivos y de aspirantes a vampiros de vuelta a casa para hacer balance de sus patéticas vidas. Aun así me dejaron espacio libre. Puede que fuera porque apestaba a agua bendita, o porque tenía un aspecto horrible con mi feo y pesado abrigo de invierno con su piel falsa en el cuello, que me había puesto para que el conductor no me reconociese y me recogiese. Pero más bien creo que fue por las estacas.

Con el rostro tenso me bajé del autobús en el restaurante de Piscary. Me quedé parada en el sitio donde había bajado y esperé a que la puerta se cerrase y el autobús se marchase. Lentamente el ruido se alejó hasta mezclarse con el murmullo de fondo del creciente tráfico matinal. Entorné los ojos al mirar directamente al cielo, cada vez más claro. El vaho de mi respiración oscureció el pálido y frágil azul. Me preguntaba si sería el último cielo que vería. Amanecería pronto. Si fuese lista esperaría hasta que saliese el sol antes de entrar.

Me puse en marcha. El restaurante tenía dos plantas y todas las ventanas estaban a oscuras. El yate seguía atracado en el muelle y el agua lo acariciaba suavemente. Solo había unos pocos coches en la zona más alejada del aparcamiento. Probablemente de los empleados. A la vez que caminaba le di media vuelta al bolso para sacar las estacas y las tiré. El estrépito que produjeron al chocar contra el asfalto resonó en mis oídos. Había sido una estupidez traerlas. Ni que yo pudiese clavarle una estaca a un vampiro no muerto. Probablemente la pistola de bolas que llevaba en la espalda metida por la cintura también era un gesto inútil, ya que estaba segura de que me cachearían antes de llevarme ante Piscary. El maestro vampiro había dicho que quería hablar conmigo, pero sería una tonta si pensase que se limitaría a eso. Si quería llegar hasta él con todos mis hechizos y amuletos tendría que entrar a la fuerza. Si les dejaba quitarme todo lo que llevaba, llegaría hasta él ilesa, pero bastante indefensa.

Abrí la botella de agua bendita y me la bebí a grandes tragos, derramándome las últimas gotas en las manos para mojarme el cuello. La botella vacía fue repiqueteando a hacer compañía a las estacas. Seguí caminando con mis silenciosas botas. El miedo por mi madre y la rabia por lo que le había hecho a Ivy impulsaban mis pies. Si fuesen demasiados, entraría sin amuletos. Nick y la AFI eran mi as en la manga.

Se me hizo un nudo en el estómago cuando empujé la pesada puerta para abrirla. La vaga esperanza de que no hubiese nadie desapareció cuando media docena de personas levantaron la vista de sus tareas. Eran todos vampiros vivos. El personal humano se había marchado ya. Apostaría a que los atractivos, llenos de cicatrices y complacientes humanos se habían ido a casa con los clientes favoritos.

Había mucha luz para que los empleados pudiesen limpiar y el apartado forrado de madera que me había parecido tan misterioso y excitante ahora se veía sucio y agotado. Casi como yo. La separación de vidrieras de colores a la altura de mi hombro que dividía la sala estaba rota. Una mujer menuda con el pelo hasta la cintura barría los fragmentos verdes y dorados hacia la pared. Se detuvo y se apoyó en la escoba cuando entré. Noté en el fondo de la garganta un olor extraño, empalagoso e intenso. Mis pasos vacilaron al darme cuenta de que el aire estaba tan cargado de feromonas que incluso podía saborearlas.

Al menos Ivy había opuesto resistencia, pensé al ver que casi todos los vampiros lucían vendas o cardenales, y todos, excepto el vampiro sentado en la barra, estaban de mal humor. A uno le habían mordido y tenía un desgarro en el cuello y el uniforme rasgado por arriba. Con la luz del día el glamour y tensión sexual se habían evaporado, dejando únicamente una fealdad desgastada. Arrugué los labios con desagrado. Viéndolos con aquel aspecto resultaban repulsivos, pero aun así, la cicatriz de mi cuello empezó a cosquillearme.

—Bueno, mira quién ha venido —dijo el vampiro de la barra arrastrando las palabras. Su uniforme era más elaborado que el del resto. Se quitó la placa con su nombre cuando me vio posar los ojos en ella. Ponía «Samuel»; era el vampiro que había dejado subir a Tarra arriba la noche que estuvimos aquí. Samuel se levantó y accionó un interruptor detrás del mostrador. El cartel de «Abierto» detrás de mí se apagó—. ¿Tú eres Rachel Morgan? —me preguntó con un tono lento y condescendiente marcado por la típica confianza de los vampiros.

Me apreté el bolso y pasé desafiante delante del cartel de «Espere aquí a ser atendido». Sí, soy una chica mala.

—Sí, soy yo —dije deseando que hubiese menos mesas. Mis pasos se hicieron más lentos cuando finalmente la precaución se abrió paso a través de mi rabia. Había roto la regla número uno: entrar cabreada. No pasaría nada si no hubiese roto también la importantísima regla número dos: no enfrentarse a un vampiro no muerto en su propio terreno.

Los camareros nos observaban y se me aceleró el pulso cuando Samuel se acercó a la puerta y la cerró con llave. Se giró y con indiferencia tiró el manojo de llaves al otro lado de la sala. Una silueta junto a la chimenea apagada levantó el brazo y reconocí a Kisten, invisible en las sombras hasta que se movió. Las llaves cayeron en la mano de Kist con un tintineo y desaparecieron. No sabía si debía estar enfadada con él o no. Había dejado a Ivy tirada y se había largado, pero también había intentado detenerlos.

—¿Y esto es lo que le preocupa a Piscary? —dijo Samuel con una mueca de desprecio en su bello rostro—. Cosita esmirriada. Nada por arriba. —Me recorrió con mirada lasciva—. Ni por detrás. Imaginaba que serías más alta.

Intentó tocarme y di un respingo. Le lancé un puñetazo y mi puño aterrizó en su palma abierta. Giré la muñeca para agarrar la suya y tiré de él hacia delante, contra mi pie levantado. Dejó escapar todo el aire cuando lo alcancé en el estómago y lo golpeé, empujándolo hacia atrás. Lo seguí hasta el suelo y le solté un golpe en la entrepierna antes de levantarme.

—Y yo imaginaba que tú serías más listo —dije retirándome mientras él se retorcía en el suelo, jadeante.

Probablemente no fuese muy inteligente por mi parte hacer eso.

Los camareros dejaron caer al suelo sus trapos y escobas y se dirigieron hacia mí con un enervante paso lento. Se me aceleró la respiración y me quité el abrigo sacudiendo los hombros. Aparté una de las mesas con el pie para hacerme sitio para moverme. Tenía siete hechizos en la pistola. Había nueve vampiros. Nunca lograría detenerlos a todos. Me quedé paralizada y empecé a temblar al notar la corriente sobre mis hombros desnudos.

—No —dijo Kist desde su rincón, y el grupo titubeó—. ¡He dicho que no! —gritó poniéndose en movimiento con un paso rápido que enseguida se hizo más lento para ocultar una nueva cojera.

Los camareros se detuvieron, retorciendo el gesto con feas promesas y rodeándome a unos dos metros y medio de distancia. Dos metros y medio, pensé sintiendo náuseas al recordar mis entrenamientos con Ivy. Esa era la distancia de alcance de un vampiro vivo.

El vampiro con la entrepierna lastimada se puso en pie con los hombros hundidos y gesto de reproche. Kist se abrió paso entre el círculo y se detuvo frente a él con las manos en las caderas y los pies separados. Su camisa oscura de seda y sus pantalones de vestir le aportaban más sofisticación que el cuero que llevaba habitualmente. Tenía un cardenal en la mejilla bajo la barba de tres días que le llegaba casi hasta el ojo. Por la forma en la que se movía, diría que le dolían las costillas, pero creo que el verdadero daño había sido para su orgullo. Había perdido su estatus de heredero en favor de Ivy.

—Piscary ha dicho que la retengáis, no que le deis una paliza —dijo Kist. Sus labios se quedaron pálidos cuando me quedé mirando el arañazo que tenía bajo el flequillo.

Aunque Samuel era más grande, la demanda de obediencia de Kist era inequívoca. Un agrio mal genio había reemplazado su habitual expresión de flirteo, aportándole un punto rudo que siempre me había parecido atractivo en un hombre. Como todo jefe, Kist tenía problemas con sus empleados y de alguna forma el hecho de tener que enfrentarse a los marrones, igual que cualquiera, lo hacía más atractivo. Lo recorrí con la mirada, siguiendo el recorrido de mis ojos con el pensamiento. Malditas feromonas de vampiro.

El vampiro más corpulento, aún jadeante, me miró primero a mí y luego a Kist.

—Hay que cachearla. —Se pasó la lengua por los labios, mirándome fijamente hasta hacer que se me acelerase el pulso—. Yo me encargo.

Me puse tensa y pensé en mi pistola de bolas. Eran demasiados.

—No, lo hago yo —dijo Kist y el azul de sus ojos empezó a desaparecer tras un creciente círculo negro. Estupendo.

A regañadientes, Samuel se retiró y Kist alzó la mano hacia mi bolso. Vacilé y al verlo arquear las cejas como diciendo «solo necesito una excusa», se lo entregué. Lo cogió y lo dejó de malos modos sobre una mesa cercana.

—Dame lo que lleves encima —dijo en voz baja.

Mirándolo a los ojos lentamente me llevé la mano a la espalda y le entregué mi pistola de bolas. Los vampiros que nos rodeaban no hicieron ni un ruido, ¿quizá por respeto a mi pequeña pistola roja de bolas de pintura? No sabían con qué estaba cargada. Supe en el momento en el que me la metí por los pantalones que nunca llegaría a usarla. Fruncí el ceño ante las oportunidades perdidas que nunca llegaron a existir en realidad.

—¿La cruz? —me pidió y abrí el cierre de mi brazalete, dejándolo caer en su mano abierta. Sin decir nada lo dejó junto con la pistola en la mesa detrás de él. Dio un paso hacia delante y abrió los brazos en cruz. Obedientemente lo imité y se acercó aun más para cachearme.

Apreté la mandíbula mientras sus manos me recorrían. Allí donde me tocaba notaba un cálido hormigueo que se abría paso hacia mi cintura. La cicatriz no, la cicatriz no, pensé desesperadamente, sabiendo lo que pasaría si la tocaba. Las feromonas de vampiro eran tan espesas que casi podía verlas y simplemente la brisa que levantaba el ventilador me producía una agradable sensación desde el cuello hasta la ingle.

Me estremecí aliviada cuando apartó las manos.

—El amuleto del meñique —me exigió y me lo quité, tirándoselo a la mano. Lo dejó junto a la pistola. Una expresión tensa surgió en sus ojos frente a mí—. Si te mueves, te mato —dijo.

Me quedé mirándolo sin entender nada.

Kist se acercó lentamente e inspiré con un siseo. Olía su tensión, sus reacciones tirantes, barajando cuál sería mi próximo movimiento. Noté su aliento en la clavícula y mis pensamientos saltaron a sus labios cuando me rozaban hacía cuatro días. Con la cabeza inclinada me miró de arriba abajo, titubeante y con una mirada vacía en sus ojos azules, ocultando su hambre.

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