«La hermana —dijo la espada—. Vas por ella, ¿verdad? ¡Vas a rescatar a la hermana de Vivenna!»
Vasher asintió silenciosamente, subió con cuidado las escaleras, contando con que su biocroma le permitiera saber si se acercaba alguien. Aunque la mayor parte de su aliento estaba almacenado en sus ropas, tenía lo suficiente para despertar la cuerda y mantenerse alerta.
«¡A ti también te gusta Vivenna!»
«Tonterías.»
«¿Entonces por qué?»
«Su hermana es la clave de todo esto. Me di cuenta hoy. En cuanto llegó la reina empezaron los verdaderos movimientos para comenzar la guerra.»
Sangre Nocturna guardó silencio. Ese tipo de salto lógico era demasiado completo para la espada. «Ya veo», dijo, y Vasher sonrió ante la confusión que percibió en su voz.
«Como mínimo, es una rehén que le viene muy bien a los hallandrenses. Los sacerdotes del rey-dios, o quienquiera que esté detrás de esto, pueden amenazar la vida de la chica si la guerra les va mal. Es una herramienta excelente.»
«Y por eso pretendes quitársela», concluyó la espada.
Vasher asintió. Llegó a lo alto de las escaleras y se internó en un pasillo. Caminó hasta que sintió a alguien cerca: una doncella que se acercaba.
Despertó su cuerda, se ocultó en las sombras de un recoveco y esperó. Cuando la criada pasó, la cuerda salió disparada, se enroscó en su cintura y la arrastró hacia la oscuridad. Vasher le tapó la boca con una mano reforzada antes de que pudiera gritar.
Ella se rebulló, pero la cuerda la sujetó con fuerza. Vasher sintió un pequeño retortijón de culpa mientras se alzaba sobre ella y veía cómo sus ojos se llenaban de lágrimas de terror. Echó mano a Sangre Nocturna y la desenvainó un poco. La chica inmediatamente pareció enfermar. Buena señal.
—Necesito saber dónde está la reina —dijo Vasher, acercando a Sangre Nocturna de modo que la empuñadura rozó la mejilla de la doncella—. Vas a decírmelo.
La sostuvo, viéndola temblar, sintiéndose descontento consigo mismo. Finalmente, relajó las borlas, pero no retiró la espada de la mejilla. Ella empezó a vomitar, y Vasher la atrajo hacia un lado.
—Dímelo —susurró.
—La esquina sur —susurró la muchacha, temblando—. En esta planta.
Vasher la ató con la cuerda, la amordazó y recuperó su aliento. Envainó a Sangre Nocturna y corrió pasillo adelante.
«¿No quieres matar a un dios que planea llevar sus ejércitos a la guerra, pero casi ahogas a una muchacha?» Era una valoración complicada para la espada. Sin embargo, carecía de la acusación que un humano habría puesto en las palabras. Para Sangre Nocturna era sólo una pregunta.
«Yo tampoco entiendo mi moralidad —pensó Vasher—. Te sugiero que evites confundirte también.»
Encontró fácilmente el lugar. Estaba protegido por una partida de hombres de aspecto brutal que parecían bastante fuera de lugar en aquellos hermosos pasillos.
Vasher se detuvo. «Aquí está pasando algo raro.»
«¿Qué quieres decir?»
No pretendía dirigirse a la espada, pero ése era el problema de tener un objeto que podía leer la mente. Cualquier pensamiento que Vasher formara en su cabeza Sangre Nocturna creía que iba dirigido a ella. Después de todo, en opinión de la espada, todo tendría que dirigirse a ella.
Guardias en la puerta. Soldados, no sirvientes. Así que la habían hecho prisionera. ¿Estaba embarazada de verdad? ¿Los sacerdotes pretendían asegurar su poder?
Sería imposible matar a tantos hombres sin hacer ruido. Lo mejor que podía esperar era eliminarlos rápido. Tal vez estaban lo bastante lejos del resto del palacio para que nadie pudiera oír una breve refriega.
Esperó unos minutos, apretando los dientes. Finalmente, se acercó y arrojó a Sangre Nocturna entre los hombres. Su plan era dejarlos luchar unos contra otros, y él se encargaría de los que cayeran bajo el hechizo de la espada.
Sangre Nocturna resonó contra las losas del suelo. Los ojos de todos los hombres se volvieron hacia ella, y, en ese momento, algo agarró a Vasher por el hombro y tiró de él hacia atrás.
Maldijo, girando, y se dispuso a plantarle cara a quien fuera. Una cuerda despertada. Los hombres empezaron a pelear entre sí. Vasher gruñó, sacó el cuchillo de su bota y cortó la cuerda. Alguien lo empujó cuando se liberaba, y acabó lanzado contra la pared.
Agarró a su atacante por el rostro con una de las borlas de su brazo, y luego hizo girar al hombre y lo estampó contra la pared. Otra figura lo atacó por detrás, pero la capa despertada de Vasher lo impidió, haciéndolo caer.
—Agarra otras cosas que no sea yo —ordenó Vasher rápidamente, agarrando la capa de uno de los caídos y despertándola.
La capa se sacudió, derribando a otro hombre, a quien Vasher fulminó con un golpe de daga. Le dio una patada a otro hombre, lanzándolo hacia atrás, abriéndose hueco.
Vasher saltó hacia Sangre Nocturna, pero tres figuras más salieron de las habitaciones de alrededor, impidiéndole el paso. Eran la misma clase de hombretones brutales que peleaban ahora por la espada. Había matones por todas partes. Docenas. Vasher descargó una patada, rompiendo una pierna, pero un hombre logró arrancarle la capa. Otros se le echaron encima. Y entonces, otra cuerda despertada se sacudió, amarrando sus piernas.
Vasher intentó recurrir al aliento.
—Tu aliento al… —empezó, tratando de extraer algo de aliento para atacar, pero tres hombres le sujetaron la mano y se la apartaron. En cuestión de segundos quedó envuelto en la cuerda despertada. Su capa seguía luchando contra tres hombres que se esforzaban por cortarla, pero Vasher estaba inmovilizado.
Alguien salió de la habitación a su izquierda.
—Denth —gruñó Vasher, debatiéndose.
—Mi buen amigo —dijo el mercenario, haciendo un gesto con la cabeza a uno de sus lacayos, el conocido como Tonk Fah, para que se dirigiera a los aposentos de la reina, al fondo del pasillo. Luego se agachó junto a Vasher—. Me alegro de verte.
Vasher escupió en el suelo.
—Tan elocuente como siempre, ya veo —suspiró Denth—. ¿Sabes qué es lo mejor que tienes, Vasher? Eres sólido. Predecible. Supongo que yo también lo soy, en cierto modo. Es difícil vivir como lo hacemos sin caer en rutinas, ¿no?
Vasher no respondió, aunque se debatió un poco más mientras los hombres lo amordazaban. Advirtió con satisfacción que había eliminado a una buena docena de oponentes antes de que consiguieran detenerlo.
Denth miró a los caídos.
—Mercenarios —comentó—. Ningún riesgo es demasiado grande, siempre que la paga sea buena —se burló. Entonces se agachó, y su jovialidad desapareció cuando miró a Vasher a los ojos—. Y tú siempre has sido mi paga, Vasher. Te lo debo. Por Shashara. Llevamos dos semanas esperando, escondidos en el palacio, sabiendo que al final la buena princesa Vivenna te enviaría a salvar a su hermana.
Tonk Fah regresó con un bulto envuelto en una manta. Sangre Nocturna.
Denth la miró.
—Tira eso bien lejos —dijo con una mueca.
—No sé —respondió Tonk Fah—. Creo que deberíamos conservarla. Podría ser muy útil…
El ansia empezó a asomar en sus ojos, el deseo de desenvainar la espada, de usarla. Ella estaba hecha para destruir el mal. En el fondo, sólo para destruir.
Denth se levantó y le arrebató el bulto. Golpeó a Tonk Fah en la cabeza.
—¡Ay!
Denth resopló.
—Deja de quejarte: acabo de salvarte la vida. Ve a ver cómo está la reina y limpia este desaguisado. Yo me encargaré de la espada.
—Siempre te vuelves desagradable en presencia de Vasher —gruñó Tonk Fah, marchándose.
Denth envolvió a Sangre Nocturna con firmeza. Vasher lo miró, esperando ver el ansia aparecer en sus ojos. Por desgracia, Denth tenía una voluntad demasiado fuerte para ser dominado por la espada. Tenía casi tanta historia con ella como Vasher.
—Llevaos todas sus ropas despertadas —ordenó a sus hombres—. Luego colgadlo en esa habitación de allí. Él y yo vamos a tener una larga charla por lo que le hizo a mi hermana.
Sondeluz estaba en una sala de su palacio, rodeado de lujos, con una copa de vino en la mano. A pesar de la hora, los criados entraban y salían, acumulando muebles, cuadros, jarrones y pequeñas esculturas. Todo lo que pudiera ser trasladado.
Las riquezas se amontonaban. Sondeluz se tumbó en su diván, ignorando los platos vacíos de comida y las copas rotas, que se negaba a dejar que retiraran sus criados.
Un par de sirvientes entraron, llevando un diván rojo y dorado. Lo colocaron junto a la pared del fondo. Sondeluz los vio dejarlo allí y apuró el resto del vino. Dejó caer la copa vacía al suelo, junto a las demás, y extendió la mano para coger otra llena. Un sirviente se la proporcionó, como siempre.
No estaba borracho. No podía emborracharse.
—¿No te parece a veces que está pasando algo? ¿Algo mucho más grande que tú? ¿Como un cuadro del que sólo puedes ver una esquinita, no importa cuánto te esfuerces?
—Todos los días, divina gracia —respondió Llarimar. Estaba sentado en un taburete junto al diván de Sondeluz. Como siempre, veía las cosas con calma, aunque el dios notó su desaprobación cuando otros sirvientes apilaron varias figuras de mármol en el rincón.
—¿Cómo te las arreglas con eso? —preguntó.
—Tengo la fe, divina gracia, de que alguien comprenda el todo.
—Espero que no sea yo.
—Sois parte de ello. Pero es mucho mayor que vos.
Sondeluz frunció el ceño, viendo entrar a más criados. Pronto la habitación estaría tan llena de riquezas que sus sirvientes no podrían entrar ni salir.
—Es raro, ¿verdad? —dijo, señalando la pila de cuadros—. Puestos así, ninguno parece ya hermoso. Cuando los amontonas, sólo parecen basura.
Llarimar alzó una ceja.
—El valor de las cosas está en cómo se las trata, divina gracia. Si veis estos artículos como basura, entonces lo son, no importa lo que otro pague por ellos.
—Es una enseñanza, ¿no?
Llarimar se encogió de hombros.
—Al fin y al cabo, soy sacerdote. Tenemos cierta tendencia a predicar.
Sondeluz bufó y luego hizo un gesto hacia los criados.
—Es suficiente —dijo—. Podéis marcharos.
Los sirvientes, resignados ya a ser despedidos, se fueron sin rechistar. Pronto Sondeluz y Llarimar quedaron solos con pilas y pilas de riquezas, todas robadas de otras partes del palacio y traídas a esa habitación.
Llarimar contempló los montones.
—¿Qué sentido tiene todo esto, divina gracia?
—Esto es lo que significo para ellos —contestó Sondeluz, y bebió más vino—. La gente renuncia a sus riquezas por mí. Sacrifican el aliento de sus almas para mantenerme vivo. Sospecho que muchos incluso morirían por mí.
Llarimar asintió en silencio.
—Y todo lo que se espera que yo haga es decidir su destino por ellos. ¿Vamos a la guerra o seguimos en paz? ¿Qué piensas tú?
—Podría argumentar a favor de ambos bandos, divina gracia. Sería fácil sentarse aquí y condenar la guerra por mero principio. La guerra es algo terrible, terrible. Sin embargo, pocos grandes logros históricos han sucedido sin el desgraciado acto de la acción militar. Incluso la Multiguerra, que causó tanta destrucción, puede ser considerada la base del moderno poderío de Hallandren en la región del mar Interior.
Sondeluz asintió.
—¿Pero atacar a nuestros hermanos? —continuó Llarimar—. A pesar de las provocaciones, no puedo dejar de pensar que invadirlos es demasiado extremo. ¿Cuánta muerte, cuánto sufrimiento estamos dispuestos a causar simplemente para demostrar que no nos dejaremos avasallar?
—¿Y qué decidirías tú?
—Afortunadamente, no tengo que hacerlo.
—¿Y si te vieras obligado?
Llarimar guardó silencio un instante. Entonces, con cuidado, se quitó la gran mitra de la cabeza, revelando su escaso pelo negro pegado al cráneo por el sudor. Dejó a un lado el tocado ceremonial.
—Os hablo como amigo, Sondeluz, no como vuestro sacerdote —dijo en voz baja—. El sacerdote no puede influir en su dios por miedo a perturbar el futuro.
Sondeluz asintió.
—Y como amigo, sinceramente tengo problemas para decidir qué haría. No debatí en el anfiteatro.
—Rara vez lo haces.
—Estoy preocupado —dijo Llarimar, secándose la frente con un pañuelo y sacudiendo la cabeza—. Creo que no podemos ignorar la amenaza a nuestra religión. La cuestión es que Idris es una facción rebelde dentro de nuestras fronteras. Los hemos ignorado durante años, soportando su control casi tiránico de los pasos del norte.
—¿Entonces estás a favor de atacar?
Llarimar vaciló antes de negar con la cabeza.
—No. No creo que ni siquiera la rebelión de Idris pueda justificar la matanza que sería necesaria para recuperar esos pasos.
—Magnífico —dijo Sondeluz—. Así que crees que deberíamos ir a la guerra, pero no atacar.
—Pues sí. Declaramos la guerra, hacemos una exhibición de fuerza y los asustamos para que reconozcan su precaria situación. Si luego mantenemos conversaciones de paz, apuesto a que podríamos lograr tratados más favorables para el uso de los pasos. Ellos renuncian formalmente a su aspiración a nuestro trono, nosotros reconocemos su soberanía independiente. ¿No tendríamos ambos lo que queremos?
Sondeluz permaneció pensativo.
—No lo sé. Es una solución muy razonable, pero no creo que los que exigen la guerra la acepten. Me parece que se nos escapa algo, Veloz. ¿Por qué ahora? ¿Por qué las tensiones son tan fuertes después de la boda, que debería habernos unificado?
—No lo sé, divina gracia.
El dios sonrió, levantándose.
—Muy bien —dijo mirando a su sumo sacerdote—. Vamos a averiguarlo, pues.
* * *
Siri se habría sentido molesta si no hubiera estado tan asustada. Se encontraba sola en el dormitorio negro. Le extrañaba que Susebron no estuviera allí.
Había esperado que tal vez le permitieran ir con ella cuando cayera la noche. Pero, naturalmente, no llegó. Fuera lo que fuese que planeaban los sacerdotes, no requería que estuviera embarazada de verdad. No ahora que habían jugado sus cartas y la habían encerrado.
La puerta crujió y ella se sentó en la cama, revivida la esperanza. Pero era sólo el guardia que volvía a comprobar su estado. Era uno de los burdos soldados que la vigilaban desde hacía unas horas. «¿Por qué han puesto a estos hombres? —se preguntó mientras el guardia cerraba la puerta—. ¿Qué le ha pasado a los sinvida y los sacerdotes que me vigilaban antes?»