Se tendió en la cama y se quedó mirando el dosel, todavía vestida con su hermoso atuendo. Recordó la primera semana en palacio, cuando la habían mantenido encerrada durante la «celebración de la boda». Entonces ya había resultado bastante difícil, y sabía cuándo terminaría. Ahora ni siquiera tenía seguridad de sobrevivir a los siguientes días.
«No —pensó—. Me mantendrán viva el tiempo suficiente para que mi "bebé" nazca. Soy su seguro. Si algo sale mal, seguirán necesitándome como trofeo.»
Eso resultaba un triste consuelo. La idea de pasarse seis meses encerrada en el palacio, sin poder ver a nadie para que no se dieran cuenta de que no estaba embarazada, era tan aterradora que le entraban ganas de gritar.
¿Pero qué podía hacer?
«Confiar en Susebron. Le enseñé a leer, y le di la determinación que necesitaba para librarse de sus sacerdotes. Eso tendrá que ser suficiente.»
* * *
—Divina gracia —dijo Llarimar—, ¿estáis seguro de que queréis hacer esto?
Sondeluz se agazapó, asomándose entre los matorrales para observar el palacio de Mercestrella. La mayoría de las ventanas estaban oscuras. Eso lo favorecía. Sin embargo, aún había guardias patrullando el palacio. Mercestrella tenía miedo de que volviera a colarse alguien.
Y hacía bien.
En la distancia, vio la luna que empezaba a alzarse en el cielo nocturno. Su posición era casi igual a la que había visto en su sueño la noche anterior, el mismo sueño donde había visto los túneles. ¿Eran esas cosas realmente símbolos? ¿Señales del futuro?
Seguía resistiéndose a esa idea. La verdad era que no quería creer que era un dios. Eso implicaba demasiadas cosas. Pero no podía ignorar las imágenes, aunque fueran producto de su subconsciente. Tenía que entrar en esos pasadizos bajo la Corte de los Dioses. Tenía que ver si, por fin, había algo profético en lo que había visto.
Medir el momento parecía importante. La luna que salía… sólo un grado más.
Dejó de mirar el cielo: una patrulla de guardia se acercaba.
—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar, cada vez más nervioso. El grueso sumo sacerdote se arrodilló en la hierba junto a Sondeluz.
—Tendría que haber traído una espada.
—No sabéis usarlas, divina gracia.
—Eso no lo sabemos.
—Divina gracia, esto es una locura. Volvamos a vuestro palacio. Si tenemos que ver esos túneles, podemos contratar a alguien de la ciudad para que se cuele.
—Eso requeriría demasiado tiempo. —La patrulla pasó junto a los muros del palacio, alejándose—. ¿Estás preparado?
—No.
—Entonces espera aquí —dijo Sondeluz, y echó a correr hacia el palacio.
Un momento después se oyó una exclamación susurrada por parte de Llarimar.
—¡Fantasmas de Kalad!
Los matorrales se agitaron cuando el sacerdote lo siguió.
«Vaya, creo que nunca antes lo había escuchado maldecir», pensó Sondeluz, divertido. No miró atrás: sólo siguió corriendo hacia una ventana. Como en la mayoría de los palacios de los Retornados, las puertas y ventanas estaban siempre abiertas. El clima tropical obligaba a esa costumbre. Sondeluz llegó al edificio, jubiloso. Se coló por la ventana y luego extendió una mano para ayudar a Llarimar cuando llegó. El grueso sacerdote rezongaba y sudaba, pero Sondeluz consiguió auparlo para que entrara en la habitación.
Descansaron unos instantes, Llarimar con la cabeza apoyada en la pared, jadeando en busca de aire.
—Tienes que hacer ejercicio de manera más regular, Veloz —aconsejó Sondeluz, arrastrándose hacia la puerta para asomarse al pasillo del otro lado.
Llarimar no respondió. Tan sólo se quedó allí sentado, resoplando y sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba pasando.
—Me pregunto por qué aquel intruso no entró por la ventana —comentó Sondeluz. Entonces advirtió que los guardias del pasillo interior veían fácilmente esa habitación concreta. «Ah —pensó—. Muy bien. Hora del plan de contingencia.»
Se levantó y se dirigió al pasillo. Llarimar lo siguió, y entonces dio un respingo al ver a los guardias. Éstos mostraron sorpresa.
—Hola —saludó el dios, y se internó en el pasillo.
—¡Espera! —dijo uno de los guardias—. ¡Alto!
Sondeluz se volvió hacia él, frunciendo el ceño.
—¿Te atreves a darle órdenes a un dios?
Los guardias se detuvieron y se miraron. Uno echó a correr en la dirección opuesta.
—¡Van a alertar a los demás! —dijo Llarimar—. Nos capturarán.
—Entonces debemos movernos con rapidez —contestó Sondeluz, echando a correr también. Sonrió al oír a Llarimar jadear tras él. Enseguida llegaron a la trampilla.
Sondeluz se arrodilló y palpó el suelo hasta encontrar el cierre oculto. Abrió triunfal la trampilla, y señaló abajo. Llarimar sacudió resignado la cabeza, y luego bajó los peldaños hacia la oscuridad. Sondeluz cogió una lámpara de la pared y lo siguió. El guardia restante, incapaz de interferir con un dios, simplemente se quedó mirando con preocupación.
El fondo no estaba muy lejos. Sondeluz encontró a un cansado Llarimar sentado en una caja en una especie de pequeña bodega de almacenamiento.
—Enhorabuena, divina gracia —dijo Llarimar—. Hemos encontrado el escondite secreto de la harina.
Sondeluz bufó y empezó a recorrer la cámara, tanteando las paredes.
—Hay algo vivo —dijo, señalando una pared—. En esa dirección. Lo noto con mi sentido vital.
Llarimar alzó una ceja y se puso en pie. Retiraron unas cajas y descubrieron un pequeño túnel abierto en la pared. Sondeluz sonrió y se introdujo a cuatro patas, empujando la lámpara.
—No estoy seguro de caber —dijo Llarimar.
—Cabrás si quieres —respondió Sondeluz, la voz apagada por el estrecho espacio. Oyó otro suspiro de Llarimar, seguido por un roce mientras el grueso sacerdote entraba en el agujero.
Poco después, Sondeluz llegó a la abertura de un túnel mucho mayor, iluminado por varios faroles que colgaban de una pared. Se levantó, sintiéndose satisfecho de sí mismo mientras Llarimar terminaba de pasar.
—Buena jugada —dijo Sondeluz, tirando de una palanca y haciendo que una reja cayera sobre la abertura—. ¡Ahora les costará lo suyo seguirnos!
—Y a nosotros nos costará escapar.
—¿Escapar? —desdeñó Sondeluz, alzando el farol para inspeccionar el túnel—. ¿Para qué querríamos hacer eso?
—Perdonadme, divina gracia. Pero me parece que os estáis divirtiendo demasiado con esta experiencia.
—Bueno, me llaman Sondeluz el Audaz. Me alegra estar haciendo honores a mi apodo. Y ahora, calla. Puedo percibir vida cerca.
El túnel era obviamente artificial, y a Sondeluz le recordaba a la idea que tenía de un pozo minero. Igual que la imagen de sus sueños. Los túneles tenían varias ramas, y la vida que sentía estaba justo delante. Sondeluz no se dirigió hacia allí, sino que giró a la izquierda, hacia un túnel que descendía. Lo siguió durante unos minutos para juzgar su trayectoria probable.
—¿Has descubierto ya lo que es? —preguntó volviéndose hacia Llarimar, que había cogido un farol, ya que ese túnel estaba a oscuras.
—Los barracones de los sinvida. Si este túnel sigue así, llevará directamente hasta ellos.
Sondeluz asintió.
—¿Por qué necesitan un túnel secreto hasta los barracones? Los dioses pueden ir donde quieran.
Llarimar sacudió la cabeza, y continuaron avanzaron por el túnel. Poco después encontraron una trampilla en el techo que, al empujarla, dio paso a uno de los oscuros almacenes de sinvidas. Sondeluz se estremeció al ver las interminables filas de piernas, apenas iluminadas por su lámpara. Bajó la cabeza, cerró la trampilla y siguieron adelante.
—Lleva a una plaza —dijo en voz baja.
—Apuesto a que con puertas a cada uno de los barracones de sinvidas —contestó Llarimar. Extendió la mano y cogió un trozo de tierra de la pared y la aplastó entre sus dedos—. Este túnel es más reciente que el de arriba.
Sondeluz asintió.
—Tendríamos que seguir moviéndonos. Esos guardias del palacio de Mercestrella saben que estamos aquí abajo. No sé a quién se lo dirán, pero prefiero terminar de explorar antes de que nos capturen.
Llarimar se estremeció ante esas palabras. Subieron el empinado túnel hasta el principal, justo debajo del palacio. Sondeluz seguía percibiendo vida en un túnel lateral, pero decidió explorar la otra rama. Pronto quedó claro que se dividía y serpenteaba numerosas veces.
—Túneles a otros palacios —dedujo, golpeando una viga de madera del techo—. Antiguos… mucho más antiguos que los túneles a los barracones.
Llarimar asintió.
—Muy bien, pues —dijo Sondeluz—. Es hora de averiguar adonde lleva el túnel principal.
Se dirigió hacia ese túnel y Llarimar lo siguió. Sondeluz cerró los ojos, tratando de determinar a qué distancia estaba la vida. Era débil. Casi más allá de su habilidad para percibir. Si todo lo demás en esa catacumba no fueran rocas y tierra, ni siquiera habría advertido la vida. Continuaron recorriendo el túnel.
Le parecía que sabía moverse con sorprendente sigilo. ¿Acaso tenía experiencias que no recordaba haciendo este tipo de cosas? Desde luego, era mejor que Llarimar. Naturalmente, un pedrusco arrastrado probablemente haría menos ruido que Llarimar, considerando sus sonoros resoplidos.
El túnel continuó recto durante un trecho, sin ramificaciones. Sondeluz alzó la mirada, tratando de calcular qué tenían encima. «¿El palacio del rey-dios?», aventuró. No podía estar seguro: era difícil juzgar la dirección y la distancia bajo tierra.
Se sentía entusiasmado. Jubiloso. Aquello era algo que ningún dios hacía. Merodear de noche, recorrer túneles ocultos, buscar pistas y secretos. «Qué extraño —pensó—. Nos dan todo lo que creen que podemos querer: nos atiborran de sensaciones y experiencias. Y, sin embargo, los sentimientos reales, miedo, ansiedad, emoción, nos son completamente ajenos.»
Sonrió. En la distancia se oían voces. Apagó el farol y se arrastró con sigilo, indicando a Llarimar que se quedara atrás.
—Lo tengo arriba —decía una voz masculina—. Vino por la hermana de la princesa, como dije que haría.
—Entonces tienes lo que querías —respondió otra voz—. Le prestas demasiada atención a ese tipo.
—No subestimes a Vasher. Ha conseguido más en su vida que un centenar de hombres, y ha hecho mucho más por el bien del pueblo de lo que jamás serás capaz de apreciar.
Silencio.
—¿No piensas matarlo? —preguntó la segunda voz.
—Sí.
—Eres extraño, Denth. Sin embargo, tu objetivo está cumplido.
—Tu pueblo no tiene todavía la guerra.
—La tendremos.
Sondeluz se acurrucó junto a un montoncillo de escombros. Veía luz delante, pero no distinguía gran cosa aparte de sombras en movimiento. Su suerte parecía haberlo acompañado para que pudiera oír esa conversación. ¿Era eso la prueba de que sus sueños eran, en efecto, premonitorios? ¿O se trataba sólo de una coincidencia? Era muy tarde, y todos los que estuvieran despiertos probablemente se dedicaban a actividades clandestinas.
—Tengo un trabajo para ti —dijo la segunda voz—. Hay alguien a quien necesito que interrogues.
—Lástima —respondió Denth, alejándose—. Tengo un viejo amigo a quien torturar. Sólo me he desviado para deshacerme de esta monstruosidad de espada.
—¡Denth! ¡Vuelve aquí!
—No me has contratado, hombrecito. Si quieres que haga algo, ve a buscar a tu jefe. Hasta entonces, ya sabes dónde encontrarme.
Silencio. Algo se movió detrás de Sondeluz. Se volvió y apenas pudo distinguir a Llarimar, que se acercaba a rastras. El dios le indicó que retrocediera y luego se reunió con él.
—¿Qué ocurre? —susurró el sacerdote.
—Voces, ahí delante —respondió Sondeluz, también entre susurros, el túnel oscuro alrededor de ambos—. Hablando de la guerra.
—¿Quiénes eran?
—No lo sé. Pero voy a averiguarlo. Espera aquí mientras yo…
Lo interrumpió un fuerte grito. Sondeluz dio un respingo. El sonido procedía del mismo lugar donde había oído las voces, y parecía…
—¡Soltadme! —chilló Encendedora—. ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¡Soy una diosa!
Sondeluz se levantó bruscamente. Una voz le respondió algo a Encendedora, pero Sondeluz no discernió las palabras.
—¡Soltadme! —gritó de nuevo Encendedora—. ¡Yo…! —Se interrumpió bruscamente y dejó escapar un grito de dolor.
El corazón de Sondeluz latía con fuerza. Avanzó un paso.
—¡Divina gracia! —dijo Llarimar, poniéndose en pie—. ¡Deberíamos ir por ayuda!
—Nosotros somos la ayuda —respondió Sondeluz. Inspiró profundamente y entonces, sorprendiéndose a sí mismo, echó a correr por el túnel.
Se acercó rápidamente a la luz, rodeó una esquina y llegó a una sección del túnel labrada en roca. En cuestión de segundos, estuvo corriendo por un liso suelo de piedra e irrumpió en lo que parecía un calabozo.
Encendedora estaba atada a una silla. Un grupo de hombres ataviados con las túnicas de los sacerdotes del rey-dios la rodeaba junto con varios soldados uniformados. El labio de Encendedora sangraba, y ella lloraba a través de la mordaza que le sellaba la boca. Llevaba puesto un hermoso camisón, pero estaba sucio y arrugado.
Los hombres alzaron sorprendidos la cabeza, extrañados al ver a alguien surgir detrás de ellos. Sondeluz aprovechó el momento y golpeó con el hombro al soldado que tenía más cerca. Lo envió contra la pared, pues el tamaño y el peso de Sondeluz le ayudaron a derribarlo con facilidad. Se agachó y desenvainó la espada del soldado caído.
—¡Aja! —exclamó, apuntando a los hombres que tenía delante—. ¿Quién será el primero?
Los soldados lo miraron, aturdidos.
—¡Serás tú! —dijo Sondeluz, abalanzándose sobre el guardia más cercano.
Falló por más de tres palmos, tropezó y perdió el equilibrio por el salto. El guardia finalmente comprendió lo que ocurría y desenvainó su espada. Los sacerdotes se apretujaron contra la pared. Encendedora, llorosa, parpadeó sorprendida.
Un soldado atacó a Sondeluz, que alzó torpemente su espada, tratando de bloquear el golpe. El guardia a sus pies se lanzó contra sus piernas, derribándolo al suelo. Entonces uno de los guardias que estaban de pie le clavó la espada en el muslo.
De la pierna manó sangre tan roja como la de cualquier mortal. De repente, Sondeluz conoció el dolor. Dolor literalmente más grande que ningún otro que hubiera conocido en su corta vida.