—Tal vez era sólo una finta.
—¿Una finta?
—Sí, un chiste malo adrede para distraerte de la broma real.
—¿Que es cuál?
Sondeluz vaciló, contemplando el anfiteatro.
—La broma que nos han gastado a todos —dijo bajando la voz—. La broma que los demás del panteón me han gastado al darme tanta influencia sobre lo que puede hacer nuestro reino.
Encendedora lo miró con ceño, advirtiendo la creciente amargura en su voz. Se detuvieron en el paseo y ella lo miró, de espaldas al ruedo. Sondeluz fingió una sonrisa, pero se borró al instante. No podían seguir como antes. No entre los pesados asuntos que había entre ambos.
—Nuestros hermanos y hermanas no son tan malos como das a entender —susurró ella.
—Sólo un grupo de idiotas redomados me daría el control de sus ejércitos.
—Confían en ti.
—Son perezosos —dijo Sondeluz—. Quieren que sean otros los que tomen las decisiones difíciles. Eso es lo que potencia este sistema. Todos estamos encerrados aquí, pasando el tiempo con ocio y placer. ¿Y se supone que uno debe saber qué es lo mejor para su país? —Sacudió la cabeza—. Tenemos más miedo del mundo exterior de lo que estamos dispuestos a admitir. Todo lo que tenemos aquí son obras de arte y sueños. Por eso tú y yo acabamos con las riendas de esos ejércitos. Nadie más quiere ser quien envíe a nuestras tropas a morir y matar. Todos quieren estar implicados, pero nadie quiere ser responsable.
Guardó silencio. Ella le miró, una diosa de formas perfectas. Mucho más fuerte que los demás, pero lo ocultaba bajo su propio velo de trivialidad.
—Una cosa de lo que has dicho es cierta —dijo en voz baja.
—¿Cuál?
—Eres maravilloso, Sondeluz.
Él se quedó mirándole los ojos. Ojos verdes, grandes y hermosos.
—No vas a darme tus frases de mando, ¿verdad? —preguntó ella.
Sondeluz negó con la cabeza.
—Te metí en esto —dijo Encendedora—. Siempre decías que eras inútil, pero todos sabemos que eres uno de los pocos que revisa cada cuadro, escultura y tapiz de su galería. El que oye cada poema y cada canción. El que escucha con más atención las súplicas de sus peticionarios.
—Sois todos unos necios. No hay nada en mí que respetar.
—No. Tú eres quien nos hace reír, aunque nos insultes al mismo tiempo. ¿No ves lo que provoca eso? ¿No ves cómo inadvertidamente te sitúas por encima de todos los demás? No lo hiciste adrede, Sondeluz, y gracias a eso funciona tan bien. En una ciudad de frivolidad, tú eres el único que ha mostrado una dosis de sabiduría. En mi opinión, por eso tienes los ejércitos.
Él no respondió.
—Sabía que te opondrías a mí. Pero pensé que tal vez podría influirte de todas formas.
—Puedes hacerlo —contestó él—. Como has dicho, estoy implicado en esto por ti.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo decidir qué sentimiento hacia ti es más fuerte, Sondeluz. Mi amor o mi frustración.
Él le cogió la mano y la besó.
—Acepto ambos, Encendedora. Con honor.
Y tras eso, se dio media vuelta y se dirigió a su palco. Amaclima había llegado ya; sólo faltaban el rey-dios y su esposa. Sondeluz se sentó, preguntándose dónde estaba Siri. Solía llegar al coliseo mucho antes de la hora de inicio.
Le resultó difícil concentrar su atención en la joven reina. Encendedora todavía estaba en el pasillo donde la había dejado, mirándolo.
Finalmente, se dirigió a su propio pabellón.
* * *
Siri recorría los pasillos de palacio, rodeada de sirvientas de uniforme marrón, con una docena de preocupaciones en la cabeza.
«Primero, ir a ver a Sondeluz —se dijo, repasando el plan—. No será raro que me siente con él: a menudo pasamos juntos el tiempo en estas cosas. Luego espero a que llegue Susebron. Entonces le pregunto a Sondeluz si podemos hablar en privado, sin nuestros sirvientes ni sus sacerdotes. Le explico lo que he descubierto sobre el Rey Dios. Le cuento cómo retienen cautivo a Susebron. Y espero a su reacción.»
Su mayor temor era que Sondeluz lo supiera ya. ¿Podría formar parte de toda la conspiración? Confiaba en él tanto como confiaba en cualquiera, pero sus nervios tenían costumbre de cuestionarlo todo y a todos.
Atravesó sala tras sala, cada una decorada con su propio color distintivo. Ya no advertía lo brillantes que eran.
«Suponiendo que Sondeluz esté de acuerdo en ayudarnos, espero a la pausa —pensó—. Cuando los sacerdotes dejen el ruedo, Sondeluz va y habla con otros dioses. Éstos van a sus sacerdotes y les instruyen para que empiecen una discusión en el ruedo sobre por qué el rey-dios no les habla nunca. Obligan a los sacerdotes del rey-dios a que le permitan hacer su propia defensa.»
No le gustaba depender de los sacerdotes, ni siquiera de aquellos ajenos al culto de Susebron, pero ésta parecía la mejor manera. Además, si los sacerdotes de los diversos dioses no hacían como se les instruía, Sondeluz y los demás se darían cuenta de que estaban siendo controlados por sus propios servidores. Fuera como fuese, Siri comprendía que se estaba metiendo en terrenos muy peligrosos.
«Ya empecé en territorio peligroso —recordó mientras dejaba las salas formales del palacio y entraba en el oscuro pasillo al exterior—. El hombre a quien amo está amenazado de muerte, y me quitarán cualquier hijo que engendre.» Tenía que actuar o dejar que los sacerdotes continuaran controlándola. Susebron y ella estaban de acuerdo. El mejor plan era…
Siri redujo el paso. Al fondo del pasillo, delante de las puertas que daban al patio, había un grupito de sacerdotes con varios soldados sinvida, recortados contra la luz de la tarde. Los sacerdotes se volvieron hacia ella, y uno señaló.
«¡Colores! —maldijo Siri, dándose media vuelta. Otro grupo de sacerdotes se acercaba por el pasillo de atrás—. ¡No! ¡Ahora no!»
Los dos grupos se cernieron sobre ella, que pensó en echar a correr, pero ¿adónde? Hacerlo con su largo vestido, abrirse paso entre sirvientes y sinvidas, era inútil. Alzó la barbilla, mirando a los sacerdotes con arrogancia, y mantuvo su cabello bajo control.
—¿Qué significa esto? —exigió.
—Lo sentimos muchísimo, Receptáculo —dijo el sacerdote jefe—. Pero se ha decidido que no deberías agotarte en tu estado.
—¿Mi estado? —repuso ella gélidamente—. ¿Qué tontería es ésta?
—El niño, Receptáculo. No podemos arriesgarnos a que corra peligro. Hay muchos que intentarían hacerte daño si supieran lo que llevas dentro.
Siri se sorprendió. «¿Niño? ¿Cómo pueden saber que Susebron y yo hemos empezado a…?»
Pero no. Si estuviera embarazada, ella lo sabría. Sin embargo, en teoría llevaba acostándose con el rey-dios varios meses. Era tiempo suficiente para que empezara a notarse un embarazo. A la gente de la ciudad le parecería normal.
«¡Idiota de mí! —se reprochó, llena de súbito pánico—. Si ya han encontrado un sustituto para el rey-dios, yo no hago falta para darles un hijo. ¡Sólo tienen que hacer creer a todo el mundo que estoy embarazada!»
—No hay ningún niño —dijo—. Sólo estabais esperando… sólo teníais que perder el tiempo hasta tener una excusa para encerrarme.
—Por favor, Receptáculo —dijo uno de los sacerdotes, indicando a un sinvida que la cogiera del brazo.
Ella no se resistió; se obligó a conservar la calma, mirando al sacerdote a los ojos.
Él apartó la mirada.
—Esto será lo mejor —dijo—. Es por nuestro propio bien.
—Estoy segura —replicó ella, y permitió que la condujeran de vuelta a sus aposentos.
* * *
Vivenna se sentó entre el público, esperando y observando. Una parte de ella sabía que era una tontería salir al descubierto de manera tan descarada. Sin embargo, esa parte, la cauta princesa idriana, cada vez se volvía más silenciosa.
La gente de Denth la había encontrado cuando se ocultaba en los suburbios. Probablemente estaría más segura entre las multitudes con Vasher que en las callejas, sobre todo considerando lo bien que era capaz de mezclarse ahora. No se había dado cuenta de lo natural que podía sentirse al ir con pantalones y túnica de colores brillantes, pues todos la ignoraban.
Vasher apareció en la balaustrada sobre los bancos. Ella se levantó cautelosamente de su asiento (alguien lo ocupó de inmediato) y se dirigió a él. Los sacerdotes ya habían empezado sus discusiones abajo. Nanrovah, recuperada su hija, había empezado anunciando que se retractaba de su postura anterior. Ahora mismo lideraba la discusión en contra de la guerra.
Tenía muy poco apoyo.
Vivenna se reunió con Vasher en la balaustrada, y él le abrió sitio a codazos y sin pedir disculpas. No llevaba a Sangre Nocturna: ella había insistido y había dejado la espada junto con la suya propia. Vivenna no estaba segura de cómo había conseguido entrar con el arma la última vez que había ido a la corte, pero lo último que querían era llamar la atención.
—¿Y bien? —preguntó en voz baja.
Él negó con la cabeza.
—Si Denth está aquí, no he podido encontrarlo.
—No me extraña, el público es muy numeroso. —Había gente por todas partes: centenares de personas en la balaustrada solamente—. ¿De dónde ha salido todo el mundo? Hay más gente que en anteriores asambleas.
Vasher se encogió de hombros.
—La gente que tiene garantizada una única visita a la corte puede guardar su entrada hasta que decida usarla. Mucha gente las emplea para la asamblea general, en vez de para las reuniones menores. Es su única oportunidad de ver a todos los dioses juntos.
Vivenna se volvió a contemplar la multitud. Sospechaba que todo eso tenía que ver con los rumores que había oído. La gente pensaba que esta sesión sería donde el Panteón de los Retornados declararía por fin la guerra a Idris.
—Nanrovah argumenta bien —dijo, aunque le era difícil oírlo a causa del murmullo de la multitud; los Retornados al parecer disponían de mensajeros que les transmitían lo que se hablaba. Se preguntó por qué no ordenaban simplemente a la gente que se callase. Pero eso no parecía ser costumbre de Hallandren. Les gustaba el caos. O, al menos, les gustaba sentarse y charlar mientras ante sus ojos tenían lugar acontecimientos importantes.
—No están haciendo caso a Nanrovah —dijo Vasher—. Ha cambiado de opinión dos veces sobre el mismo tema. Carece de credibilidad.
—Entonces, debería explicar por qué ha cambiado de opinión.
—Podría hacerlo, pero no creo que lo haga. Si la gente supiera que secuestraron a su hija, se sentirían más atemorizados y decidirían que detrás estaban instigadores idrianos, no importa lo que él diga. Además, está ese tozudo orgullo hallandrense. Los sacerdotes son particularmente malos. Argumentar que se llevaron a su hija, y que se vio presionado para cambiar de política…
—Creí que te gustaban los sacerdotes.
—Algunos. Otros no —respondió él. Miró entonces hacia el pedestal del rey-dios. Susebron no había llegado todavía, pero habían empezado sin él.
Siri tampoco estaba allí. Eso molestó a Vivenna, ya que esperaba comprobar cómo estaba su hermana, aunque sólo fuera de lejos.
«Te ayudaré, Siri. Esta vez de verdad. Y el primer paso será detener esta guerra.»
Vasher se volvió hacia el ruedo, apoyado en la balaustrada, ansioso.
—¿Qué te pasa? —preguntó Vivenna.
Él se encogió de hombros.
Ella hizo un gesto de desesperación.
—Dímelo.
—Es que no me gusta dejar sola a Sangre Nocturna tanto tiempo —contestó él.
—¿Qué podría pasarle? La dejamos encerrada en el armario.
Él volvió a encogerse de hombros.
—Desde luego —suspiró ella—. Pero ¿es que no sabes que mostrar en público una espada negra de cinco palmos sería bastante sospechoso? Y te recuerdo que tampoco ayuda mucho que esa espada exhale humo y pueda hablar en la cabeza de la gente.
—No me importa ser sospechoso.
—A mí sí.
Vasher hizo una mueca y ella pensó que iba a seguir discutiendo, pero al final sólo asintió.
—Tienes razón, por supuesto —dijo—. Es que nunca he sido bueno no llamando la atención. Denth solía reírse de mí por eso.
Vivenna frunció el ceño.
—¿Erais amigos?
Él se dio la vuelta sin contestar.
«¡Fantasmas de Kalad! —despotricó ella, frustrada—. Un día de éstos alguien en esta ciudad tres veces maldita por los Colores me contará toda la verdad. Y entonces probablemente me moriré de la sorpresa.»
—Voy a ver si puedo averiguar por que tarda tanto el rey dios —dijo Vasher, apartándose de la balaustrada—. Volveré pronto.
Ella asintió y se echó hacia atrás, deseando no haber renunciado a su asiento. Antes, se habría sentido agobiada por tanta gente a su alrededor, pero se había acostumbrado a las atestadas calles de los mercados, y por eso verse rodeada de gente no le resultaba tan intimidatorio como antes. Además, estaba su aliento. Había almacenado un poco en la camisa, pero conservaba una porción: necesitaba tener al menos la Primera Elevación para atravesar las puertas y entrar en la corte sin problema.
Su aliento le permitía sentir la vida como una persona corriente sentía el aire: siempre allí, fresco contra la piel. Tener tanta gente cerca la hacía sentirse un poco embriagada. Tanta vida, tantas esperanzas y deseos. Tanto aliento. Cerró los ojos, absorbiéndolo, escuchando las voces de los sacerdotes alzarse por encima de la multitud.
Percibió a Vasher acercarse antes de que llegara. No sólo tenía gran cantidad de aliento, sino que la estaba mirando, y ella sintió la leve familiaridad de esa mirada. Se dio la vuelta, detectándolo entre la multitud. Destacaba más que ella, con sus ropas oscuras y raídas.
—Enhorabuena —dijo él, cogiéndola del brazo.
—¿Porqué?
—Pronto serás tía.
—¿Qué estás…? —Se interrumpió, alelada—. ¿Siri?
—Tu hermana está embarazada. Los sacerdotes harán el anuncio esta misma noche. Al parecer, el rey-dios se ha quedado en el palacio para celebrarlo.
Vivenna se quedó allí aturdida. «Siri embarazada.» Siri, que a sus ojos seguía siendo una niña, embarazada de aquella cosa que habitaba el palacio. Y, sin embargo, ¿no luchaba ella misma por mantener a ese ser en el trono?
«No —pensó—. No he perdonado a Hallandren, aunque esté aprendiendo a no odiarlo. No puedo permitir que Idris sea atacada y destruida.»
Sintió pánico.
De repente, todos sus planes parecieron carentes de sentido. ¿Qué le harían los hallandrenses cuando tuvieran su heredero?