Le alegraba que Denth la hubiera hecho abandonar la casa de Lemex. Si su padre enviaba agentes a recuperarla, irían a buscar a Lemex primero, igual que había hecho ella. Sin embargo, una parte cobarde en su interior deseaba que Denth no hubiera mostrado tanta previsión. Si todavía estuvieran viviendo en la casa de Lemex, tal vez la hubieran descubierto ya. Y estaría camino de vuelta a Idris.
Actuaba de modo muy decidido. Y, de hecho, a veces se sentía bastante decidida. Eran los momentos en que pensaba en Idris o las necesidades de su reino. Sin embargo, esos momentos, los momentos regios, eran bastante raros. El resto del tiempo, dudaba.
¿En qué se había metido? No sabía de guerras ni de subterfugios. Denth estaba detrás de todo lo que ella estaba «haciendo» para ayudar a Idris. Lo que ella había sospechado el primer día había resultado verdad: su preparación y sus estudios contaban poco, y no sabía qué hacer para salvar a Siri. Ni qué hacer con el aliento que contenía en su interior. Ni siquiera sabía, en realidad, si quería quedarse en esa ciudad loca, con un exceso de habitantes y colores.
En resumen, era una inútil. Y eso era lo único para lo que nunca la habían educado.
—¿De verdad quieres reunirte con los idrianos? —preguntó Denth. Vivenna alzó la cabeza. Fuera, oscurecía.
«¿Quiero hacerlo? —pensó—. Si mi padre tiene agentes en la ciudad, puede que acudan. Pero si hay algo que pueda hacer por esta gente…»
—Me gustaría —respondió.
Él sacudió la cabeza.
—Será difícil prepararlo, difícil mantenerlo en secreto, y difícil protegerte. Estos encuentros que estamos teniendo han sido en zonas controladas. Si te reúnes con gente corriente, eso no será posible.
Ella asintió.
—Quiero hacerlo de todas formas. Tengo que hacer algo, Denth. Algo útil. Que me vean estos contactos tuyos nos sirve de ayuda, pero tengo que hacer más. Si llega la guerra, debemos preparar a esa gente. Ayudarlos de algún modo.
Alzó la cabeza y miró por la ventana. Clod el sinvida estaba de pie en el rincón donde lo había dejado Joyas. Vivenna se estremeció y apartó la mirada.
—Quiero ayudar a mi hermana. Y quiero serle útil a mi pueblo. Pero intuyo que no estoy haciendo mucho por Idris quedándome en esta ciudad.
—Es mejor que marcharse.
—¿Porqué?
—Porque si te marchas, no habrá nadie que me pague.
Ella puso los ojos en blanco.
—No bromeaba —advirtió Denth—. Necesito que me paguen. De todas formas, hay motivos mejores para quedarse.
—¿Como cuáles?
Él se encogió de hombros.
—Depende, supongo. Mira, princesa, no soy de los que dan consejos brillantes ni profundos. Soy un mercenario. Tú me pagas, me señalas el objetivo y yo voy y apuñalo. Pero bien mirado, regresar a Idris es lo menos útil que podrías hacer. Allí no podrás hacer nada más que quedarte cruzada de brazos y tejer ganchillo. Tu padre tiene otros herederos. Aquí puede que no seas muy efectiva, pero allí eres un cero a la izquierda.
Guardó silencio, se desperezó y se acomodó un poco más contra la pared. «Dice lo que piensa sin cortarse ni un pelo», pensó Vivenna, sacudiendo la cabeza. Con todo, aquellas palabras le parecieron un consuelo. Sonrió y se dio la vuelta.
Y encontró a Clod de pie junto al taburete.
Soltó un gritito, trastabillando y medio cayéndose. Denth se acercó con presteza, la espada desenvainada, y Tonk Fah no tardó en imitarlo.
Vivenna se puso en pie, tropezando con las faldas, y se llevó una mano al pecho, como para tranquilizar los latidos de su corazón. El sinvida permanecía en pie, mirándola.
—Ah, es eso. Lo hace a veces —dijo Denth, riendo, aunque a Vivenna le pareció una risa falsa—. Le gusta acercarse a la gente.
—Como si sintiera curiosidad —apuntó Tonk Fah.
—No pueden sentir curiosidad —dijo Denth—. No tienen ninguna emoción. Clod, vuelve a tu rincón.
El sinvida se dio la vuelta y echó a andar.
—No —dijo Vivenna, aún temblando—. Envíalo al sótano.
—Pero las escaleras…
—¡Al sótano! —lo cortó la princesa, el pelo tiñéndose del rojo por las puntas.
Denth suspiró.
—Clod, al sótano.
El sinvida obedeció. Mientras bajaba las escaleras, Vivenna oyó un escalón crujir levemente, pero la criatura llegó a salvo abajo, a juzgar por el sonido de sus pasos. Ella se sentó, tratando de calmar su respiración.
—Lo lamento —dijo Denth.
—No puedo sentirlo. Es inquietante. Me olvido de que está allí, y no me doy cuenta de cuándo se acerca.
Denth asintió.
—Lo sé.
—Me pasa lo mismo con Joyas —dijo ella, mirándolo—. Es una apagada.
—Sí —dijo él, sentándose—. Lo es desde niña. Sus padres vendieron su aliento a un dios.
—Necesitan un aliento a la semana para sobrevivir —añadió Tonk Fah.
—Qué terrible —dijo Vivenna. «He de mostrarme más amable con ella.»
—En realidad no es tan malo. Yo también he estado sin aliento —comentó Denth.
—¿Sí?
Él asintió.
—Todo el mundo tiene rachas en que anda mal de dinero. Lo bueno que tiene el aliento es que siempre puedes comprárselo a otro.
—Nunca falta quien quiere vender —dijo Tonk Fah.
Vivenna sacudió la cabeza, temblando.
—Pero entonces hay que vivir sin él durante un tiempo. Sin alma.
Denth se echó a reír, y esta vez la risa fue auténtica.
—Oh, eso son supersticiones, princesa. No tener aliento no te cambia tanto.
—Te vuelve menos amable —contestó Vivenna—. Más irritable. Como…
—¿Joyas? —preguntó Denth, divertido—. No, ella ha sido siempre así. Estoy seguro. Sea como sea, cuando he vendido mi aliento, no me he sentido tan diferente. Hay que prestar mucha atención para darte cuenta de que falta.
Vivenna se volvió. No esperaba que comprendiera. Era fácil llamar supersticiones a sus creencias, pero ella podía decirle lo mismo a Denth. La gente veía lo que quería ver. Si él creía que sentía lo mismo sin aliento, era más fácil admitir la posibilidad de venderlo… y luego comprar otro aliento a una persona inocente. Además, ¿por qué molestarse en comprarlo si no importaba?
La conversación se apagó hasta que regresó Joyas. Entró y, una vez más, Vivenna apenas la advirtió. «Estoy empezando a confiar demasiado en ese sentido vital», pensó molesta, y se puso en pie mientras Joyas saludaba a Denth.
—Es quien dice ser —dijo Joyas—. He preguntado, y recibí tres confirmaciones de gente en quien más o menos confío.
—Muy bien, pues —resumió Denth, desperezándose y poniéndose en pie. Despertó a Tonk Fah de una patadita—. Volvamos con cuidado a casa.
Sondeluz encontró a Encendedora en el césped del patio, detrás de su palacio. Estaba disfrutando del arte de uno de los maestros jardineros de la ciudad.
Sondeluz cruzó el césped seguido por su séquito, que sujetaba un gran parasol para protegerlo del sol y se encargaba de atender todas sus necesidades. Pasó ante cientos de macetas, jardineras, tiestos y jarrones rebosantes de diversas plantas y flores, todas dispuestas elaborada y pulcramente.
Jardines provisionales. Los dioses eran demasiado divinos para salir de la corte y visitar los jardines de la ciudad, así que había que llevarles los jardines. Tan colosal empresa requería docenas de obreros y carros llenos de plantas y material. Nada era demasiado bueno para los dioses.
Excepto, naturalmente, la libertad.
Encendedora estaba admirando el diseño de los lechos florales. Reparó en Sondeluz cuando se acercaba, pues su biocroma al avanzar hacía que las flores resplandecieran más a la luz de la tarde. La diosa llevaba un vestido sorprendentemente modesto. No tenía mangas y parecía hecho de una sola pieza de seda verde que la envolvía, cubriendo apenas las partes íntimas y poco más.
—Sondeluz, querido —dijo sonriendo—. ¿Visitando a una dama en su hogar? Qué encantador. Bueno, basta de cháchara. Retirémonos al dormitorio.
Él sonrió y le tendió un papel mientras se acercaba.
Ella vaciló y luego lo cogió. La parte delantera estaba cubierta de puntos de colores, la letra de los artesanos.
—¿Qué es esto?—preguntó.
—He imaginado cómo iba a comenzar nuestra conversación —respondió él—. Así que nos he ahorrado las molestias y la he escrito de antemano.
Encendedora alzó una ceja, luego leyó.
—«Para empezar, Encendedora dice algo veladamente sugerente.» —Ella lo miró—. ¿Veladamente? Te he invitado al dormitorio. Yo diría que es descarado.
—Te he subestimado. Por favor, continúa.
—«Entonces Sondeluz la rechaza con una frase aguda e inteligente. Es tan increíblemente encantador y listo que ella, aturdida por su brillantez, se queda sin palabras durante varios minutos…» Oh, de verdad, Sondeluz, eres incorregible. ¿Tengo que seguir?
—Es una obra maestra. Lo mejor que he escrito nunca. Por favor, lo siguiente es importante.
Ella suspiró.
—«Encendedora hace un comentario sobre política mortalmente aburrido, pero lo compensa meneando los pechos. Después de eso, Sondeluz pide disculpas por mostrarse tan distante últimamente. Explica que hay ciertas cosas que debe resolver.»
Hizo una pausa y lo miró.
—¿Eso significa que finalmente estás dispuesto a formar parte de mis planes?
Él asintió. A un lado, un grupo de jardineros acabó de retirar las flores cercanas. A continuación, se aplicaron en elaborar un diseño de pequeños árboles floridos en grandes macetas alrededor de ambos dioses.
—No creo que la reina esté implicada en un plan para apoderarse del trono —dijo Sondeluz—. Aunque he hablado muy brevemente con ella, estoy convencido.
—¿Entonces por qué accedes a unirte a mí?
Él guardó silencio unos instantes, disfrutando de las flores.
—Porque pretendo evitar que la aplastes. Ni a ella ni al resto de nosotros.
—Mi querido Sondeluz —repuso ella, frunciendo sus brillantes labios rojos—. Te aseguro que soy inofensiva.
Él alzó una ceja.
—Lo dudo.
—Vamos, vamos, nunca deberías señalarle a una dama que se aparta de la verdad estricta. De todas formas, me alegra que hayas venido. Tenemos trabajo que hacer.
—¿Trabajo? Eso suena a… trabajo.
—Por supuesto, querido. —Y echó a andar.
Los jardineros se apresuraron a apartar los arbolitos para abrirle paso. El maestro jardinero en persona dirigía la composición como el director de una orquesta botánica. Sondeluz la siguió.
—Trabajo —dijo—. ¿Sabes cuál es mi filosofía sobre el trabajo?
—No sé por qué, tengo la impresión de que no lo apruebas.
—Oh, yo no diría eso. El trabajo, querida Encendedora, es como el abono.
—¿Huele?
Él sonrió.
—No; estaba pensando que el trabajo es como el abono: me alegro de su existencia por lo útil que resulta, pero no quiero verme atrapado en él.
—Es una lástima —dijo la diosa—. Porque acabas de acceder a hacerlo.
Él suspiró.
—Ya me parecía oler algo.
—No seas pesado —replicó ella, sonriéndole a los obreros que flanqueaban su camino con jarrones de flores—. Esto va a ser divertido.
Se volvió hacia él, los ojos chispeando.
—Anoche atacaron a Mercestrella.
* * *
—Oh, mi querida Encendedora. Ha sido algo terriblemente trágico.
Sondeluz alzó una ceja. Mercestrella era una mujer preciosa y voluptuosa que ofrecía un sorprendente contraste con Encendedora. Ambas eran ejemplos perfectos de la belleza femenina. Encendedora era del tipo esbelto (pero pechugona), mientras que Mercestrella era del tipo curvilíneo (y pechugona también). Ésta se hallaba tumbada en un mullido diván, abanicada por grandes hojas de palmera que agitaban varios de sus criados.
Carecía del sutil sentido del estilo de Encendedora. Hacía falta tener habilidad para elegir colores brillantes que no rozaran lo chillón. Sondeluz tampoco la tenía, pero alguno de sus sirvientes sí. Mercestrella, al parecer, no sabía que semejante habilidad existía siquiera.
«Aunque hay que admitir que el naranja y el dorado no son los colores más fáciles de llevar con dignidad», pensó.
—Mercestrella, querida —dijo afectuosamente Encendedora. Uno de los criados acercó un taburete tapizado y lo deslizó bajo la diosa cuando se sentaba al lado de la convaleciente—. Comprendo cómo debes de sentirte.
—¿Sí? ¿Puedes, de verdad? Es terrible. ¡Algún… algún bellaco se coló en mi palacio y atacó a mis sirvientes! ¡El hogar de una diosa! ¿Quién haría una cosa así?
—Seguramente un loco —la consoló Encendedora.
Sondeluz sonrió compasivo, las manos a la espalda. Una fresca brisa de la tarde barría el patio y el pabellón. Algunos jardineros de Encendedora habían traído flores y árboles, rodeando el dosel del pabellón y llenando el aire con sus perfumes mezclados.
—Ya —dijo Mercestrella—. Pero ¡los guardias de las puertas están para impedir este tipo de cosas! ¿Por qué tenemos murallas si la gente puede entrar sin más y violar nuestros hogares? Ya no me siento segura.
—Estoy segura de que los guardias serán más diligentes en el futuro —dijo Encendedora.
Sondeluz frunció el ceño y se volvió para contemplar el palacio de Mercestrella, donde los criados zumbaban como abejas en torno a un panal.
—¿Qué crees que buscaba el intruso? —preguntó, casi para sí mismo—. ¿Obras de arte, tal vez? Sin duda hay mercaderes a los que será mucho más fácil robar.
—Puede que no sepamos lo que quieren, pero al menos sabemos algo sobre ellos —lo tranquilizó Encendedora.
—¿Ah, sí? —dijo Mercestrella, irguiéndose.
—Sí, querida. Sólo alguien sin ningún respeto hacia las tradiciones, las propiedades o la religión se atrevería a irrumpir en la casa de un dios. Alguien de muy baja estofa. Un irrespetuoso. Un infiel…
—¿Un idriano? —aventuró Mercestrella.
—¿Nunca te has preguntado, querida, por qué enviaron al rey-dios la hija más joven en vez de la mayor?
Mercestrella frunció el ceño.
—¿Eso han hecho?
—Sí, querida.
—Es bastante sospechoso, ¿no?
—Algo está pasando en la Corte de los Dioses, Mercestrella —prosiguió Encendedora, inclinándose hacia delante—. Éstos podrían ser tiempos peligrosos para la Corona.
—Encendedora, ¿puedo hablar contigo un momento? —interrumpió Sondeluz.