Vivenna se encontró sola en una calle repleta de cadáveres. Una figura descendió desde un tejado, bajada por dos cuerdas animadas. Aterrizó con suavidad, y las cuerdas quedaron inertes. Pasó ante Vivenna, ignorándola, y arrancó la espada, con vaina y todo, del cadáver.
El muerto cayó finalmente al suelo.
Vivenna lo miró aturdida. El hombre echó el cierre a la empuñadura del arma. Entonces ella se sentó en la calle. Ni siquiera parpadeó cuando Vasher la recogió y se la cargó al hombro.
—Su gracia no está interesada en veros —dijo la sacerdotisa, manteniendo una postura reverente.
—Bueno, no me interesa su desinterés —respondió Sondeluz—. Tal vez deberías preguntarle de nuevo, para asegurarnos.
La sacerdotisa bajó la cabeza.
—Mil perdones, divina gracia, pero ya le he preguntado catorce veces. La diosa Madretodos se está impacientando con vuestras peticiones, y me ha ordenado que no las siga atendiendo.
—¿Le ha dado la misma orden a las otras sacerdotisas?
La mujer vaciló.
—Bueno, no, divina gracia.
—Perfecto. Llama a una de ellas y envíala a preguntarle a Madretodos si quiere verme.
La sacerdotisa suspiró. Sondeluz lo consideró una especie de victoria. Los sacerdotes de Madretodos se contaban entre los más píos y humildes de la corte. Si podía provocar su fastidio, significaba que podía hacerlo con cualquiera.
Esperó mientras la sacerdotisa iba a cumplir su petición. Madretodos podía darles órdenes e instrucciones, pero no podía decirles que ignoraran por completo a Sondeluz. Después de todo, era un dios. Mientras no les pidiera algo que Madretodos no hubiera prohibido explícitamente, tenían que obedecer.
Aunque eso molestara a su diosa.
—Estoy desarrollando una nueva habilidad —comentó Sondeluz divertido—. ¡Irritación por delegación!
Llarimar suspiró.
—¿Qué hay de lo que le dijisteis a la diosa Encendedora hace unos días, divina gracia? Parecía dar a entender que no ibais a molestar tanto a la gente.
—No dije nada de eso. Simplemente dije que iba a dar un poco más de importancia a la persona que fui. Eso no significa que piense descartar todos los progresos que he hecho en los últimos años.
—Vuestro sentido de la autoconciencia es notable, divina gracia.
—¡Lo sé! Ahora calla. La sacerdotisa vuelve.
En efecto, la mujer se acercó e hizo una reverencia ante Sondeluz.
—Mis disculpas, divina gracia. Nuestra diosa ha ordenado ahora que no se permita a ninguna sacerdotisa preguntarle si podéis entrar a verla.
—¿Les dijo que no podían preguntar si ella podía salir aquí?
—Sí, divina gracia. Y también todas las otras frases que puedan implicar que pides estar cerca de Su Gracia, o comunicaros con ella por carta, o transmitirle mensajes de cualquier forma.
—Mmm —dijo él, frotándose la barbilla—. Está mejorando. Bueno, supongo que no hay nada que hacer.
La sacerdotisa se relajó visiblemente.
—Veloz, emplaza mi pabellón aquí delante del palacio —ordenó Sondeluz—. Dormiré aquí esta noche.
La sacerdotisa dio un respingo.
—¿Vais a hace qué? —preguntó Llarimar.
Sondeluz se encogió de hombros.
—No me moveré de aquí hasta que me reciba. ¡Hace más de una semana que lo intento! Si quiere ser testaruda, entonces demostraré que yo puedo serlo igualmente. —Miró a la sacerdotisa—. Tengo bastante práctica, ¿sabes? Es por ser un bufón insufrible y todo eso. Supongo que no te habrá prohibido que haya ardillas en el edificio, ¿verdad?
—¿Ardillas, divina gracia?
—Excelente —repuso Sondeluz, sentándose mientras sus sirvientes levantaban el pabellón. Sacó la ardilla sinvida de su caja y la alzó.
—Hierba almendrada —dijo en voz baja, pronunciando la nueva orden que había mandado imprimir a los suyos en la criatura sinvida. Entonces habló más fuerte, para que la sacerdotisa pudiera oírlo—. Ve al edificio, busca a la retornada que vive allí y corre en círculos chillando como una marrana. No dejes que nadie te capture. Oh, y estropea tantos muebles como te sea posible. Y en voz baja repitió—: Hierba almendrada.
La ardilla saltó de su mano y salió disparada hacia el palacio. La sacerdotisa corrió tras ella, horrorizada. La ardilla empezó a chillar espantosamente, en absoluto una ardilla. Desapareció dentro del edificio, escurriéndose entre las piernas de un sorprendido guardia.
—Qué deliciosa tarde se avecina —dijo Sondeluz, cogiendo un puñado de uvas mientras las sacerdotisas corrían detrás de la ardilla.
—No podrá cumplir todas esas órdenes, divina gracia —advirtió Llarimar—. Tiene la mente de una ardilla, a pesar del poder que el aliento le proporciona para obedecer órdenes.
Sondeluz se encogió de hombros.
—Ya veremos.
Empezó a oír exclamaciones de enfado dentro del palacio. Sonrió.
No obstante, Madretodos era testaruda, como quedaba demostrado por la completa incapacidad de Encendedora para manipularla. Mientras él estaba allí sentado, escuchando tranquilo a un grupo de músicos, una sacerdotisa se asomaba de vez en cuando para comprobar su estado. Pasaron varias horas. Sondeluz no comió ni bebió mucho, para no tener que ir al excusado.
Ordenó a sus músicos que tocaran más fuerte. Había escogido a un grupo con mucha percusión.
Finalmente, una sacerdotisa de aspecto angustiado salió del palacio.
—Su Gracia os recibirá —dijo la mujer, haciendo una reverencia ante Sondeluz.
—Vaya —contestó Sondeluz—. ¿Tiene que ser ahora? ¿No puedo acabar de escuchar esta canción?
La sacerdotisa pareció desconcertada.
—Yo…
—Oh, entonces muy bien —dijo él, poniéndose en pie.
* * *
Madretodos estaba en su sala de audiencias. Sondeluz vaciló en la puerta, que como todo en todos los palacios, estaba diseñada a escala divina. Frunció el ceño.
La gente hacía cola y Madretodos estaba sentada en un trono en la parte delantera de la sala. Era rellenita para tratarse de una diosa, y él siempre había considerado su pelo blanco y su rostro arrugado una rareza dentro del panteón. En edad corporal, era la más vieja de los dioses.
Hacía tiempo que no la visitaba. De hecho… «La última vez que estuve aquí fue la noche antes de que Calmavidente entregara su aliento. Fue hace años, cuando compartimos la que sería su última cena.»
Nunca había regresado. ¿Para qué? Sólo se habían reunido a causa de Calmavidente. En la mayoría de esas ocasiones, Madretodos había sido muy clara al expresar lo que pensaba de Sondeluz. Al menos era sincera.
Eso era más de lo que podía decir de sí mismo.
Ella no lo saludó al verlo. Continuó sentada, un poco inclinada hacia delante, escuchando al hombre que en ese momento presentaba su petición. Era un tipo de mediana edad, envarado, apoyado en un bastón.
—Mis hijos pasan hambre —decía—. No puedo comprar comida. Pensé que si mi pierna estuviera bien, podría volver a trabajar en los muelles. —Bajó la cabeza.
—Tu fe es encomiable —respondió Madretodos—. Dime, ¿cómo perdiste el uso de tu pierna?
—Un accidente de pesca, divina gracia. Vine de las Tierras Altas hace unos años, cuando las heladas se llevaron mis cosechas. Encontré trabajo en uno de los tormenteros, los barcos que salen durante las tempestades de primavera a capturar peces cuando los demás permanecen fondeados. Un barril me aplastó la pierna. Ahora nadie me acepta en los barcos, por mi cojera.
Madretodos asintió.
—No habría acudido a ti, pero mi esposa enferma y mi hija lloran de hambre…
La diosa adelantó una mano para posarla en el hombro del hombre.
—Comprendo tus dificultades, pero tus problemas no son tan severos como supones. Ve y habla con mi sumo sacerdote. En los muelles hay un hombre que me debe vasallaje. Tienes dos buenas manos: te pondrán a coser redes.
El hombre alzó la cabeza, la esperanza brillando en sus ojos.
—Ahora te enviaremos a tu casa con suficiente comida para cuidar de tu familia hasta que aprendas tu nuevo oficio —añadió Madretodos—. Ve con mi bendición.
El hombre se levantó, pero la emoción le pudo. Cayó de rodillas y rompió a llorar.
—Gracias —musitó—. Muchas gracias.
Los sacerdotes se acercaron y se lo llevaron. La sala quedó en silencio, y Madretodos se volvió hacia Sondeluz. Señaló a un lado con la cabeza, donde había un sacerdote sujetando un bulto peludo atado con cuerdas.
—Me han dicho que eso es tuyo —comentó.
—Ah, sí —respondió Sondeluz, ruborizándose un poco—. Lo siento mucho. Creo que se me escapó.
—¿Con una orden accidental para buscarme? ¿Y correr en círculos chillando?
—¿Funcionó? Interesante. Mi sumo sacerdote no creía que el cerebro de la ardilla fuera capaz de seguir órdenes tan complicadas.
Madretodos le dirigió una severa mirada.
—Oh —dijo Sondeluz—. Me refiero a que seguramente me entendió mal. Estúpida ardilla. Mis más profundas disculpas, honorable hermana.
La diosa suspiró, y luego señaló una puerta en un lado de la sala. Sondeluz se dirigió hacia allí y ella lo siguió, con varios sirvientes detrás. Madretodos se movía con el envaramiento de la edad. «¿Son imaginaciones mías, o parece más vieja que antes?» Eso, naturalmente, era imposible. Los Retornados no envejecían. Al menos, no los que habían alcanzado la madurez.
Una vez lejos de las miradas y los oídos de los peticionarios, Madretodos lo agarró por el brazo.
—En nombre de los Colores, ¿qué pretendes? —exclamó.
Sondeluz enarcó una ceja.
—Bueno, no querías recibirme, así que…
—¿Pretendes destruir la poca autoridad que nos queda, idiota? La gente de la ciudad comenta que los Retornados nos debilitamos, que los mejores de nosotros murieron hace años.
—Tal vez tengan razón.
Ella hizo una mueca.
—Si empiezan a creer eso, entonces perderemos nuestro acceso al aliento. ¿Has pensado en eso? ¿Has considerado lo que podría costamos a todos tu falta de decoro, tu ligereza?
—¿Ese es entonces el motivo de tu muestra de magnanimidad? —preguntó él, mirando hacia la puerta.
—Antes, los Retornados no sólo oían sin escuchar las peticiones para luego contestar que no. Se tomaban su tiempo para escuchar a cada persona que acudía a ellos, y luego los ayudaban lo mejor que podían.
—Parece demasiado trabajo, ¿no?
—Somos sus dioses. ¿Debería importarnos una pequeña molestia? —Lo miró—. Oh, claro. Claro, para ti sería un incordio que algo tan secundario como los dolores de nuestro pueblo interfieran con nuestro tiempo de ocio. No sé para qué me molesto en explicarte nada.
Se dio media vuelta para abandonar la sala.
—He venido a darte mis órdenes sinvida —dijo Sondeluz.
Madretodos se detuvo.
—Encendedora controla dos grupos de órdenes —añadió él—, lo cual le da el control de la mitad de nuestros ejércitos. Eso me preocupa. Quiero decir, confío en ella tanto como en cualquier otro retornado. Pero si estalla la guerra, entonces se convertirá en la segunda persona más poderosa del reino. Sólo el rey-dios tendría más autoridad.
Madretodos lo miró con expresión indescifrable.
—Pienso que la mejor manera de contrarrestarla es que otra persona tenga dos grupos de órdenes —prosiguió Sondeluz—. Tal vez eso la haga vacilar y le impida hacer algo precipitado.
Guardaron silencio.
—Calmavidente confiaba en ti —dijo Madretodos por fin.
—Su único defecto, he de precisar —repuso Sondeluz—. Incluso las diosas los tienen, o eso parece. Siempre he pensado que un caballero no debe señalar esas cosas.
—Ella fue la mejor de todos nosotros —dijo Madretodos, mirando en dirección de sus suplicantes—. Se reunía con la gente todos los días. La amaban.
—Línea final azul —dijo Sondeluz—. Ésa es mi frase de seguridad nuclear. Por favor, acéptala. Le diré a Encendedora que me obligaste a dártela. Se enfadará conmigo, naturalmente, pero no será la primera vez.
—Pues no. No voy a permitir que te salgas tan fácilmente de ésta, Sondeluz.
—¿Qué quieres decir?
—¿Es que no lo notas? En la ciudad está ocurriendo algo. Ese jaleo con los idrianos y sus suburbios, las discusiones cada vez más encendidas entre nuestros sacerdotes. —Sacudió la cabeza—. No voy a permitir que te libres de tu parte. Te eligieron para el puesto que detentas. Eres un dios, como el resto de nosotros, aunque te esfuerces en pretender lo contrario.
—Ya tienes mi orden, Madretodos —dijo él, encogiéndose de hombros, y se dirigió hacia la puerta de salida—. Haz lo que quieras con ella.
—Campanas verdes —dijo ella—. Esa es la mía.
El dios se detuvo.
—Ahora los dos conocemos ambas. Si lo que dijiste antes es cierto, Sondeluz, entonces es mejor que nuestras órdenes estén distribuidas.
Él giró sobre los talones.
—Me llamabas necio, y ¿ahora me confías el mando de tus soldados? He de preguntar, Madretodos, y por favor no me consideres descortés, pero en nombre de los Colores, ¿qué pasa contigo?
—Soñé que vendrías —dijo ella—. Lo vi en las pinturas hace una semana. Toda la semana he visto pautas de círculos en los cuadros, todos rojos y dorados. Tus colores.
—Mera coincidencia.
Ella bufó.
—Algún día tendrás que superar tu necio egoísmo, Sondeluz. Esto no es sólo cuestión nuestra. He decidido empezar a hacer mejor las cosas. Tal vez deberías reconsiderar lo que eres y tu comportamiento.
—Ah, mi querida Madretodos. Verás, el problema en ese desafío es la presunción de que no he intentado ser otra cosa que lo que soy. Cada vez que lo hago, el resultado es desastroso.
—Bien, ahora tienes mis órdenes. Para bien o para mal.
La avejentada diosa se dio la vuelta para regresar a la sala de los suplicantes.
—Yo, para variar, tengo curiosidad por ver cómo las manejas.
Vivenna se despertó mareada, cansada, sedienta y hambrienta.
Pero viva.
Abrió los ojos con una extraña sensación: comodidad. Se hallaba en una cama blanda y confortable. Se sentó inmediatamente; la cabeza le dio vueltas.
—Yo tendría cuidado —dijo una voz—. Tu cuerpo está débil.
Ella parpadeó, centrándose en una figura sentada ante una mesa un poco más allá, de espaldas. Parecía estar comiendo.
Una espada negra en una vaina de plata descansaba sobre la mesa.