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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (57 page)

Acercó el chal. Lo llevaba siempre consigo.

Apenas podía creer todavía lo que habían hecho Denth y los demás. Tenía buenos recuerdos de sus bromas. No podía conectar aquello con lo que había visto en el sótano. De hecho, en ocasiones se levantaba para buscarlos. Sin duda todo se trataba de una alucinación. Sin duda no podían ser hombres tan terribles.

«Eso es una tontería —pensó—. Tengo que concentrarme. ¿Por qué mi mente ya no funciona bien?»

¿Concentrarse en qué? No había mucho en lo que pensar. No podía volver con Denth y Parlin estaba muerto. Las autoridades de la ciudad no serían de ninguna ayuda, todo lo contrario, visto los rumores acerca de la princesa idriana que estaba causando tantos problemas. La arrestarían sin vacilar. Si había más agentes de su padre en la ciudad, no tenía ni idea de cómo localizarlos sin exponerse a Denth. Además, había buenas posibilidades de que éste hubiera encontrado a esos agentes y los hubiera matado. Había sido muy listo al mantenerla cautiva, eliminando en silencio a aquellos que podrían haberla llevado a lugar seguro. ¿Qué pensaba su padre? Seguramente la suponía perdida; todos los hombres que había enviado a recuperarla habían desaparecido misteriosamente, y Hallandren estaba cada vez más cerca de declarar la guerra.

Eran preocupaciones lejanas. Lo primero era su estómago, que gruñía. Había comedores de caridad en la ciudad, pero en el primero al que acudió divisó a Tonk Fah apoyado en una puerta al otro lado de la calle. Vivenna se dio media vuelta y se marchó rápidamente, rogando que no la hubiera visto. Por el mismo motivo, no se atrevía a abandonar la ciudad. Denth seguro que había apostado hombres en las salidas. Además, ¿dónde podría ir? No tenía suministros para un viaje de regreso a Idris.

Tal vez podría marcharse si conseguía ahorrar suficiente dinero. Eso era difícil, casi imposible. Cada vez que conseguía una moneda, se la gastaba en comida. No podía evitarlo. Nada más parecía importar.

Ya había perdido peso. Su estómago volvió a gruñir.

Así que permaneció allí sentada, sudorosa y sucia, a la sombra. Seguía vistiendo sólo su ropa interior y el largo chal, aunque todo estaba tan sucio que era difícil decir dónde terminaba la ropa y empezaba la piel. Su antigua y arrogante negativa a vestir atuendos elegantes parecía ahora ridícula.

Sacudió la cabeza, tratando de despejarse. Una semana en la calle parecía una eternidad; sin embargo, sabía que sólo había empezado a experimentar la vida de los pobres. ¿Cómo sobrevivían, durmiendo en callejones, mojados por la lluvia cada día, alarmados ante cada sonido, tan famélicos que se sentían tentados de coger y comer la basura podrida que encontraban en los rincones? Vivenna lo había intentado. Incluso había conseguido comer algo.

Era lo único que había comido en dos días.

Alguien se detuvo a su lado. Ella alzó la cabeza, ansiosa, la mano tendida, hasta que vio los colores que vestía el hombre. Amarillo y azul. La guardia de la ciudad. Agarró el chal, arrebujándose en él. Era una tontería, pues nadie sabía que contenía los alientos, pero fue un movimiento reflejo. El chal era lo único que poseía y, por poquita cosa que fuera, varios bribones callejeros habían intentado robárselo ya mientras dormía.

El guardia no intentó coger el chal. Tan sólo le dio a ella un golpe con la porra.

—Anda —dijo—, muévete. No se puede mendigar en esta esquina.

No dio explicaciones. Nunca las daban. Al parecer había reglas sobre dónde podían sentarse los mendigos y dónde no, pero nadie se molestaba en darles explicaciones. Las leyes eran cosa de los señores y los dioses, no de la clase baja.

«Ya empiezo a pensar en los señores como si fueran de otra especie», se dijo con ironía.

Se puso en pie y sintió un momento de náusea y mareo. Se apoyó contra la pared del edificio y el guardia volvió a golpearla, para que se moviera.

Ella agachó la cabeza y se internó entre la multitud, aunque la mayoría se apartaban. Era irónico que le dejaran espacio ahora que no le importaba. No quería pensar en cómo olía, aunque más que el olor, era el miedo a que les robaran lo que mantenía a los peatones a distancia. No tendrían que haberse preocupado: Vivenna no tenía habilidad para cortar bolsas o sisar bolsillos, y no podía permitirse que la capturaran intentándolo.

Había dejado de preocuparse por la moralidad de robar hacía días. Antes de cambiar los callejones de los suburbios por las calles, no era tan ingenua como para creer que no robaría si le negaban comida, aunque suponía que tardaría bastante en llegar a ese estado.

Se despegó de la multitud y regresó a los suburbios idrianos. Allí la aceptaban un poco. Al menos la consideraban una de ellos. Nadie sabía que era la princesa: después de aquel primer hombre, nadie la había reconocido. Sin embargo, su acento le había ganado un sitio.

Empezó a buscar un lugar para pasar la noche. Era uno de los motivos por los que había decidido no seguir mendigando. Estaba muy cansada y quería un buen sitio para dormir. No había mucha diferencia entre los diversos callejones, pero algunos eran más seguros, más cálidos u ofrecían mejor reparo de la lluvia que otros. Estaba aprendiendo estas cosas, además de a quién evitar enfadar.

En su caso, este grupo incluía casi a todo el mundo, incluyendo a los pillastres callejeros. Todos estaban por encima de ella en el orden establecido. Lo había aprendido el segundo día, tras conseguir unas monedas a cambio de unos mechones de su pelo, con la intención de tener una oportunidad de dejar la ciudad. Ignoraba cómo los pillastres habían descubierto que tenía dinero, pero recibió la primera paliza ese día.

Su callejón favorito estaba ocupado por un grupo de hombres de expresiones sombrías, haciendo algo obviamente ilegal. Vivenna se alejó en dirección a su segundo callejón favorito. Estaba ocupado por una banda de pillastres callejeros, los que le habían dado la paliza antes. Se marchó a toda prisa también.

El tercer callejón estaba vacío. Se hallaba junto a un edificio con una panadería. Los hornos no habían sido encendidos aún para el trabajo de la noche, pero proporcionarían algo de calor a través de las paredes al amanecer.

Se tendió con la espalda apoyada contra los ladrillos y se arrebujó en su chal. A pesar de la falta de almohada o mantas, se quedó dormida en un instante.

Capítulo 40

Siri disfrutaba de una comida en los jardines de la corte cuando Treledees la encontró. Ella lo ignoró, ocupada en picar de los diversos platos.

El mar, había decidido, era algo bastante extraño. ¿Qué otra cosa podía decirse de un lugar que engendraba criaturas con tentáculos viscosos y cuerpos sin hueso, y otros llenos de espinas? Tomó un bocado de algo que los locales llamaban pepino, pero que en realidad no sabía a eso.

Probó cada plato con los ojos cerrados, concentrada en el sabor. Algunos no eran tan malos como otros, pero ninguno le gustó demasiado. El pescado no la atraía.

«Tendría problemas para ser una verdadera hallandrense», pensó mientras bebía un sorbo de zumo de fruta.

Por fortuna, éste estaba delicioso. La variedad y los sabores de las numerosas frutas de Hallandren era casi tan notable como la extrañeza de sus frutos marinos.

Treledees se aclaró la garganta. El sumo sacerdote del rey-dios no estaba acostumbrado a esperar.

Siri asintió a sus sirvientas, indicándoles que prepararan otra serie de platos. Susebron había estado enseñándole cómo comer con etiqueta, y quería practicar. La curiosa manera con que él comía (a bocados pequeños, sin terminar nada) era un buen modo de probar nuevos platos. Ella quería familiarizarse con Hallandren, sus costumbres, su gente, sus sabores. Había obligado a sus sirvientas a hablarle más y planeaba reunirse con más dioses. En la distancia, vio pasar a Sondeluz y lo saludó con afecto. Él parecía extrañamente preocupado: le devolvió el saludo, pero no se acercó a ella.

«Lástima —pensó—. Habría tenido una buena excusa para hacer esperar a Treledees.»

El sumo sacerdote volvió a aclararse la garganta, esta vez con más exigencia. Finalmente, Siri se levantó, indicando a sus sirvientas que se quedaran atrás.

—¿Te importaría dar un paseo conmigo, excelencia? —propuso ella, animosa. Pasó de largo ante él, moviéndose lánguidamente con su hermoso vestido violeta y la finísima cola de seda que arrastraba por la hierba.

Él la alcanzó.

—Tenemos que hablar de algo.

—Ya. Hoy me has llamado varias veces.

—Pero no has acudido —dijo él.

—Me parece que la consorte del rey-dios no debería acudir corriendo cada vez que se la solicita.

Treledees frunció el ceño.

—Sin embargo —continuó ella—, por supuesto estaré disponible para el sumo sacerdote si viene a hablar conmigo.

Él la miró, alto y erguido, vestido con los colores del día del rey-dios: azul y cobre.

—No deberías enfrentarte a mí, alteza.

Siri sintió un fugaz arrebato de ansiedad, pero contuvo su pelo antes de que se volviera blanco.

—No me enfrento a ti. Simplemente establezco algunas reglas que tendrían que haber sido comprendidas desde el principio.

Treledees mostró un atisbo de sonrisa.

«¿Sonríe? —pensó ella con sorpresa—. ¿Por qué esa reacción?»

Él se detuvo.

—¿Es eso? —dijo con voz condescendiente—. Sabes muy poco de lo que presumes, alteza.

«¡Maldición! —pensó Siri—. ¿Cómo se me va de las manos tan rápidamente esta conversación?»

—Podría decirte lo mismo, excelencia. —El enorme templo negro del palacio se alzaba sobre ellos, bloques de puro ébano apilados como los juguetes de un niño gigantesco.

—¿Sí? —respondió él, mirándola—. Lo dudo.

Ella tuvo que contener otra punzada de ansiedad. Treledees volvió a sonreír.

«Vaya —pensó Siri—. Es como si me leyera las emociones. Como si pudiera ver…»

Su pelo no había cambiado de color, al menos no de forma discernible. Miró a Treledees, tratando de comprender qué iba mal. Advirtió algo interesante. Alrededor del sumo sacerdote, la hierba parecía más colorida.

«Aliento —pensó ella—. ¡Pues claro que lo tiene! Es uno de los hombres más poderosos del reino.»

La gente que poseía mucho aliento veía supuestamente cambios diminutos de color. ¿Podía estar leyendo él reacciones tan leves en su cabello? ¿Por eso se había mostrado siempre tan despectivo? ¿Podía sentir su temor?

Apretó los dientes. En su juventud, Siri había ignorado los ejercicios que hacía Vivenna para tener absoluto control sobre su cabello. Siri era una persona emocional, y la gente podía leer en ella a pesar de su pelo, así que había decidido que no tenía sentido aprender a manipular los Mechones Reales.

No había imaginado una corte de dioses y hombres con el poder de la biocroma. Sus tutores habían sido más inteligentes de lo que Siri quería reconocer. Igual que los sacerdotes. Ahora que lo pensaba, era obvio que Treledees y los demás habrían estudiado los significados de todos los cambios de tono del pelo.

Tenía que recuperar el rumbo de la conversación.

—No olvides, Treledees, que eres tú quien ha venido a verme a mí. Obviamente, tengo algo de poder aquí, si puedo forzar incluso al sumo sacerdote a hacer lo que deseo.

Él la miró con frialdad. Concentrándose, ella mantuvo su cabello de un negro intenso. Negro, de confianza. Lo miró a los ojos y no dejó que el menor cambio de tono afectara a sus mechones.

Él se volvió por fin.

—He oído rumores preocupantes.

—¿Ah, sí?

—Sí. Parece que ya no cumples con el débito conyugal. ¿Estás embarazada?

—No. Tuve la regla hace un par de días. Puedes preguntarle a mis criadas.

—¿Entonces por qué has dejado de intentarlo?

—Pero bueno —repuso ella—. ¿Están decepcionados tus espías por perderse el espectáculo nocturno?

Treledees se ruborizó levemente. La miró, y ella consiguió mantener el pelo perfectamente negro. Ni un leve atisbo de blanco o rojo. Él pareció más inseguro.

—Vosotros, los idrianos —espetó el sacerdote—, vivís en vuestras lejanas montañas, sucios e incultos, pero siempre suponiendo que sois mejores que nosotros. No me juzgues. No nos juzgues. No sabes nada.

—Sé que has estado escuchando en los aposentos del rey-dios.

—No sólo escuchando —repuso Treledees—. Las primeras noches había un espía dentro de los aposentos.

Siri no pudo disimular su sonrojo. Su cabello permaneció negro, pero si Treledees tenía realmente suficiente biocroma para distinguir los cambios sutiles, habría visto una pincelada de rojo.

—Soy consciente del veneno que predican vuestros monjes —prosiguió Treledees, dándose la vuelta—. El odio con que sois adoctrinados. ¿De verdad crees que dejaría a una mujer de Idris presentarse ante el rey-dios sola, sin vigilancia? Tuvimos que asegurarnos de que no pretendías matarlo. Todavía no estamos convencidos.

—Hablas con notable franqueza.

—Dejo en claro algunas cosas que tendría que haber establecido desde el principio. —Se detuvieron a la sombra del enorme palacio—. Aquí no eres importante, no comparada con nuestro rey-dios. Él lo es todo, y tú no eres nada. Igual que el resto de nosotros.

«Si Susebron es tan importante —pensó Siri, mirando a los ojos de Treledees—, ¿entonces por qué planeas matarlo?» Él le sostuvo la mirada. La mujer que Siri era unos pocos meses antes habría bajado la cabeza, pero cuando se sintió débil recordó a Susebron. Treledees estaba orquestando el plan para someter, controlar y al final matar a su propio rey-dios.

Y ella quería saber por qué.

—He dejado de acostarme con el rey-dios a propósito —dijo, manteniendo el cabello oscuro con cierto esfuerzo—. Sabía que llamaría tu atención.

En realidad, ella simplemente había dejado de hacer sus numeritos cada noche. La reacción de Treledees, por fortuna, demostró que los sacerdotes se habían creído sus actuaciones. Bendijo su suerte por eso. Puede que todavía no supieran que podía comunicarse con Susebron. Tenía mucho cuidado de hablar en susurros cada noche, e incluso había empezado a comunicarse por escrito ella misma, para mantener la charada.

—Debes engendrar un heredero —dijo Treledees.

—¿O qué? ¿Por qué estás tan ansioso?

—No es de tu incumbencia. Baste decir que tengo obligaciones que no puedes comprender. Soy súbdito de los dioses y cumplo su voluntad, no la tuya.

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