Él frunció el ceño. «Asumiendo que tengas razón, y que mis sacerdotes estén actuando en mi contra, ¿no sería una tontería confiar en los criados que ellos emplean?»
—Tal vez. Podríamos probar con un criado de Pahn Kahl.
«Ninguno de ellos me asiste, pues soy el rey-dios. Además, ¿qué conseguimos con un criado o dos de nuestra parte? ¿Cómo desenmascararía eso a los sacerdotes? Nadie creería a un criado de Pahn Kahl que contradijera a los sacerdotes.»
Ella sacudió la cabeza.
—Supongo que podrías intentar hacer una escena, escapar o causar una distracción.
«Cuando estoy fuera del palacio, me asiste una tropa de cientos de personas. Despertadores, soldados, guardias, sacerdotes y guerreros sinvida. ¿De verdad crees que haría una escena sin que me quitaran de en medio antes de poder comunicarme con alguien?»
—No. ¡Pero tenemos que hacer algo! Tiene que haber una salida.
«No veo ninguna. Tenemos que trabajar con los sacerdotes, no contra ellos. Quizás ellos sepan más sobre por qué mueren los reyes-dioses. Podrían contárnoslo… yo puedo hablar con ellos usando la escritura de los artesanos.»
—No. Todavía no. Déjame pensar primero.
«Muy bien», escribió él, y probó otro dulce.
—Susebron, ¿y qué tal si escapas conmigo? Iríamos a Idris.
Él frunció el ceño. «Tal vez —escribió por fin—. Aunque me suena muy radical.»
—¿Y si pudiera demostrar que los sacerdotes intentan matarte? ¿Y si encontrara una salida, alguien que nos sacara de palacio y de la ciudad?
Aquello obviamente inquietaba a Susebron. «Si es el único modo, entonces iré contigo. Pero no creo que lleguemos a ese extremo.»
—Espero que tengas razón—dijo ella. «Pero si no la tienes», pensó, «entonces escaparemos. Correremos el riesgo con mi familia, haya guerra o no haya guerra».
En los suburbios podía parecer de noche incluso a plena luz del día.
Vivenna deambuló sin rumbo, entre zonas manchadas de basura de colores. Debía buscar un lugar donde ocultarse y quedarse allí. Sin embargo, ya no pensaba con lucidez.
Parlin estaba muerto. Había sido su amigo desde la infancia. Lo había convencido para que la acompañara en lo que ahora parecía la más estúpida de las misiones. Su muerte era culpa suya.
Denth y su equipo la habían traicionado. No. Nunca habían trabajado para ella. Ahora que lo recordaba, podía ver los signos. La manera tan conveniente en que la habían encontrado en el restaurante. Cómo la habían utilizado para conseguir el aliento de Lemex. Cómo la habían manipulado, haciéndole creer que estaba al mando. Tan sólo le habían seguido la corriente.
Había sido una prisionera y no se había dado cuenta.
La traición parecía aún peor porque había llegado a confiar en ellos, e incluso a considerarlos amigos. Tendría que haber visto las señales de advertencia: la jocosa rudeza de Tonk Fah, las explicaciones de Denth de que los mercenarios no tenían lealtades. Incluso había mencionado que Joyas trabajaba contra sus propios dioses. Comparado con eso, ¿qué era traicionar a un amigo?
Se internó a trompicones en otro callejón, apoyando la mano en un edificio de ladrillo. La suciedad y el hollín le mancharon los dedos. Su pelo estaba blanco puro. Todavía no se había recuperado.
El ataque en el suburbio había sido terrible. Ser capturada por Vasher fue aterrador. Pero ver a Parlin, la sangre brotando por la nariz, las mejillas abiertas revelando la cavidad bucal…
Nunca lo olvidaría. Algo en su interior parecía haberse roto: su habilidad para preocuparse. Ahora sólo estaba… aturdida.
Llegó al final del callejón y alzó la embotada cabeza. Había una pared delante. Un callejón sin salida. Se dio la vuelta para desandar el camino.
—Tú —dijo una voz.
Vivenna se volvió, sorprendida por la velocidad de su propia reacción. Su mente permanecía en estado de shock, pero una parte carnal de ella estaba alerta, capaz de defenderse por instinto.
Era un callejón como los que había recorrido todo el día. Se había mantenido en los suburbios, pensando que Denth esperaría que huyera a la ciudad. Él la conocía mejor que ella misma. En su mente confundida, quedarse en los suburbios abarrotados y silenciosos parecía mejor idea.
Había un hombre sentado en unas cajas tras ella, las piernas oscilando por los lados. Era bajo, moreno, y llevaba las típicas ropas de los suburbios, una mezcla de atuendos en diversas fases de desgaste.
—Vaya, vaya —dijo.
Ella permaneció callada.
—Una mujer que deambula por los suburbios nada menos que con un hermoso vestido blanco y un pelo blanco alborotado. Si todo el mundo no estuviera tan paranoico tras la redada del otro día, te habrían visto hace horas.
Aquel hombre le resultaba familiar.
—Eres idriano —susurró ella—. Estabas allí, en la multitud, cuando visité a los señores de los suburbios.
Él se encogió de hombros.
—Eso significa que sabes quien soy.
—No sé nada —respondió él—. Y aún menos las cosas que podrían traerme problemas.
—Por favor, ayúdame.
Vivenna dio un paso adelante. El hombre saltó de las cajas, con un destellante cuchillo en la mano.
—¿Ayudarte? —preguntó—. Vi esa expresión en tus ojos cuando viniste a la reunión. Nos desprecias. Eres igual que los hallandrenses.
Ella retrocedió.
—Un montón de gente te ha visto deambulando como un fantasma —prosiguió el hombre—. Pero nadie parece saber exactamente dónde encontrarte. En algunas partes han iniciado una búsqueda.
«Denth —pensó ella—. Es un milagro que haya permanecido libre tanto tiempo. Tengo que hacer algo. Dejar de deambular. Encontrar un sitio donde esconderme.»
—Imagino que te encontrarán tarde o temprano —dijo el hombre—. Así que voy a actuar primero.
—Por favor —susurró Vivenna.
El hombre alzó el cuchillo.
—No te entregaré. Te mereces eso al menos. Además, no quiero atraer la atención sobre mí. Sin embargo, ese vestido… Se venderá bien, incluso estropeado como está. Podría alimentar a mi familia durante semanas con ese tejido.
Ella vaciló.
—Grita y te rajo —masculló él—. No es una amenaza. Es una inevitabilidad. Ese vestido, princesa. Estarás mejor sin él. Es lo que hace que todo el mundo se fije en ti.
Vivenna pensó en utilizar su aliento. Pero ¿y si no funcionaba? No podía concentrarse, y tenía la sensación de que no conseguiría que las órdenes funcionaran. Vaciló, pero el cuchillo acechante la convenció. Así pues, mirando al frente y sintiéndose como si fuera otra persona, empezó a desabrocharse los botones.
—No lo dejes caer al suelo —dijo el hombre—. Ya está bastante sucio.
Ella se lo quitó y tembló, vestida sólo con las medias y la ropa interior. El hombre cogió el vestido y abrió la faltriquera. Frunció el ceño al arrojar a un lado la cuerda que había dentro.
—¿No hay dinero?
Ella negó con la cabeza, aturdida.
—Las medias son de seda, ¿no?
Le llegaban a medio muslo. Se inclinó, se las quitó y las entregó. El hombre las cogió y Vivenna vio un destello de avaricia (o quizá de otra cosa) en sus ojos.
—La ropa interior —pidió, blandiendo el cuchillo.
—No —respondió ella en voz baja.
Él dio un paso adelante.
Algo estalló en el interior de Vivenna.
—¡No! —gritó—. ¡No, no y no! ¡Coge tu ciudad, tus colores y tus ropas, y vete! ¡Déjame en paz! —Cayó de rodillas, llorando, y cogió puñados de basura y lodo con los que se ensució la ropa interior—. ¡Mira! —gritó—. ¿La quieres? ¡Quítamela! ¡Véndela así! ¡Hecha un asco!
El hombre vaciló y miró alrededor. Entonces apretó el valioso vestido contra el pecho y echó a correr.
Vivenna se quedó allí arrodillada. ¿Dónde había encontrado más lágrimas? Se acurrucó, sin que le importara la basura y el barro, y lloró.
* * *
Mientras estaba encogida sobre el barro empezó a llover, una de las suaves y perezosas lloviznas de Hallandren. Las gotas besaron sus mejillas mientras delgados arroyuelos corrían por las paredes del callejón.
Tenía hambre y estaba agotada. Pero con la lluvia vino un jirón de lucidez.
Tenía que moverse. El ladrón estaba en lo cierto: el vestido era una rémora. En ropa interior se sentía desnuda, sobre todo ahora que estaba mojada, pero había visto a mujeres en los suburbios que apenas llevaban poco más. Tenía que continuar moviéndose, convertirse en otra persona sin hogar en medio de la suciedad y la mugre.
Se arrastró por un montón de basura y atisbo un trozo de tela que asomaba. Sacó un chal manchado y apestoso. O tal vez fuera una alfombra. Fuera como fuese, se lo echó por los hombros, apretándolo contra el pecho para ofrecer cierto recato. Intentó convertir su pelo en negro, sin conseguirlo.
Se sentó, demasiado apática para sentirse frustrada, y se frotó el pelo con barro y suciedad, cambiando el blanco claro por un marrón asqueroso.
«Está demasiado largo —pensó—. Tendré que hacer algo para que no destaque. Ninguna mendiga llevaría el pelo tan largo, ya que cuidarlo sería un engorro.»
Al salir del callejón se detuvo. El chal se había vuelto más brillante, ahora que lo llevaba puesto. «Seré visible inmediatamente por todo el que tenga la Primera Elevación. ¡No puedo esconderme en los suburbios!»
Seguía sintiendo la pérdida del aliento que había dejado en la cuerda y la cantidad que había malgastado en la capa de Tonk. Sin embargo, todavía le quedaba mucho. Se apoyó contra la pared, casi perdiendo de nuevo el control mientras consideraba su situación.
Y entonces advirtió algo.
«Tonk Fah me sorprendió en ese sótano. No pude sentir su aliento. Igual que no pude sentir el de Vasher cuando me emboscó en mis aposentos.»
La respuesta era tan fácil que resultaba ridícula. No podía sentir el aliento en la cuerda que había hecho. La recogió, atándosela al tobillo. Luego cogió el chal, y lo sujetó ante ella. Era una cosa patética, deshilachada por los bordes, su color rojo original apenas visible entre la mugre.
—Mi vida a la tuya —dijo, pronunciando las palabras que Denth había intentado sonsacarle—. Mi aliento es tuyo.
Eran las mismas palabras que Lemex había pronunciado cuando le dio su aliento.
Funcionó también con el chal. Todo su aliento escapó de su cuerpo y se trasladó al chal. No se trataba de ninguna orden: el chal no podría hacer nada, pero era de esperar que su aliento estuviera a salvo. Ella no desprendería ninguna aura.
Ninguna. Casi cayó al suelo por el impacto de haberlo perdido todo. Donde antes había sentido la ciudad a su alrededor, ahora todo permanecía callado. Era como si la hubieran silenciado. Toda la ciudad quedó muerta para sus sentidos.
O tal vez era Vivenna quien había muerto. Se levantó despacio, temblando bajo la lluvia, y se secó el agua de los ojos. Entonces se arrebujó en el depositario de su aliento, el chal, y se marchó.
Sondeluz estaba sentado en el borde de su cama, la frente cubierta de pastoso sudor, contemplando el suelo. Respiraba entrecortadamente.
Llarimar miró a un escriba menor, que dejó de escribir. Los criados se congregaban en los lados del dormitorio. A petición suya, habían despertado a Sondeluz inusitadamente temprano esa mañana.
—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar.
«No es nada —pensó Sondeluz—. Soñé con la guerra porque últimamente pienso bastante en ella. No por una profecía. No porque sea un dios.»
Parecía tan real… En el sueño era un hombre, en el campo de batalla, sin armas. Los soldados morían a su alrededor. Un amigo tras otro. Los conocía a todos, cada uno de ellos íntimo.
«Una guerra contra Idris no sería así—pensó—. La librarían los sinvida.»
No quería reconocer que sus amigos del sueño no vestían colores brillantes. No veía a través de los ojos de un soldado hallandrense, sino de un idriano. Quizá por eso había habido una masacre.
«Los idrianos son los que nos amenazan. Son los rebeldes que se desgajaron, manteniendo un segundo trono dentro de las fronteras de Hallandren. Tienen que ser sometidos. Se lo merecen.»
—¿Qué habéis visto, divina gracia? —preguntó de nuevo Llarimar.
Sondeluz cerró los ojos. Había otras imágenes. Las recurrentes. La brillante pantera roja. La tempestad. La cara de una mujer joven, absorbida por la oscuridad. Comida viva.
—Vi a Encendedora —dijo, mencionando sólo la última parte de sus sueños—. El rostro enrojecido y ruborizado. Te vi a ti, y estabas durmiendo. Y vi al rey-dios.
—¿Al rey-dios? —preguntó Llarimar, interesado.
El dios asintió.
—Estaba llorando.
El escriba anotó las imágenes. Llarimar, por una vez, no le instó a continuar. Sondeluz se levantó, obligando a las imágenes a abandonar su mente. Sin embargo, no pudo ignorar la debilidad de su cuerpo. Aquél era día de transfusiones, y tendría que tomar un aliento o moriría.
—Voy a necesitar unas urnas —dijo Sondeluz—. Dos docenas de ellas, una por cada dios, pintadas con sus colores.
Llarimar transmitió la orden sin preguntar por qué.
—También necesitaré algunas piedrecitas —dijo Sondeluz mientras los criados lo vestían.
Llarimar asintió. Una vez estuvo vestido, Sondeluz se dispuso a abandonar la habitación para alimentarse una vez más del alma de un niño.
* * *
Sondeluz arrojó una piedrecita a una de las urnas que tenía delante. Resonó levemente.
—Bien hecho, divina gracia —felicitó Llarimar, que estaba de pie junto a su asiento.
—No es nada —dijo Sondeluz, lanzando otra piedrecita. No acertó a la urna pretendida, y un criado corrió a recogerla del suelo para depositarla en el recipiente adecuado.
—Parece que poseo un talento innato —comentó Sondeluz—. Acierto siempre. —Se sentía mucho mejor después de haber sido alimentado con aliento fresco.
—En efecto, divina gracia —dijo Llarimar—. Creo que su divina gracia la diosa Encendedora se acerca.
—Bien —comentó Sondeluz, arrojando otra piedrecita. Esta vez alcanzó el objetivo. Naturalmente, las urnas estaban a pocos palmos de su asiento—. Así podré alardear de mis habilidades tirando guijarros.
Estaba sentado en el césped del patio, donde soplaba una leve brisa, el pabellón emplazado justo dentro de las puertas de la corte. La muralla le impedía contemplar la ciudad y ofrecía una vista bastante deprimente.