Sondeluz permaneció en la cama, contemplando el intrincado dosel rojo. Algunos criados se acercaron tímidamente y colocaron una bandeja de comida en una mesita. Él no hizo gesto de tocarla.
Había vuelto a soñar con la guerra.
Finalmente, una figura se acercó a la cama. Grande y vestido con ropas sacerdotales, Llarimar contempló a su dios, sabiendo que se sentía molesto.
—Dejadnos, por favor —le dijo a los criados.
Estos vacilaron, inseguros. ¿Dónde se había visto un dios sin sus sirvientes?
—Por favor —repitió Llarimar, aunque su tono indicó que no era una petición.
Lentamente, los criados salieron de la habitación. Llarimar retiró la bandeja de comida, y se sentó en el filo de la mesita. Estudió al dios con expresión pensativa.
«¿Qué he hecho para ganarme un sacerdote como él?», pensó Sondeluz.
Conocía a muchos sumos sacerdotes de otros Retornados, y la mayoría superaban varios niveles de insoportabilidad. Algunos se enfadaban rápidamente, otros se apresuraban a señalar defectos, y había quienes se mostraban tan empalagosamente efusivos hacia sus dioses que resultaban enloquecedores. Treledees, el sumo sacerdote del mismísimo rey-dios, era tan envarado que incluso hacía que los dioses se sintieran inferiores.
En cambio, Llarimar era paciente y comprensivo. Se merecía un dios mejor.
—Muy bien, divina gracia —dijo—. ¿Qué es esta vez?
—Estoy enfermo.
—Os recuerdo que no podéis poneros enfermo, divina gracia.
Sondeluz tosió débilmente varias veces. Llarimar puso los ojos en blanco.
—Oh, venga ya, Veloz. ¿No puedes seguirme un poco la corriente?
—¿Seguir el juego de que estáis enfermo? —repuso el otro, mostrando un atisbo de diversión—. Divina gracia, hacer eso sería pretender que no sois un dios. No creo que sea un buen precedente para que lo establezca vuestro sumo sacerdote.
—Es la verdad —susurró Sondeluz—. No soy ningún dios.
Llarimar no perdió la calma ni la compostura. Tan sólo se inclinó hacia delante.
—Por favor, no digáis esas cosas, divina gracia. Aunque no lo creáis, no debéis decirlo.
—¿Por qué no?
—Por bien de los muchos que sí lo creen.
—¿Y debo continuar engañándolos?
Llarimar sacudió la cabeza.
—No es ningún engaño. No es extraño que haya otros que tengan más fe en uno que uno mismo.
—¿Y no te parece un poco raro en mi caso?
El sacerdote sonrió.
—No, conociendo vuestro temperamento. Bien, ¿por qué ha sido esta vez?
Sondeluz se volvió y miró de nuevo al techo.
—Encendedora quiere mis órdenes para los sinvida.
—Entiendo.
—Destruirá a esa nueva reina nuestra. A Encendedora le preocupa que la casa real de Idris pretenda hacerse con el trono de Hallandren.
—¿No estáis de acuerdo?
El dios sacudió la cabeza.
—No. Probablemente sea así. Pero no creo que esa muchacha, la reina, sepa que forma parte de nada. Me preocupa que Encendedora aplaste a esa chica por miedo. Me preocupa que sea demasiado agresiva y nos meta en una guerra, cuando no sé todavía si es lo adecuado.
—Parece que ya tenéis una idea clara al respecto, divina gracia —dijo Llarimar.
—No quiero formar parte, Veloz. Siento que me están absorbiendo.
—Es vuestro deber implicaros para poder liderar el reino. No se puede evitar la política.
—Puedo, si no me levanto de la cama.
Llarimar alzó una ceja.
—No lo creeréis sinceramente, ¿verdad, divina gracia?
Sondeluz suspiró.
—No irás a darme un sermón sobre cómo incluso mi inacción tiene efectos políticos, ¿verdad?
El sacerdote vaciló.
—Tal vez. Os guste o no, sois parte del funcionamiento de este reino, y producís efectos aunque os quedéis en la cama. Si no hacéis nada, entonces los problemas serán tan culpa vuestra como si los hubierais instigado.
—No. Creo que te equivocas. Si no hago nada, entonces al menos no puedo estropear las cosas. Cierto, puedo dejar que vayan mal, pero no es lo mismo. No lo es, no importa lo que diga la gente.
—¿Y si, al actuar, pudierais hacer que las cosas fueran mejor?
Sondeluz sacudió la cabeza.
—No va a suceder. Me conoces muy bien.
—Así es, divina gracia. Os conozco mejor, tal vez, de lo que pensáis. Siempre habéis sido uno de los mejores hombres que he conocido.
El dios puso los ojos en blanco, pero se detuvo al advertir la expresión de Llarimar. «Uno de los mejores hombres que he conocido…» Sondeluz se incorporó.
—¡Me conociste! —acusó—. Por eso decidiste ser mi sacerdote. ¡Me conociste antes! ¡Antes de que muriera!
Llarimar no respondió.
—¿Quién era yo? —preguntó Sondeluz—. Un buen hombre, sostienes. ¿Qué había en mí que me hacía un buen hombre?
—No puedo decir nada, divina gracia.
—Ya has dicho algo —replicó Sondeluz, alzando un dedo—. Ahora puedes continuar. No hay vuelta atrás.
—Ya he dicho demasiado.
—Vamos. Sólo un poquito. ¿Era de T'Telir, entonces? ¿Cómo morí? —«Y ¿quién es ella, la mujer que veo en mis sueños?»
Llarimar no dijo nada más.
—Podría ordenarte que hablaras…
—No, no podríais —dijo el sacerdote, sonriendo mientras se levantaba—. Es como la lluvia, divina gracia. Podéis pretender ordenarle al clima que cambie, pero en el fondo no lo creéis. No obedece, ni obedecería yo.
«Conveniente artículo teológico —pensó Sondeluz—. Sobre todo cuando quieres ocultar cosas a tus dioses.»
Llarimar se volvió para marcharse.
—Tenéis pinturas que juzgar, divina gracia. Sugiero que dejéis que vuestros sirvientes os bañen y vistan para que podáis realizar el trabajo del día.
Sondeluz suspiró, desperezándose. «¿Cómo logra ponerme en marcha?», pensó. Llarimar ni siquiera había revelado nada, pero Sondeluz había superado su arrebato de melancolía. Miró al sacerdote cuando éste llegaba a la puerta e indicaba a los criados que entraran. Tal vez tratar con deidades hoscas era parte de su trabajo. «Pero… me conocía de antes. Y ahora es mi sacerdote. ¿Cómo sucedió eso?»
—Veloz —llamó Sondeluz.
Llarimar se dio media vuelta, precavido, esperando que el dios siguiera indagando en su pasado.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Sondeluz—. ¿Respecto a Encendedora y la reina?
—No puedo decíroslo, divina gracia. Veréis, es por vos de quien aprendemos. Si os guío, entonces no ganamos nada.
—Excepto tal vez la vida de una joven que está siendo utilizada como peón.
Llarimar vaciló.
—Haced lo mejor que sepáis. Es todo lo que puedo sugerir.
«Magnífico», pensó Sondeluz mientras se levantaba. No sabía qué era lo mejor que sabía.
La verdad era que nunca se había molestado en averiguarlo.
—Ésta es bonita —dijo Denth, examinando la casa—. Paneles de madera sólida. Se romperán muy bien.
—Sí —añadió Tonk Fah, asomándose a un armario—. Y tiene espacio de sobra. Apuesto a que podríamos guardar media docena de cadáveres aquí dentro.
Vivenna les dirigió una mirada, haciendo que ambos se echaran a reír. La casa no era tan bonita como la de Lemex, porque ella no quería ser ostentosa. Era una de las muchas construidas a lo largo de una calle bien cuidada. Más profundo que ancho, el edificio estaba flanqueado a cada lado por grandes palmeras que dificultaban las miradas indiscretas.
Estaba encantada. Aquella casa, aunque modesta para los estándares de Hallandren, era casi tan grande como el palacio del rey en Idris. Parlin y ella habían mirado y rechazado casas en barrios más baratos de la ciudad. No quería vivir en un sitio donde le diera miedo salir de noche, sobre todo porque su aliento podía convertirla en objetivo de alguien.
Bajó las escaleras, seguida por los mercenarios. Arriba estaban los dormitorios, y abajo una cocina y un salón, además de un sótano como despensa y trastero. El mobiliario era escaso, y Parlin había ido al mercado a comprar más. Ella no quería gastar dinero, pero Denth señaló que al menos debían intentar guardar las apariencias, so pena de acabar llamando más la atención.
—Pronto se ocuparán de la casa del viejo Lemex —dijo—. Hemos hecho correr el rumor de que ha muerto. Esta noche una banda de ladrones desvalijará la casa y se llevará todo lo que nosotros dejamos. Mañana acudirá la guardia de la ciudad y supondrán que han robado el lugar. Ya hemos pagado a la enfermera, que nunca supo quién era Lemex. Cuando nadie asista a pagar los servicios funerarios, las autoridades confiscarán la casa y harán quemar el cuerpo junto con el de otros deudores.
Vivenna se detuvo al pie de las escaleras, pálida.
—Eso no parece muy respetuoso.
Denth se encogió de hombros.
—¿Qué quieres? ¿Ir a reclamarlo al osario? ¿Organizar una ceremonia idriana?
—Buen modo de lograr que la gente se haga preguntas —dijo Tonk Fah.
—Es mejor dejar que otros se encarguen de él.
—Supongo —dijo Vivenna, apartándose de las escaleras para dirigirse al salón—. Me molesta dejar su cuerpo en manos de…
—¿De qué? —preguntó Denth, divertido—. ¿De paganos?
Vivenna no lo miró.
—Al viejo no parecían importarle mucho las costumbres paganas —recordó Tonk Fah—. No con el número de alientos que tenía. Pero claro, ¿no le dio tu padre el dinero para comprarlos?
Vivenna cerró los ojos.
«Y ahora tú tienes los mismos alientos —se dijo—. No eres inocente en todo esto.»
No le habían dado ninguna oportunidad. Sólo podía esperar que su padre se hubiera hallado en la misma situación: ninguna opción más que hacer lo que parecía mal.
Como aún no había asientos, Vivenna se recogió el vestido y se arrodilló en el suelo de madera, las manos en el regazo. Denth y Tonk Fah se sentaron contra la pared, tan cómodos como si estuvieran repantigados en mullidos sillones.
—Muy bien, princesa —dijo Denth, sacando un papel del bolsillo—. Tengo planes para ti.
—Explícate.
—Primero, podemos conseguirte un encuentro con uno de los aliados de Vahr.
—¿Quién era exactamente ese hombre? —dijo Vivenna, frunciendo el ceño. No le gustaba la idea de trabajar con revolucionarios.
—Vahr era un obrero tintorero —dijo Denth—. Las cosas eran feas en esas fábricas: largas horas, poco más que comida como paga. Hace unos cinco años, Vahr tuvo la brillante idea de convencer a suficientes obreros para que le dieran su aliento e iniciar una revuelta contra sus supervisores. Se convirtió en un héroe de la gente de las plantaciones de flores y acabó por llamar la atención de la Corte de los Dioses.
—En realidad nunca tuvo una oportunidad de iniciar una auténtica rebelión —dijo Tonk Fah.
—¿Entonces de qué nos sirven sus hombres? —preguntó Vivenna—. Si es que nunca tuvieron una posibilidad de éxito.
—Bueno —respondió Denth—, no dijiste nada de rebeliones y tal. Sólo hablaste de ponerles difícil las cosas a los hallandrenses cuando vayan a la guerra.
—Las revueltas en los campos serán un verdadero incordio durante la guerra —observó Tonk Fah.
Vivenna asintió.
—Muy bien. Reunámonos con ellos.
—Quiero recordarte, princesa —dijo Denth—, que no son personas particularmente… sofisticadas.
—No me ofende la pobreza ni la gente de pocos medios. Austre considera a todo el mundo por igual.
—No me refería a eso —repuso Denth, frotándose la barbilla—. No es que sean campesinos, es que… bueno, cuando la insurrección de Vahr salió mal, esta gente fue lo bastante lista para quitarse rápidamente de en medio. Eso significa que no estaban demasiado comprometidos con la empresa.
—En otras palabras —dijo Tonk Fah—, eran sólo un puñado de hampones y criminales que pensaban que Vahr podría proporcionarles dinero fácil o influencias.
«Magnífico», pensó Vivenna.
—¿Nos conviene asociarnos con gente así?
Denth se encogió de hombros.
—Tenemos que empezar por alguna parte.
—Las otras cosas de la lista son un poco más divertidas —dijo Tonk Fah.
—¿Por ejemplo?
—Saquear el almacén de sinvidas, por ejemplo —dijo Denth, sonriendo—. No podremos matar a esas criaturas… no sin atraer al resto hacia nosotros, pero podríamos afectar el modo en que actúan.
—Eso parece peligroso.
Denth miró a Tonk Fah, que abrió los ojos. Compartieron una sonrisa.
—¿Qué pasa?—preguntó Vivenna.
—Paga de riesgos —dijo Tonk Fah—. ¡Puede que no robemos tu dinero, pero no tenemos nada en contra de cobrarte un plus de peligrosidad!
Vivenna puso los ojos en blanco.
—Aparte de eso —añadió Denth—, por lo que sé, Lemex quería sabotear el suministro de alimentos a la ciudad. Es una buena idea, supongo. Los sinvida no necesitan comer, pero sí los humanos que forman la estructura de apoyo del ejército. Interrumpe el suministro, y quizá la gente empiece a preocuparse si pueden permitirse una guerra larga.
—Eso suena más razonable—dijo Vivenna—. ¿Qué se os ha ocurrido?
—Saquear caravanas de mercaderes —dijo Denth—. Quemar cosas, incrementar sus costes. Haremos que parezca obra de bandidos o incluso trasnochados partidarios de Vahr. Eso confundirá a la gente de T'Telir y tal vez dificulte que los sacerdotes decidan ir a la guerra.
—Los sacerdotes dirigen gran parte del comercio en la ciudad —apuntó Tonk Fah—. Tienen todo el dinero, así que poseen los suministros. Quema todo lo que pretendan usar para la guerra, y vacilarán a la hora de atacar. Eso proporcionará más tiempo a tu gente.
Vivenna tragó saliva.
—Vuestros planes son un poco más… violentos de lo que esperaba.
Ambos compartieron una mirada.
—Verás —dijo Denth—. De ahí precisamente surge nuestra mala reputación. La gente nos contrata para que hagamos cosas difíciles, como minar la capacidad para la guerra de un país, y luego se queja si somos demasiado violentos.
—Muy injusto —opinó Tonk Fah.
—Tal vez ella prefiera que compremos cachorritos para sus enemigos, y luego les enviemos bonitas notas de disculpa, pidiéndoles que dejen de ser tan malos.
—¡Y entonces, si siguen adelante, podríamos matar a los cachorritos! —ironizó Tonk Fah.
—Muy bien —dijo Vivenna—. Comprendo que tendremos que usar mano dura, pero… no quiero que los hallandrenses pasen hambre por culpa nuestra.