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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (24 page)

—Nosotros… no tenemos muchas uvas en Idris, divina gracia.

—Yo soy todo lo contrario, ¿sabes? Suave y bello por fuera, aunque sin mucha chicha por dentro. Pero supongo que eso no viene al caso. Tú, querida, eres una visión agradecida. Mucho más que una uva.

—Yo… ¿Cómo es eso, divina gracia?

—No tenemos reina desde hace mucho tiempo, desde antes de mi retorno, en realidad. Y el viejo Susebron ha estado arrastrándose por el palacio como alma en pena últimamente. Se le veía abatido. Es bueno que tenga una mujer en su vida.

—Gracias por el cumplido, divina gracia.

—No hay de qué. Formularé unos cuantos más, si quieres.

Ella no dijo nada.

«Bueno, ya está —pensó él, suspirando—. Encendedora tenía razón. Probablemente no tendría que haber venido.»

—Muy bien —dijo la reina, el pelo convertido de pronto en rojo mientras alzaba las manos—. ¿Qué está pasando aquí?

Él vaciló.

—¿Majestad?

—¿Te estás burlando de mí?

—Probablemente.

—¡Pero se supone que eres un dios! —dijo ella, echándose hacia atrás y mirando el dosel—. ¡Justo cuando pensaba que las cosas en esta ciudad empezaban a tener sentido, los sacerdotes empiezan a gritarme, y luego apareces tú! ¿Qué se supone que voy a hacer contigo? ¡Pareces más un niño de escuela que un dios!

Sondeluz vaciló, luego se acomodó en su asiento, sonriendo.

—Me has pillado —dijo, abriendo las manos—. Maté al verdadero dios y ocupé su puesto. He venido a tomarte de rehén por tus dulces.

—¿Ves? —señaló la reina—. ¿No se supone que tienes que ser… no sé, distinguido o algo?

Él se señaló.

—Querida, esto es lo que hace las veces de ser distinguido en Hallandren.

Ella no pareció convencida.

—Naturalmente, miento más que respiro —dijo él, comiendo otra uva—. No deberías basar tu opinión de los demás en lo que pienses de mí. Todos ellos son mucho más divinos que yo.

La reina se echó hacia atrás.

—Creí que eras el dios de la valentía.

—Técnicamente.

—Pareces más bien el dios de los bufones.

—Solicité el puesto, pero me rechazaron. Deberías ver a la persona que se lo quedó. Aburrido como una roca y el doble de feo.

Siri vaciló.

—No exagero esta vez —aclaró Sondeluz—. Da alegrías, dios de la risa. Si ha habido alguna vez un dios menos adecuado para el puesto, es él.

—No te comprendo. Parece que hay un montón de cosas que no comprendo de esta ciudad.

«Esta mujer no es ninguna farsante —pensó Sondeluz, mirando sus jóvenes y confundidos ojos—. O si lo es, entonces es la mejor actriz que he visto jamás.»

Eso significaba algo. Algo importante. Era posible que hubiera razones mundanas para que hubieran enviado a esta muchacha en vez de a su hermana. Enfermedad por parte de la hermana mayor, tal vez. Pero Sondeluz no lo creía. Era parte de algo. Un plan, o tal vez varios. Y fueran cuales fueran aquellos planes, ella no los conocía.

«¡Fantasmas de Kalad! —maldijo mentalmente—. ¡Van a hacer pedazos a esta chiquilla y se la van a dar de comer a los lobos!»

Pero ¿qué podía hacer al respecto? Suspiró y se puso en pie, haciendo que sus sacerdotes empezaran a recoger sus cosas. La muchacha vio confundida cómo le hacía un gesto con la cabeza y le ofrecía una débil sonrisa de despedida. Se incorporó e hizo una leve reverencia, aunque probablemente no tenía que hacerlo. Era su reina, aunque no fuera una retornada.

Sondeluz se dio media vuelta para marcharse, pero entonces se detuvo, recordando sus primeros meses en la corte, y la confusión que había experimentado. Extendió una mano y la posó suavemente sobre su hombro.

—No dejes que puedan contigo, niña —susurró.

Y tras esas palabras, se retiró.

Capítulo 17

Vivenna volvía a la casa de Lemex, analizando la discusión que había oído en la Corte de los Dioses. Sus tutores le habían enseñado que los debates en la Asamblea no siempre acababan en acción: que hablaran de guerra no significaba que fuera a suceder.

Esta discusión, sin embargo, parecía significar más. Era demasiado apasionada, con demasiadas voces a favor de una postura. Eso indicaba que su padre tenía razón, y que la guerra era inevitable.

Caminó con la cabeza gacha por una calle casi desierta. Había descubierto que podía evitar las masas de gente internándose en las zonas más residenciales de la ciudad. Parecía que a la gente de T'Telir le gustaba estar donde estaba todo el mundo.

La calle se hallaba en un barrio pudiente, tenía una acera de pizarra a un lado. Gracias a ella, era agradable caminar. Parlin lo hacía junto a ella, y ocasionalmente se detenía a estudiar helechos o palmeras. A los habitantes de Hallandren les gustaban las plantas; la mayoría de las casas estaban a la sombra de árboles, enredaderas y exóticos matorrales en flor. En Idris, cada una de las grandes casas de aquella calle habría sido considerada una mansión, pero aquí sólo eran de tamaño medio: probablemente eran viviendas de mercaderes.

«Necesito concentrarme —se dijo Vivenna—. ¿Van a atacar pronto? ¿O esto es sólo el preludio de algo que todavía está a meses, quizás a años de distancia?»

La acción real no tendría lugar hasta que los dioses votaran, y Vivenna no estaba segura de qué hacía falta para llegar a ese punto. Sacudió la cabeza. Sólo llevaba un día en T'Telir, y ya sabía que su formación y sus clases no la habían preparado ni la mitad de bien de lo que había creído.

Le parecía que no sabía nada. Y eso la hacía sentirse muy perdida. No era la mujer confiada y competente que había asumido que era. La aterradora verdad era que si la hubieran envíado para convertirse en la esposa del rey-dios, habría sido casi tan ineficaz como sin duda era la pobre Siri.

Doblaron una esquina. Vivenna confiaba en el sorprendente sentido de la dirección de Parlin para que los llevara de vuelta a la casa de Lemex, y pasaron bajo la mirada de una de las silenciosas estatuas de D'Denir. El orgulloso guerrero se erguía con la espada alzada sobre la cabeza de piedra, la armadura (tallada en la estatua) rematada por un pañuelo rojo que ondeaba alrededor del cuello. Su aspecto era dramático, como si marchara gloriosamente a la guerra.

Poco después se acercaron a los escalones de la casa de Lemex. Vivenna, sin embargo, se detuvo cuando vio que la puerta colgaba de una bisagra. La parte inferior estaba rota, como si le hubieran dado una violenta patada.

Parlin se detuvo junto a ella, luego hizo una mueca y alzó una mano para que Vivenna guardara silencio. Dirigió la mano al largo cuchillo de caza que llevaba al cinto y miró alrededor. Vivenna dio un paso atrás, nerviosa y deseando huir. Sin embargo, ¿adonde podía ir? Los mercenarios eran su única conexión en la ciudad. Denth y Tonk Fah podrían haber repelido un ataque, ¿no?

Alguien se acercó desde el otro lado de la puerta. Los sentidos biocromáticos de Vivenna la advirtieron de la proximidad. Puso una mano sobre el brazo de Parlin, preparada para echar a correr.

Denth abrió la puerta rota y asomó la cabeza.

—Oh —dijo—. Sois vosotros.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella—. ¿Os han atacado?

Denth miró la puerta y se echó a reír.

—No —dijo, abriéndola e indicándole que pasara.

Vivenna pudo ver que los muebles habían sido destrozados, que había agujeros en las paredes y los cuadros estaban acuchillados y rotos. Denth entró, apartó a patadas algunas cosas y se dirigió hacia las escaleras. Varios peldaños estaban rotos.

Se volvió a mirar atrás y advirtió su confusión.

—Bueno, dijimos que íbamos a registrar la casa, princesa. Ya puestos, era mejor hacerlo a conciencia.

* * *

Vivenna se sentó con cuidado, casi esperando que la silla cediera bajo su peso. Tonk Fah y Denth habían sido concienzudos en su búsqueda: habían roto toda la madera de la casa, incluyendo las patas de las sillas. Por fortuna, la silla en que estaba ahora sentada había sido recompuesta razonablemente bien, y sostenía su peso.

El escritorio de Lemex estaba roto. Habían sacado los cajones, y al descubrir un falso fondo habían vaciado el compartimento. Sobre la mesa había un puñado de papeles y varias bolsas.

—Eso es todo —dijo Denth, apoyándose contra el marco de la puerta. Tonk Fah estaba tumbado en un diván roto cuyo relleno asomaba por todas partes.

—¿Era necesario destrozar tantas cosas? —preguntó Vivenna.

—Había que asegurarse —respondió Denth, encogiéndose de hombros—. Te sorprendería saber dónde esconde cosas la gente.

—¿También dentro de la puerta principal? —preguntó ella sin ninguna entonación.

—¿Se te habría ocurrido mirar allí?

—Por supuesto que no.

—A mí me parece un escondite bastante bueno. Dimos golpecitos y nos pareció que sonaba a hueco. Resultó ser una sección de madera distinta, pero era importante comprobarlo.

—La gente se vuelve muy astuta cuando se trata de esconder cosas importantes —dijo Tonk Fah con un bostezo.

—¿Sabes qué es lo que más odio de ser mercenario? —dijo Denth, levantando una mano.

Vivenna alzó una ceja.

—Las astillas —se respondió, agitando varios dedos rojos.

—No hay paga de peligrosidad —añadió Tonk Fah.

—Oh, estáis de guasa otra vez —dijo Vivenna, examinando la mesa. Una de las bolsas tintineó de manera sugerente. Soltó el nudo y la abrió.

Dentro brillaba oro. Mucho oro.

—Hay algo más de cinco mil marcos —dijo Denth perezosamente—. Lemex lo tenía repartido por toda la casa. Encontramos una barra en la pata de tu silla.

—Fue más fácil cuando descubrimos el papel que usaba para acordarse de dónde lo había escondido todo —observó Tonk Fah.

—¿Cinco mil marcos? —dijo Vivenna, sintiendo que su cabello se aclaraba levemente por la sorpresa.

—Parece que el viejo Lemex estaba guardando bastantes huevos en el nido —rio Denth—. Eso, mezclado con la cantidad de aliento que tenía… debe de haberle sacado más a Idris de lo que yo pensaba.

Vivenna miró la bolsa. Luego a Denth.

—Me… lo habéis dado —dijo—. ¡Podríais habéroslo quedado y gastarlo!

—La verdad es que lo hicimos —respondió Denth—. Cogimos unos diez para almorzar. Debe de llegar de un momento a otro.

Vivenna lo miró a los ojos.

—¿Ves lo que te estaba diciendo, Tonks? —Denth miró al hombretón—. Si yo hubiera sido, digamos, un mayordomo, ¿me estaría mirando ella de esa forma? ¿Sólo porque no he cogido el dinero y he salido corriendo? ¿Por qué espera todo el mundo que un mercenario le robe?

Tonk Fah gruñó y volvió a desperezarse.

—Examina esos papeles, princesa —continuó Denth, dando una patada al diván de Tonk Fah, y luego señaló hacia la puerta—. Te esperamos abajo.

Vivenna los vio retirarse, Tonk Fah mascullando por tener que ponerse en pie, mientras trozos del relleno se le quedaban pegados a la espalda. Bajaron las escaleras y pronto oyó ruido de platos. Probablemente habían enviado por comida a uno de los chicos de la calle, que pasaban de vez en cuando ofreciendo a voz en grito traer comida de los restaurantes locales.

Vivenna no se movió. Cada vez estaba más insegura sobre su propósito en la ciudad. Sin embargo, aún tenía a Denth y Tonk Fah, y sorprendentemente cada vez se sentía más cómoda con ellos. ¿Cuántos hombres del ejército de su padre (buenos hombres, todos ellos) habrían podido resistirse a echar a correr con cinco mil marcos? Por lo visto, aquellos dos mercenarios tenían más fondo de lo que dejaban traslucir.

Volvió su atención a los libros, cartas y papeles que había sobre la mesa.

* * *

Varias horas después, Vivenna seguía allí sentada, con una vela solitaria ardiendo y goteando cera sobre la astillada esquina de la mesa. Hacía tiempo que había dejado de leer. Había un plato de comida sin tocar junto a la puerta. Parlin lo había traído un rato antes.

Las cartas estaban repartidas por toda la mesa ante ella. Había tardado su tiempo en ordenarlas. La mayoría mostraban la familiar letra de su padre. No la letra de su escriba, sino la de su propio padre. Ésa fue su primera pista. Dedelin sólo escribía en persona sus comunicados más personales, o los más secretos.

Mantuvo el pelo bajo control y respiró con calma. No contemplaba por la ventana oscura las luces de una ciudad que debería estar dormida. Simplemente, estaba allí sentada.

Aturdida.

La última carta (la última antes de la muerte de Lemex) estaba en lo alto del montón. Tenía sólo unas semanas.

Estimado amigo:

Nuestras conversaciones me han preocupado más de lo que querría admitir. He hablado largamente con Yarda y no logramos dar con una solución.

Se avecina la guerra. Todos lo sabemos ya. Las continuas discusiones, cada vez más encendidas, en la Corte de los Dioses muestran una tendencia preocupante. El dinero que te enviamos para comprarte suficiente aliento a fin de que pudieras asistir a esas reuniones es una de las mejores inversiones que he hecho jamás.

Todo apunta a que es inevitable que los sinvida de Hallandren marchen hacia nuestras montañas. Por tanto, te doy permiso para hacer lo que hemos discutido. Cualquier disrupción que puedas causar en la ciudad, cualquier retraso que puedas conseguirnos, será enormemente valioso. Los fondos adicionales que solicitaste deberían haber llegado ya.

Amigo mío, debo admitir una debilidad propia. Nunca podré enviar a Vivenna para que sea rehén en esa ciudad nido de dragones. Enviarla sería matarla, y no puedo hacer eso. Aunque sé que sería lo mejor para Idris.

Todavía no estoy seguro de lo que voy a hacer. No la enviaré, pues la quiero demasiado. Sin embargo, romper el tratado desatará la ira de Hallandren contra mi pueblo aún más rápidamente. Temo que he de tomar una decisión muy difícil en los próximos días.

Pero ésa es la esencia del deber de un rey.

Hasta que volvamos a escribirnos, Dedelin, tu señor y amigo.

Vivenna apartó la mirada de la carta. La habitación estaba demasiado silenciosa. Quiso gritarle a la carta y a su padre, tan lejano. Sin embargo, no pudo hacerlo. Había sido educada para lo contrario. Los berrinches eran inútiles muestras de arrogancia.

«No llames la atención. No te pongas por encima de los demás. Quien se pone en las alturas acaba por los suelos. ¿Pero qué hay del hombre que asesina a una hija para salvar a la otra? ¿Qué hay del hombre que te dice, a la cara, que el cambio fue por otros motivos? ¿Que era por el bien de Idris? ¿Que no era por una cuestión de favoritismo? Y ¿qué hay del rey que traicionó los más altos preceptos de su religión al comprar aliento para uno de sus espías?»

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