Sondeluz no podía espantar las imágenes de sus sueños: visiones de muerte y dolor. No las aceptaba como proféticas, pero reconocía que debían tener algo que ver con las preocupaciones de su subconsciente. Temía las consecuencias de la guerra. Tal vez era sólo un cobarde. Parecía que suprimir a Idris resolvería el tema.
—Estás detrás de este debate, ¿verdad? —dijo, volviéndose hacia Encendedora.
—¿Detrás? —dijo ella dulcemente—. Querido Sondeluz, los sacerdotes deciden qué temas se discuten. Los dioses no se molestan con cosas tan mundanas.
—Estoy seguro —contestó él, reclinándose—. Quieres mis órdenes sinvida.
—Yo no diría eso. Sólo quiero que estés informado por si…
Guardó silencio cuando Sondeluz le dirigió una dura mirada.
—Ah, Colores —maldijo—. Claro que necesito tus órdenes, Sondeluz. ¿Por qué si no me tomaría la molestia de traerte aquí? Eres una persona muy difícil de manipular, ¿sabes?
—Tonterías. Sólo tienes que prometerme que no tendré que hacer nada, y luego haré todo lo que quieras.
—¿Todo?
—Todo lo que no requiera hacer nada.
—Eso no es nada, entonces.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¡Bueno, eso es algo!
Encendedora puso los ojos en blanco.
Sondeluz estaba más preocupado de lo que dejaba entrever. Los argumentos a favor de atacar nunca habían sido tan fuertes. Había pruebas de una concentración de tropas en Idris y los montañeses se habían comportado de un modo particularmente picajoso con los pasos norteños en los últimos tiempos. Aparte de eso, existía la creciente convicción de que los Retornados eran más débiles que en anteriores generaciones. No menos poderosos en biocroma, sino menos… divinos. Menos benevolentes, menos sabios. Sondeluz estaba de acuerdo.
Habían pasado tres años desde que un retornado renunciara a su vida por salvar a alguien. La gente se impacientaba con sus dioses.
—Hay algo más, ¿no? —dijo, mirando a Encendedora, que seguía repantigada, comiendo delicadamente cerezas—. ¿Qué es lo que no dicen?
—Sondeluz, querido. Tenías razón. Te metes en asuntos de gobierno, y te corrompen absolutamente.
—Es que no me gustan los secretos. Hacen que me pique el cerebro, me mantienen despierto por las noches. Meterse en política es como quitarse una venda… es mejor acabar con el dolor rápidamente.
Encendedora hizo una mueca.
—Sonrisa forzada, querido.
—Es lo mejor que puedo hacer en este momento, me temo. Nada me aburre más que la política. Ahora bien, estabas diciendo…
Ella bufó.
—Ya te lo he dicho. El tema de todo esto es esa mujer.
—La reina —dijo él, mirando hacia el palco del rey-dios.
—Enviaron a la que no era. La más joven, en vez de la mayor.
—Lo sé. Muy listos por su parte.
—¿Listos? —dijo Encendedora—. Es absolutamente brillante. ¿Sabes qué fortuna pagamos estos últimos veinte años para espiar, estudiar y saber cosas de la hija mayor? Los que fuimos cuidadosos incluso estudiamos a la segunda hija, la que han hecho monja. ¿Pero la más joven? No se le ocurrió a nadie.
«Y por eso los idrianos han enviado un elemento aleatorio a la corte —pensó Sondeluz—. Un elemento que altera los planes y conspiraciones que nuestros políticos llevan elaborando desde hace décadas.»
Sí que era brillante.
—Nadie sabe nada de ella —dijo Encendedora, frunciendo el ceño. Obviamente no le gustaba que la pillaran por sorpresa—. Mis espías en Idris insisten en que la chica tiene poca importancia… lo cual me hace temer que sea aún más peligrosa de lo que esperaba.
Sondeluz alzó una ceja.
—¿Y no piensas, tal vez, que estás exagerando un poco?
—¿Sí? Y dime, ¿qué harías tú si quisieras introducir un agente en la corte? ¿Enviarías, tal vez, un señuelo que pudieras mostrar, para apartar la atención del agente verdadero, a quien podrías entrenar en secreto con un plan clandestino?
Sondeluz se frotó la barbilla. «Tiene lógica.» Vivir entre tanta gente que urdía planes acababa por hacerte ver conspiraciones por todas partes. Sin embargo, el plan que Encendedora sugería tenía muy buenas probabilidades de ser peligroso. ¿Qué mejor modo de acercar un asesino al rey-dios que enviar a alguien para casarse con él?
No, no sería eso. Matar al rey-dios sólo causaría que Hallandren se volviera loco. Pero si enviaban una mujer hábil en el arte de la manipulación… una mujer que pudiera envenenar en secreto la mente del rey-dios…
—Tenemos que estar preparados para actuar —dijo Encendedora—. No me quedaré cruzada de brazos permitiendo que me arrebaten mi reino: no me echarán sin resistencia, como le pasó a los realistas. Tú controlas a una cuarta parte de nuestros sinvida. Son diez mil soldados que no necesitan comer, que pueden marchar incansablemente. Si convencemos a los otros tres que tienen la orden de unirse a nosotros…
Sondeluz pensó un instante, luego asintió y se puso en pie.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Encendedora, incorporándose en su asiento.
—Creo que voy a dar un paseo.
—¿Adonde?
Él miró a la reina.
—Oh, benditos Colores —dijo la diosa con un suspiro—. Sondeluz, no lo estropees. Caminamos por una línea muy delicada.
—Lo haré lo mejor posible.
—Supongo que no podré convencerte de que no te relaciones con ella.
—Querida —dijo Sondeluz, mirando hacia atrás—, tengo al menos que hablar con ella. Nada sería más intolerable que ser derrocado por una persona con quien ni siquiera he tenido una agradable conversación.
* * *
Dedos Azules se marchó en algún momento del debate. Siri no se dio cuenta: estaba absorta viendo discutir a los sacerdotes.
Tenía que estar entendiéndolo mal. Sin duda no podían pensar en atacar Idris. ¿Qué sentido tendría? ¿Qué ganaría Hallandren? Cuando los sacerdotes terminaban su discusión sobre ese tema, Siri se volvió hacia una de sus sirvientas.
—¿De qué iba eso?
La mujer bajó la cabeza, sin contestar.
—Parece que hablaban de guerra —dijo Siri—. No serían capaces de invadir, ¿no?
La mujer se agitó, incómoda, y entonces miró a una de sus compañeras, que se marchó. Unos momentos más tarde, la criada regresó con Treledees. Siri frunció levemente el ceño. No le gustaba hablar con aquel hombre.
—¿Sí, Receptáculo? —preguntó el alto sacerdote, mirándola con su habitual aire de desdén.
Siri tragó saliva, negándose a dejarse intimidar.
—Los sacerdotes —dijo—. ¿De qué discutían?
—De tu patria de Idris, Receptáculo.
—Eso ya lo sé. ¿Qué quieren de Idris?
—Me pareció, Receptáculo, que discutían si atacar o no la provincia rebelde y devolverla al control real adecuado.
—¿Provincia rebelde?
—Sí, Receptáculo. Tu gente se halla en un estado de rebelión contra el resto del reino.
—¡Pero si vosotros os rebelasteis contra nosotros!
Treledees alzó una ceja.
«Diferentes puntos de vista sobre la historia, en efecto», pensó Siri.
—Comprendo que alguien pueda pensar como vosotros —dijo—. Pero… no nos atacaríais de verdad, ¿no? Os enviamos a una reina, como exigisteis. A causa de eso, el próximo rey-dios será de sangre real.
«Suponiendo que el rey-dios actual decida consumar nuestro matrimonio…»
Treledees se encogió de hombros.
—Probablemente no sea nada, Receptáculo. Los dioses simplemente necesitan conocer el clima político actual de T'Telir.
Sus palabras no ofrecían mucho consuelo. Se estremeció. ¿Debería estar haciendo algo? ¿Intentar argumentar en defensa de Idris?
—Receptáculo —dijo Treledees.
Ella lo miró. Su mitra era tan alta que rozaba el dosel. En una ciudad llena de colores y belleza, por algún motivo el rostro alargado de Treledees parecía más sombrío.
—¿Sí?
—Hay una cuestión algo delicada que me temo he de discutir contigo.
—¿Cuál es?
—Estás familiarizada con las monarquías. De hecho, eres la hija de un rey. Doy por sentado que sabes lo importante que es para un gobierno que haya un plan de sucesión seguro y estable.
—Supongo.
—Por tanto, te das cuenta de que tiene gran importancia que se proporcione un heredero lo más pronto posible.
Siri se ruborizó.
—Estamos trabajando en eso.
—Con el debido respeto, Receptáculo, hay cierto grado de discrepancia en ese punto.
Ella se ruborizó todavía más, el pelo se le volvió rojo mientras apartaba la mirada de aquellos ojos crueles.
—Esas discusiones, naturalmente, se ciñen al recinto del palacio —la tranquilizó Treledees—. Puedes confiar en la discreción de nuestro personal y nuestros sacerdotes.
—¿Cómo lo sabéis? —dijo Siri, alzando la cabeza—. Quiero decir, sobre nosotros. Tal vez estamos… Tal vez tendréis vuestro heredero antes de daros cuenta.
Treledees parpadeó una vez, mirándola como si fuera un libro de cuentas al que añadir una cifra.
—Receptáculo, ¿crees sinceramente que traeríamos a una mujer desconocida y extranjera y la pondríamos tan cerca del más sagrado de nuestros dioses sin vigilarla?
Siri sintió que se quedaba sin respiración, y experimentó un momento de horror. «¡Pues claro! —pensó—. Pues claro que están vigilando. Para asegurarse de que no le haga daño al rey-dios, para asegurarse de que las cosas siguen según lo planeado.»
Estar desnuda delante de su esposo ya era lo bastante malo. Estar expuesta ante hombres como Treledees, hombres que la veían no como una mujer, sino como una molestia, parecía aún peor. Sin querer, se encogió, cubriéndose con los brazos el pecho y su revelador escote.
—Bien —dijo él, inclinándose hacia delante—. Comprendemos que el rey-dios tal vez no sea lo que esperabas. Puede que incluso sea… difícil trabajar con él. Sin embargo, eres una mujer, y deberías saber cómo utilizar tus encantos para motivarlo.
—¿Cómo puedo «motivarlo» si no puedo mirarlo ni hablar con él?
—Estoy seguro de que encontrarás un modo. Sólo tienes una función en este palacio. ¿Quieres asegurarte de que Idris esté protegida? Bueno, danos a los sacerdotes del rey-dios lo que deseamos, y tus rebeldes ganarán nuestro aprecio. Mis colegas y yo tenemos bastante influencia en la corte, y podemos hacer mucho para proteger tu tierra. Todo lo que pedimos es que realices una sola tarea. Danos un heredero. Dale estabilidad al reino. No todo en Hallandren es tan… unitario como puede parecer al principio.
Siri permaneció encogida, sin mirarlo.
—Veo que comprendes —dijo él—. Creo que…
Guardó silencio y se volvió hacia un lado. Una procesión se acercaba al palco de Siri. Sus miembros vestían de rojo y dorado, y una alta figura al frente hacía que brillaran con vibrantes colores.
Treledees frunció el ceño, luego la miró.
—Hablaremos después, si es necesario. Cumple con tu deber, Receptáculo. O habrá consecuencias.
Y tras esas palabras, el sacerdote se retiró.
* * *
No parecía peligrosa. Eso, más que otra cosa, hizo a Sondeluz inclinarse a creer en las preocupaciones de Encendedora. «Llevo demasiado tiempo en la corte —pensó mientras le sonreía cortésmente a la reina—. Toda mi vida, de hecho.»
Era pequeña, y mucho más joven de lo que esperaba. Apenas una mujer. Parecía intimidada cuando la saludó, esperando a que sus sirvientes le colocaran el asiento. Entonces se sentó, y aceptó algunas uvas de las criadas de la reina, aunque no tenía hambre.
—Majestad, es un placer conocerte, desde luego.
La muchacha vaciló.
—¿Estás seguro?
—Es una forma de hablar, querida —explicó Sondeluz—. Y bastante redundante… cosa que es adecuada, ya que yo soy una persona bastante redundante.
La muchacha ladeó la cabeza. «Colores —pensó él, recordando que ella acababa de terminar su periodo de aislamiento—. Probablemente soy el único retornado que ha conocido aparte del rey-dios. Qué mala primera impresión.» Con todo, no había nada que hacer al respecto. Sondeluz era quien era. Quien fuera que fuese.
—Me alegra conocerte, divina gracia —dijo la reina lentamente. Se volvió mientras una criada le susurraba su nombre—. Sondeluz el Audaz, Señor de los Héroes —dijo, sonriéndole.
Había en ella un aire vacilante. O bien no había sido educada para situaciones formales (cosa que Sondeluz encontraba difícil de creer, ya que había sido criada en un palacio), o era una actriz bastante buena. Frunció el ceño para sus adentros.
La llegada de aquella joven debería haber puesto fin a las discusiones sobre la guerra, pero en cambio las había exacerbado. Mantuvo los ojos abiertos, pues temía las imágenes de destrucción que vería en su mente si llegaba a parpadear siquiera. Esperaban como fantasmas de Kalad, flotando más allá de su visión.
No podía aceptar que esos sueños fueran premonitorios. Si lo hacía, significaría que era en efecto un dios. Y si ése fuera el caso, entonces temía enormemente por todos ellos.
En el exterior, simplemente dirigió a la reina su tercera sonrisa encantadora y se metió una uva en la boca.
—No hay necesidad de ser tan formales, majestad. Pronto te darás cuenta de que entre los retornados, yo soy con diferencia el menor. Si las vacas pudieran retornar, indudablemente estarían más altas que yo en el escalafón.
Ella vaciló de nuevo, insegura de cómo tratar con él. Era una reacción común.
—¿Puedo preguntar por la naturaleza de tu visita? —preguntó.
Demasiado formal. Inquieta. Incómoda con la gente de alto rango. ¿Era posible que fuera auténtica? No. Probablemente era una actuación para tranquilizarlo, para hacer que la subestimara. ¿O estaba pensando demasiado?
«¡Los Colores te lleven, Encendedora! —pensó—. No quiero ser parte de todo esto.»
Casi se retiró. Pero eso no sería muy agradable por su parte, y contrariamente a algunas de las cosas que decía, a Sondeluz le gustaba ser agradable. «Es mejor ser simpático —se dijo, sonriendo para sí—. De esa forma, si alguna vez se apodera del reino, quizá me decapite el último.»
—¿Me preguntas por la naturaleza de mi visita? Creo que no tiene naturaleza, majestad, aparte de parecer natural… cosa en la que ya he fallado al mirarte demasiado tiempo mientras pensaba en cuál es tu lugar en todo este lío.
La reina volvió a fruncir el ceño.
Sondeluz se metió otra uva en la boca.
—Maravillosas —dijo, cogiendo otra—. Deliciosamente dulces, envueltas en su propio paquetito. Engaños, en realidad. Tan duras y secas por fuera, pero tan sabrosas por dentro. ¿No crees?