Ella sonrió.
—Muy bien. Te creo. Pero sigo pensando que tendremos que preocuparnos de tus sacerdotes.
Él no respondió, apartando la mirada.
«¿Por qué es tan condenadamente leal a ellos?», pensó Siri.
Finalmente, él la miró. «¿Quieres dejar crecer tu pelo?»
Ella alzó una ceja.
—¿Y de qué color lo hago?
«Rojo», escribió él.
—Vosotros los hallandrenses y vuestros colores brillantes —rezongó ella, sacudiendo la cabeza—. ¿Eres consciente de que mi pueblo considera el rojo el más chillón de todos los colores?
Él vaciló. «Lo siento. No pretendía ofenderte. Yo…»
Se detuvo cuando ella extendió una mano y le tocó el brazo.
—No. Mira, no estaba discutiendo. Sólo estaba flirteando. Lo siento.
«¿Flirteando? —escribió él—. Mi libro de relatos no usa ese término.»
—Lo sé. Ese libro está lleno de historias de niños que son devorados por árboles y otras cosas.
«Las historias son metáforas para enseñar…»
—Sí, lo sé —dijo ella, interrumpiéndolo de nuevo.
«¿Entonces qué es flirtear?»
—Es… —«¡Colores! ¿Cómo me meto en estas situaciones?», se lamentó—. Es cuando una chica actúa de modo vacilante, o a veces tonto, para hacer que un hombre le preste más atención.
«¿Por qué querría que un hombre le prestase atención?»
—Bueno, es algo así. —Lo miró, inclinándose un poco hacia delante—. ¿Quieres que haga crecer mi pelo?
«Sí.»
—¿De verdad quieres que lo haga?
«Por supuesto.»
—Muy bien, si he de hacerlo… —dijo ella, echando la cabeza atrás y ordenando a su pelo que se convirtiera en un profundo rojo cobrizo. Brilló al pasar del amarillo al rojo, como tinta derramada en un charco de agua clara. Entonces lo hizo crecer. La habilidad era más instintiva que consciente, como flexionar un músculo. En este caso, era un «músculo» que había usado mucho últimamente, ya que solía cortarse el pelo por las noches en vez de pasar el tiempo peinándoselo.
El pelo siguió creciendo hasta más allá de su cara. Siri agitó la cabeza, una última vez: el pelo la hacía sentirse más pesada, el cuello cálido por los mechones que ahora se desparramaban por sus hombros y le caían por la espalda, retorciéndose en rizos sueltos.
Susebron la miró con los ojos muy abiertos. Ella intentó una mirada seductora. El resultado, sin embargo, le pareció tan ridículo que acabó riendo. Se tendió en la cama, el pelo recién crecido repartido a su alrededor.
Susebron le dio un golpecito en la pierna. Ella lo miró, y él se levantó para sentarse a un lado de la cama, con intención de que ella pudiera ver la pizarra mientras escribía.
«Eres muy extraña.»
Ella sonrió.
—Lo sé. No he nacido para ser una seductora. No puedo poner cara seria.
«Seductora —escribió él—. Conozco esa palabra. Se usa en una historia cuando la reina malvada intenta tentar al joven príncipe con algo, aunque no sé qué.»
Ella sonrió de nuevo.
«Creo que estaba planeando ofrecerle comida.»
—Sí —dijo Siri—. Buena interpretación, Seb. Completamente acertado.
Él vaciló. «No le estaba ofreciendo comida, ¿verdad?»
Siri le sonrió de nuevo.
Él se ruborizó. «Me siento como un idiota. Hay tantas cosas que todo el mundo comprende naturalmente… Sin embargo, yo sólo tengo las historias de un libro infantil para guiarme. Lo he leído tantas veces que me resulta difícil distanciarme del niño que era cuando lo leí por primera vez, y de la forma que veía esos cuentos.»
Empezó a borrar furiosamente. Siri se sentó y le colocó una mano en el brazo.
«Sé que hay cosas que me pierdo —escribió él—. Cosas que te avergüenzan, y hago mis suposiciones. No soy tonto. Sin embargo, me siento frustrado. Con tus flirteos y tus sarcasmos (ambas conductas cuando aparentemente actúas de forma contraria a como quieres) temo que nunca te entenderé.»
Miró con frustración su pizarra, con el paño para borrar en una mano, el carboncillo en la otra. El fuego chisporroteaba en la chimenea, proyectando oleadas de amarillo contra su rostro lampiño.
—Lo siento —dijo ella, acercándose para apoyar la cabeza en su antebrazo. Susebron no parecía mucho más grande que ella, ahora que estaba acostumbrada. En Idris había hombres que medían un metro noventa y Susebron era sólo un poco más alto. Además, como su cuerpo era tan perfectamente proporcionado, no parecía larguirucho ni antinatural. Era normal, sólo que más grande.
Él la miró y ella cerró los ojos.
—Creo que lo estás haciendo mejor de lo que crees. La mayoría de la gente allá en mi patria no me comprendía tan bien como tú.
Él empezó a escribir, y Siri abrió los ojos.
«Me cuesta trabajo creerlo.»
—Es cierto —dijo ella—. No paraban de decirme que me convirtiera en otra persona.
«¿Quién?»
—Mi hermana —suspiró Siri—. La mujer con quien tendrías que haberte casado. Era en todo como debe ser la hija de un rey. Controlada, de buenos modales, obediente, culta.
«Parece aburrida», escribió él, sonriendo.
—Vivenna es una persona maravillosa. Siempre fue muy amable conmigo. Es sólo que… bueno, creo que incluso ella consideraba que tendría que haber sido más reservada.
«No comprendo eso. Eres maravillosa. Tan llena de vida y entusiasmo. Los sacerdotes y criados de este palacio visten de colores, pero no hay ningún color en su interior. Tan sólo cumplen con sus funciones, los ojos bajos, solemnes. Tú tienes color por dentro, tanto que estalla y colorea todo lo que te rodea.»
Ella sonrió.
—Eso parece biocroma.
«Eres más sincera que la biocroma. Mi aliento hace las cosas más brillantes, pero no es mío. Me lo dieron. El tuyo te pertenece.»
Siri sintió que su pelo pasaba del rojo oscuro a un tono dorado, y suspiró feliz, apretándose un poco más contra él.
«¿Cómo haces eso?»
—¿Hacer qué?
«Cambiar tu pelo.»
—Eso ha sido inconsciente. Se vuelve rubio si me siento feliz o contenta.
«¿Eres feliz, entonces? ¿Conmigo?»
—Pues claro.
«Pero cuando hablas de las montañas, hay mucha nostalgia en tu voz.»
—Las echo de menos. Pero si me marchara de aquí, te echaría de menos a ti. A veces no se puede tener todo lo que se quiere, ya que los deseos se contradicen unos a otros.
Permanecieron un rato en silencio, y él apartó su pizarra, la rodeó vacilante con un brazo y se recostó para apoyarse en la cabecera de la cama. Un tono de rubor asomó en el pelo de Siri al darse cuenta de que estaban sentados en el lecho, y que se apretujaba contra él vestida solo con ropa interior.
«Pero bueno, estamos casados, después de todo», pensó.
Lo único que arruinó el momento fueron los ocasionales gruñidos de su estómago. Después de unos minutos, Susebron cogió la pizarra.
«¿Tienes hambre?»
—No. Mi estómago es anarquista: le gusta gruñir cuando está lleno.
Él vaciló. «¿Sarcasmo?»
—Un pobre intento. No pasa nada: sobreviviré.
«¿No comiste antes de venir a mis aposentos?»
—Lo hice. Pero hacer crecer tanto pelo es agotador. Siempre me deja con hambre.
«¿Te deja con hambre cada noche? —preguntó él, escribiendo rápidamente—. ¿Y no dices nada?»
Ella se encogió de hombros.
«Te traeré comida.»
—No, no podemos permitirnos quedar al descubierto.
«¿Al descubierto? Soy el rey-dios: como cuando lo deseo. Varias veces he pedido comida por la noche. Esto no será extraño.» Se levantó, y caminó hacia la puerta.
—¡Espera!
Él se volvió a mirarla.
—No puedes ir así a la puerta, Susebron —susurró ella por si había alguien escuchando—. Estás completamente vestido.
Él se miró y frunció el ceño.
—Al menos haz que tus ropas parezcan un poco desordenadas —aconsejó ella.
Susebron se desabrochó los botones del cuello y se quitó el batín negro, revelando un camisón. Como todo lo blanco a su alrededor, desprendía un halo de colores de arco iris. Se alborotó el pelo oscuro y se volvió hacia ella, interrogándola con los ojos.
—Bastante bien —aprobó Siri, y se subió las sábanas hasta el cuello para cubrirse. Observó cómo Susebron llamaba a la puerta con los nudillos.
Se abrió de inmediato. «Es demasiado importante para abrir su propia puerta», pensó Siri.
Pidió comida llevándose una mano al estómago y señalando. Los criados, apenas visibles para Siri en el umbral, obedecieron de inmediato. Susebron se volvió mientras la puerta se cerraba y fue a sentarse junto a ella en la cama.
Unos pocos minutos después, los criados llegaron con una mesa y una silla, aquélla ya con comida: pescado asado, verduras salteadas, marisco cocido.
Ella se quedó mirando asombrada. «Es imposible que hayan preparado eso tan rápido. Creo que lo tenían en la cocina, esperando, por si a su dios de pronto le entraba hambre.»
Era un desperdicio y una extravagancia, pero también era maravilloso. Indicaba un estilo de vida que su pueblo allá en Idris no podía imaginar siquiera, símbolo de un incómodo desequilibrio en el mundo. Algunas personas morían de hambre; otras eran tan ricas que nunca veían las comidas que les preparaban.
Los criados colocaron la silla junto a la mesa. Siri observó cómo siguieron trayendo platos. No podían saber lo que quería el rey-dios, así que al parecer le presentaban un poco de todo. Llenaron la mesa y se retiraron cuando Susebron lo indicó.
Los aromas subyugaron a una Siri famélica. Esperó, tensa, hasta que se cerró la puerta. Entonces se abalanzó hacia la mesa. Había pensado que las comidas que le preparaban a ella eran extravagantes, pero no eran nada comparadas con este festín. Susebron señaló la silla.
—¿Tú no vas a comer? —preguntó Siri.
Él se encogió de hombros.
La reina cogió una sábana de la cama y la extendió en el suelo de piedra.
—¿Por dónde empezamos? —dijo luego, acercándose a la mesa.
Él señaló un plato de humeantes mejillones y varios panes. Ella lo cogió, junto con un plato que no parecía tener pescado (un cuenco de frutas exóticas servidas en una especie de salsa cremosa), y lo llevó a la sábana. Entonces se sentó y empezó a comer.
Susebron se sentó con cuidado en el suelo. Consiguió parecer digno incluso en ropa interior. Siri le tendió su pizarra.
«Esto es muy extraño», escribió.
—¿Qué? ¿Comer en el suelo?
Él asintió. «Cenar es todo un acontecimiento para mí. Pico algo de lo que hay en el plato, los criados lo retiran, me limpian la cara y me traen otro. Nunca termino un plato entero, aunque me guste.»
Siri hizo una mueca.
—Me sorprende que no te sujeten la cuchara.
«Lo hacían cuando era más joven —escribió Susebron, ruborizándose—. Al final conseguí que me permitieran hacerlo solo. Es difícil, cuando no puedes hablar con nadie.»
—Ya —dijo Siri entre bocado y bocado. Miró a Susebron, que comía a bocaditos pequeños y discretos. Sintió un poco de vergüenza por lo rápido que estaba comiendo, pero entonces decidió que no le importaba. Apartó el plato de fruta y cogió varios dulces de la mesa.
Susebron la miró darse un atracón. «Eso son delicias de Pahn Kahl —escribió—. Se comen a bocaditos pequeños, asegurándote de comer un poco de pan en medio para despejar el sabor. Son una exquisitez y…»
Se interrumpió cuando Siri cogió un pastel y se lo llevó a la boca. Ella le sonrió y continuó masticando.
Después de un momento de asombro, él volvió a escribir. «¿Te das cuenta de que en los cuentos los niños glotones acaban arrojados a precipicios?»
Siri se metió otra pasta en la boca, manchándose los dedos y la cara con azúcar en polvo, las mejillas hinchadas.
Susebron la miró, luego extendió la mano y cogió un pastel también. Lo examinó y luego se lo llevó a la boca.
Siri se echó a reír, casi escupiendo trozos de dulce en la sábana.
—Y así continúa mi corrupción del rey-dios —dijo cuando pudo hablar.
Él sonrió. «Esto es muy curioso», escribió, tomando otro dulce. Y luego otro. Y otro.
Siri lo observó, alzando una ceja.
—Puesto que eres rey-dios, cabría esperar que al menos pudieras comer dulces cuando quisieras.
«Tengo muchas reglas que los otros no tienen que seguir —escribió él mientras masticaba—. Las historias lo explicaban. Se exige mucho para ser príncipe o rey. Habría preferido nacer campesino.»
Siri alzó una ceja. Tuvo la impresión de que él se sorprendería si tuviera que experimentar cosas como el hambre, la pobreza o la incomodidad. Sin embargo, lo dejó con sus ilusiones. ¿Quién era ella para dar lecciones?
«Tú eres quien tenía hambre —escribió él—. ¡Pero soy yo quien se lo está comiendo todo!»
—Obviamente no te alimentan lo suficiente —dijo Siri, probando una rebanada de pan.
Él se encogió de hombros y continuó comiendo. Ella lo miró preguntándose si comer era diferente para él, puesto que no tenía lengua. ¿Afectaba a su paladar? Desde luego, parecía que le gustaban los dulces. Pensar en su lengua hizo que su mente pasara a temas más sombríos. «No podemos continuar así—pensó—. Jugando por las noches, fingiendo que el mundo no sigue adelante sin nosotros. Van a aplastarnos.»
—Susebron. Creo que tenemos que encontrar un modo de revelar lo que te han estado haciendo tus sacerdotes.
Él alzó la cabeza y luego escribió. «¿A qué te refieres?»
—A que debería intentar hablar con la gente corriente. O tal vez con alguno de los otros dioses. Los sacerdotes consiguen todo su poder asociándose contigo. Si eliges comunicarte a través de otra persona, los derrocaría.
«¿Tenemos que hacer eso?»
—Piensa por un instante que sí.
«Muy bien. Pero ¿cómo podría comunicarme con alguien más? No puedo levantarme y empezar a gritar.»
—No lo sé. ¿Notas, tal vez?
Él sonrió. «Hay una historia así en mi libro. Una princesa atrapada en una torre que arroja notas a las aguas del océano. El rey de los peces las encuentra.»
—Dudo que al rey de los peces le preocupe nuestra situación —repuso Siri, abatida.
«Una criatura así sólo es ligeramente menos fantástica que la posibilidad de que mis notas sean halladas e interpretadas correctamente. Si las arrojo por la ventana, nadie creería que las ha escrito el rey-dios.»
—¿Y si se las pasaras a los criados?