«Oh, cielos…», pensó Siri, mientras una docena de objeciones asomaban a su mente. Le resultó difícil moverse, resistirse, hacer nada.
Aparte de devolverle el beso.
Se sintió acalorada. Sabía que tenían que parar, no fuera a ser que los sacerdotes obtuvieran exactamente lo que estaban esperando. Ella comprendía todas estas cosas. Sin embargo, las objeciones empezaron a parecer cada vez menos racionales mientras lo besaba y su respiración se hacía más entrecortada.
Él se detuvo, inseguro de qué hacer a continuación. Siri lo miró, jadeando, y lo atrajo para besarlo de nuevo, sintiendo que su cabello se volvía de un rojo intenso y apasionado.
En ese punto, dejó de preocuparse de nada más. Susebron no sabía qué hacer. Pero ella sí. «Voy demasiado deprisa —pensó mientras se quitaba la ropa interior—. Necesito mejorar controlando mis impulsos… En otra ocasión.»
Esa noche, Sondeluz soñó con T'Telir en llamas. Con el rey-dios muerto y soldados en las calles. Con los sinvida matando a gente ataviada con colores diversos.
Y con una espada negra.
Vivenna engulló su comida. La carne seca sabía mucho a pescado, pero había aprendido que respirando por la boca podía ignorar gran parte del sabor. Comió hasta el último bocado, y luego se quitó el regusto con unos tragos de agua hervida.
Estaba sola en la habitación. Era una cámara pequeña construida en un ala del edificio, cerca de los suburbios. Vasher había pagado unas monedas para pasar allí el día, aunque no estaba allí en este momento. Había salido a ocuparse de algo.
Se reclinó y cerró los ojos. Estaba tan agotada que le costaba trabajo dormir. El hecho de que la habitación fuera tan pequeña no ayudaba. Ni siquiera podía estirarse del todo.
Vasher no exageraba cuando dijo que su trabajo sería riguroso. Parada tras parada, ella había hablado con los idrianos, consolándolos, suplicándoles que no empujaran a Hallandren a la guerra. No hubo restaurantes como los hubo con Denth. Ninguna cena con hombres vestidos con ropajes elegantes y acompañados por guardias. Sólo un grupo tras otro de agotados hombres y mujeres de clase trabajadora. Muchos no eran rebeldes y en gran número ni siquiera vivían en los suburbios. Pero formaban parte de la comunidad idriana en T'Telir, y podían influir en el sentir de su familia y amigos.
A Vivenna le agradaban. Simpatizaba con ellos. Se sentía mucho mejor con su nuevo empeño que con su tarea con Denth, y hasta donde podía decir, Vasher estaba siendo sincero con ella.
Había decidido confiar en su instinto. Ésa era su decisión, y significaba ayudar a Vasher, por ahora.
Él no le había preguntado si quería continuar. Simplemente la llevaba de un sitio a otro, esperando que lo siguiera. Y eso hacía, reuniéndose con gente y suplicando su perdón, a pesar de lo agotador que era desde un punto de vista emocional. Vivenna no estaba segura de poder reparar lo que había hecho, pero estaba dispuesta a intentarlo. Esa determinación parecía haberle granjeado cierto respeto por parte de Vasher. Un respeto conseguido con mucha más reticencia que el respeto de Denth.
«Denth me engañó todo el tiempo.» Todavía era duro recordar ese hecho. Una parte de ella no quería hacerlo. Se inclinó hacia delante, mirando la pared vacía de la estrecha habitación. Se estremeció. Menos mal que se había esforzado tanto últimamente. Eso le impedía pensar en algunas cosas.
Cosas inquietantes.
¿Quién era ella? ¿Cómo se definía a sí misma ahora que todo lo que había visto, y todo lo que había intentado, se había desmoronado? Ya no podía seguir siendo Vivenna, la princesa confiada. Esa persona estaba muerta, relegada en aquel sótano con el cadáver ensangrentado de Parlin. Su confianza había sido producto de su ingenuidad.
Ahora sabía cuán fácilmente habían jugado con ella. Sabía el coste de la ignorancia, y había atisbado las feas verdades de la pobreza auténtica.
Sin embargo, tampoco podía ser esa mujer, la mendiga de las calles, la ladrona, la mujerzuela maltratada. Ésa no era ella. Sentía como si todas aquellas semanas hubieran sido un sueño provocado por la tensión del aislamiento y el trauma de la traición, impulsado por haberse convertido en una apagada y haber sido asolada por la enfermedad. Fingir que ésa era la auténtica Vivenna sería una parodia de aquellos que vivían de verdad en las calles. La gente entre la que se había ocultado y había tratado de imitar.
¿Dónde la dejaba eso? ¿Era la silenciosa princesa penitente que se arrodillaba con la cabeza gacha, suplicándole a los campesinos? También esto era en parte una actuación. Lo sentía de verdad. Sin embargo, estaba utilizando su orgullo herido como herramienta. Ésa no era ella.
¿Quién era, pues?
Se levantó, sintiéndose agobiada en aquella diminuta habitación, y abrió la puerta. El barrio no llegaba a ser un suburbio, pero tampoco era rico. Era simplemente un lugar donde vivía gente normal. Había suficientes colores en la calle para que resultara agradable, pero los edificios eran pequeños y albergaban a varias familias cada uno.
Deambuló por la calle, cuidando de no alejarse demasiado de la habitación alquilada. Admiró las flores y los árboles.
¿Quién era ella realmente? ¿Qué quedaba si quitabas a la princesa y el odio a Hallandren? Era decidida. Esa parte le gustaba. Se había obligado a convertirse en la mujer que hacía falta para poder casarse con el rey-dios. Había trabajado duro, sacrificándose, para llegar a su objetivo.
También era una hipócrita. Ahora sabía lo que era ser verdaderamente humilde. Comparado con eso, su antigua vida parecía más arrogante y descarada que ninguna falda o camisa de colores.
Creía en Austre, eso sí. Amaba las enseñanzas de las Cinco Visiones. Humildad. Sacrificio. Atender los problemas de otro antes que los tuyos propios. Sin embargo, estaba empezando a pensar que, como muchos otros, había llevado su fe demasiado lejos, dejando que su deseo por parecer humilde se convirtiera en una forma de orgullo. Ahora veía que cuando su fe se preocupaba por la ropa en vez de por la gente, era porque había tomado un sesgo equivocado.
Quería aprender a despertar. ¿Por qué? ¿Qué decía eso de ella? ¿Que estaba dispuesta a aceptar una herramienta que su religión rechazaba, sólo porque la hacía más poderosa?
No, no era eso. Al menos, esperaba que no lo fuera.
Al repasar su vida reciente, se sentía frustrada por su frecuente impotencia. Y eso sí parecía parte de quien era realmente. La mujer que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de no ser impotente. Por eso había estudiado tanto con sus tutores allá en Idris. Por eso quería aprender a despertar. Quería tanta información como fuera posible, y estar preparada para los problemas que pudiera encontrarse.
Quería ser una mujer capacitada. Eso podía parecer arrogante, pero era la verdad. Quería aprender todo lo que pudiera para sobrevivir en el mundo. Lo más humillante de su estancia en T'Telir había sido su ignorancia. No cometería de nuevo ese error.
Asintió para sí.
«Es hora de practicar, entonces», pensó, regresando a la habitación. Dentro, sacó un trozo de cuerda, la que Vasher había empleado para amarrarla, lo primero que había despertado. Ya había recuperado el aliento de ella.
Volvió a salir, sujetando la cuerda entre los dedos, retorciéndola, pensando. «Las órdenes que Denth me enseñó eran frases simples. Sujeta. Protégeme.» Había dado a entender que la intención era importante. Cuando ella despertó sus ataduras, las había hecho moverse como parte de su cuerpo. Era algo más que sólo la orden. La orden daba la vida, pero la intención, las instrucciones de su mente, producían la concentración y la acción.
Se detuvo junto a un gran árbol con finas ramas cargadas de flores que se curvaban hacia el suelo. Se colocó junto a una rama y tocó la corteza del tronco para usar su color. Acercó la cuerda a la rama.
—Sujeta —ordenó, dejando escapar por reflejo parte de su aliento. Sintió un instante de pánico cuando su sentido del mundo se oscureció.
Sin embargo, en vez de extraer color del árbol, el despertar arrancó el color de su túnica. La prenda se volvió gris, y la cuerda se movió, enroscándose como una serpiente alrededor de la rama. La madera crujió cuando la cuerda apretó. Sin embargo, el otro extremo de la cuerda se retorció en una extraña pauta, rebulléndose.
Vivenna se quedó mirando, el ceño fruncido, hasta que comprendió lo que estaba pasando. La cuerda se enroscaba en su brazo, tratando de sujetarlo también.
—Alto —dijo.
La cuerda continuó apretando.
—Tu aliento al mío —ordenó.
La cuerda dejó de retorcerse y su aliento regresó. Se zafó de la cuerda. «Muy bien —pensó—. "Sujeta" funciona, pero no es muy específico. Se enrosca alrededor de mis dedos además de alrededor de lo que quiero que ate. ¿Y si pruebo otra cosa?»
—Sujeta esa rama —ordenó. De nuevo, el aliento la abandonó. Más cantidad esta vez. Sus pantalones se vaciaron de color, y el extremo de la cuerda se retorció, envolviéndose en la rama. El resto permaneció inmóvil.
Vivenna sonrió con satisfacción. «Cuanto más complicada es la orden, más aliento requiere.»
Recuperó su aliento. Como había explicado Vasher, hacerlo no sacudía sus sentidos, pues era una mera vuelta a un estado normal para ella. Si hubiera pasado varios días sin aliento, recuperar su poder la habría abrumado. Era como dar un primer bocado a algo muy sabroso.
Se miró las ropas, ahora completamente grises. Por curiosidad, trató de despertar de nuevo la cuerda. No sucedió nada. Cogió un palo, y entonces despertó la cuerda. Esta vez funcionó, y el palo perdió su color, aunque requirió mucho más aliento. Tal vez era porque el palo no tenía mucho color. El tronco del árbol no quedaba afectado por el color tampoco. Al parecer, no se podía extraer el color de algo vivo.
Descartó la rama y cogió unos pañuelos de colores que Vasher tenía en la habitación. Regresó junto al árbol. «¿Y ahora qué?», pensó. ¿Podría introducir el aliento en la cuerda ahora, y luego ordenarle que sujetara algo más tarde? ¿Cómo podría formular esa frase?
—Sujeta las cosas que te diga que sujetes —ordenó.
No sucedió nada.
—Sujeta la rama cuando te lo diga.
Una vez más, nada.
—Sujeta lo que yo diga.
Nada.
Una voz sonó desde atrás.
—Dile: «Sujeta cuando te lance.»
Vivenna dio un respingo, girándose. Vasher estaba junto a ella, empuñando a Sangre Nocturna, la punta hacia abajo. Llevaba la mochila al hombro.
Vivenna, ruborizada, miró de nuevo la cuerda.
—Sujeta cuando te lance —ordenó, usando un pañuelo para aprovechar el color. Su aliento la abandonó, pero la cuerda continuó flácida. Así que la arrojó a un lado, golpeando una de las ramas que colgaban del árbol.
La cuerda se retorció, envolviendo las ramas y sujetándolas con fuerza.
—Qué útil —dijo Vivenna.
Vasher alzó una ceja.
—Tal vez. Pero es peligroso.
—¿Por qué?
—Recupera la cuerda.
Vivenna vaciló, advirtiendo que la cuerda se había enroscado en unas ramas demasiado altas, fuera de su alcance. Saltó, intentando cogerla.
—Yo prefiero usar una cuerda más larga —dijo Vasher, cogiendo a Sangre Nocturna por la hoja y usando la cruz de la empuñadura para atraer las ramas—. Si te quedas siempre con un extremo, entonces no tendrás que preocuparte de que te la quiten. Además, puedes despertar cuando lo necesites, en vez de dejar un puñado de aliento envuelto en una cuerda que puedes necesitar o no.
Vivenna asintió, recuperando su aliento de la cuerda.
—Vamos —dijo él, y se encaminó hacia la habitación—. Ya has dado suficiente espectáculo por hoy.
Vivenna lo siguió, y advirtió que en la calle varias personas se habían parado a mirarla.
—¿Cómo se han dado cuenta? No es que fuera tan claro lo que estaba haciendo.
Vasher bufó.
—¿Y cuánta gente en T'Telir va por ahí con ropa gris?
Vivenna se ruborizó mientras lo seguía a la estrecha habitación. Él soltó su mochila y luego dejó a Sangre Nocturna apoyada contra una pared. Vivenna miró la espada. Todavía no estaba segura de cómo interpretarla. Experimentaba un poco de náusea cada vez que la miraba, y el recuerdo de lo violentamente enferma que se sentía cuando la tocaba seguía fresco.
Además, estaba aquella voz en su cabeza. ¿De verdad la había oído? Vasher, como de costumbre, no había dicho nada cuando le preguntó al respecto, ignorando sus preguntas.
—¿No eres idriana? —preguntó Vasher, llamando su atención mientras se sentaba.
—La última vez que lo comprobé, lo era.
—Pareces extrañamente fascinada con el despertar para ser una seguidora de Austre. —Habló con los ojos cerrados, mientras apoyaba la cabeza contra la puerta.
—No soy muy buena idriana —repuso ella, sentándose—. Ya no. Bien puedo aprender a utilizar lo que tengo.
Vasher asintió.
—Muy bien. Nunca he comprendido por qué el austrismo dio de pronto la espalda al despertar.
—¿De pronto?
Él asintió, los ojos todavía cerrados.
—No era así antes de la Multiguerra.
—¿De veras?
—Claro.
A menudo hablaba de esa forma, mencionando cosas que a ella le parecían inverosímiles, pero diciéndolas como si supiera exactamente de qué estaba hablando. Ninguna conjetura. Ninguna vacilación. Como si lo supiera todo. Ella comprendía por qué a veces a Vasher le resultaba difícil congeniar con la gente.
—Muy bien —dijo él, abriendo los ojos—. ¿Te comiste todo el calamar?
Ella asintió.
—¿Eso es lo que era?
—Sí —contestó él, abriendo su mochila y sacando otro trozo de carne seca. La alzó—. ¿Quieres más?
Ella se sintió asqueada.
—No, gracias.
Él se detuvo al ver la expresión de sus ojos.
—¿Qué? ¿Te he dado una pieza mala?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué, entonces?
—No es nada.
Él alzó una ceja.
—Ya digo que no es nada. —Vivenna apartó la mirada—. Es que no me gusta mucho el pescado.
—¿No? Pues llevo dándote pescado cinco días seguidos.
Ella asintió en silencio.
—Te lo comes siempre.
—Dependo de tu comida. No voy a quejarme de lo que me das.
Él frunció el ceño, dio un mordisco al calamar y empezó a masticar. Todavía vestía sus ropas desgarradas, casi harapientas, pero Vivenna llevaba con él lo suficiente para saber que las mantenía limpias. Obviamente tenía recursos para comprar ropas nuevas, pero prefería llevar las viejas. También llevaba la misma barba descuidada. Nunca parecía crecer, pero ella nunca lo había visto recortarla o afeitarla. ¿Cómo conseguía mantenerla en la medida justa? ¿Era intencionado?