«Desenváiname… —parecía decir una voz dentro de la cabeza de Vivenna—. Mátalos…»
Algunos hombres se retorcían todavía en el suelo, Vasher empezó a extraer la hoja. Era completamente negra y parecía absorber la luz del fuego.
«Esto no es bueno», pensó Vivenna.
—¡Vasher! —gritó—. ¡Vasher, la niña no quiere venir conmigo!
Él se detuvo y la miró, los ojos vidriosos.
—Los has derrotado, Vasher. No hace falta desenvainar la espada.
«Sí… sí, hace falta…»
Vasher parpadeó y por fin la vio. Volvió a envainar a Sangre Nocturna, sacudió la cabeza y fue hacia Vivenna. Le dio una patada a un cuerpo al pasar, arrancando un gemido.
—Monstruos incoloros —susurró, asomándose a la jaula. Ya no parecía más grande, y ella decidió que lo que había visto debía de haber sido una ilusión óptica. Introdujo las manos en la jaula. Y, extrañamente, la niña acudió a él de inmediato, se agarró a su pecho y lloró. Vivenna se quedó sorprendida. Vasher cogió a la niña en brazos, con lágrimas también él en los ojos.
—¿La conoces? —preguntó Vivenna.
Él negó con la cabeza.
—Conozco a Nanrovah, y sé que tenía hijos pequeños, pero nunca he visto a ninguno de ellos.
—¿Entonces cómo? ¿Por qué acude a ti?
Él no respondió.
—Vamos —dijo—. Pueden venir más hombres.
Parecía que casi deseaba que eso sucediera. Se volvió hacia el túnel de salida, y Vivenna lo siguió.
* * *
Se dirigieron a uno de los barrios ricos de T'Telir. Vasher no habló mucho mientras caminaban, y la niña se mostró aún más silenciosa. A Vivenna le preocupaba el estado mental de la pequeña. Obviamente había pasado un par de meses muy duros.
Pasaron de las chabolas a las casas de vecindad y luego a mansiones en calles adornadas con árboles y farolas encendidos. Vasher se detuvo y soltó a la chiquilla.
—Niña —dijo—, voy a decirte unas palabras. Quiero que las repitas. Repítelas, y lo digo en serio.
La niña lo miró con expresión ausente y asintió levemente.
Vasher miró a Vivenna.
—Apártate.
Ella abrió la boca para objetar, pero se lo pensó mejor. Se retiró unos pasos. Por fortuna, Vasher estaba junto a una farola encendida, y ella podía verlo bien. Le habló a la niña pequeña, y la pequeña le contestó.
Después de abrir la jaula, Vivenna había recuperado el aliento del hilo. No lo había almacenado en ninguna parte. Y, con la conciencia extra que tenía, le pareció ver algo. El aura biocromática de la niña, la normal que tenía todo el mundo, fluctuó ligeramente.
Fue débil. Sin embargo, gracias a la Primera Elevación, Vivenna pudo haber jurado que la veía.
«Pero Denth me dijo que era todo o nada —pensó—. Tienes que dar todo el aliento que contienes. Y desde luego no puedes dar parte de un aliento.» Sin embargo, tal como había quedado demostrado, Denth era un mentiroso.
Vasher se incorporó, y volvió a coger a la niña en brazos. Vivenna se acercó y le sorprendió oírla hablar.
—¿Dónde está papi? —preguntó.
Vasher no respondió.
—Estoy sucia —añadió la niña, mirándose—. A mami no le gusta que esté sucia. Mi vestido también está sucio.
Vasher echó a andar. Vivenna lo alcanzó rápidamente.
—¿Vamos a casa? —preguntó la niña—. ¿Dónde hemos estado? Es tarde. No debería estar en la calle. ¿Quién es esa mujer?
«No recuerda —se dijo Vivenna—. No recuerda dónde ha estado… probablemente no recuerda nada de toda la experiencia.»
Vivenna miró de nuevo a Vasher, que caminaba con su barba descuidada, los ojos al frente, cogiendo a la niña con una mano. Y Sangre Nocturna en la otra. Se dirigió al portón de una mansión y lo abrió de una patada. Entró en el jardín y Vivenna lo siguió, nerviosa.
Dos perros guardianes empezaron a ladrar. Aullaron y gruñeron, acercándose. Vivenna dio un respingo. Sin embargo, en cuanto vieron a Vasher, se tranquilizaron y empezaron a menear la cola, y uno de ellos trató de lamerle las manos.
«En nombre de los Colores, ¿qué está pasando aquí?»
Algunas personas empezaban a congregarse delante de la mansión, portando faroles y tratando de ver cuál era la causa de los ladridos. Uno vio a Vasher, le dijo algo a los demás, y todos se marcharon. Cuando Vivenna y Vasher llegaron al porche, un hombre había aparecido en la puerta. Llevaba un camisón blanco y lo protegían un par de soldados. Se adelantaron para bloquearle el paso a Vasher, pero el del camisón se coló entre ellos, exclamando emocionado. Lloró al coger a la niña de manos de Vasher.
—Gracias —susurró—. Gracias.
Vivenna permaneció en silencio, en segundo plano. Los perros continuaron lamiendo las manos de Vasher, aunque evitaban a Sangre Nocturna.
El hombre abrazó a la niña hasta que por fin la entregó a una mujer que acababa de salir: la madre de la pequeña, supuso Vivenna. La mujer soltó un grito de alegría y cogió a la niña.
—¿Por qué la has devuelto? —dijo el hombre, mirando a Vasher.
—Los que se la llevaron han sido castigados —respondió con voz tranquila—. Es todo lo que debería importar ahora.
El hombre entornó los ojos.
—¿Te conozco, forastero?
—Nos hemos visto. Te pedí que argumentaras en contra de la guerra.
—¡Es verdad! No tenías que animarme. Pero cuando me quitaron a Misel… tuve que guardar silencio sobre lo sucedido, tuve que cambiar mis argumentos, o la matarían.
Vasher se dio media vuelta y echó a andar por el sendero.
—Coge a tu hija y ponla a salvo —dijo, volviéndose—. Y asegúrate de que este reino no emplee a sus sinvidas para una matanza.
El hombre asintió, todavía sollozando.
—Sí, sí. Por supuesto. Gracias. Muchas gracias.
Vasher continuó andando. Vivenna corrió tras él, mirando a los perros.
—¿Cómo has conseguido que dejaran de ladrar?
Él no respondió.
Vivenna se volvió para contemplar la mansión.
—Te has redimido —dijo él en voz baja, al atravesar las oscuras puertas.
—¿Qué?
—Secuestrar a la niña es algo que Denth habría hecho aunque no hubieras venido a T'Telir. Yo no la habría encontrado nunca. Denth trabaja con muchas bandas de ladrones, y me pareció que el robo tenía por único motivo interrumpir los suministros. Como todos los demás, ignoré el carruaje. —Se detuvo para mirar a Vivenna—. Le has salvado la vida a la niña.
—Por casualidad —contestó ella. No podía verse el pelo en la oscuridad, pero notó que enrojecía.
—Da igual.
Vivenna sonrió, pues el cumplido la afectaba intensamente.
—Gracias.
—Lamento haber perdido la calma —dijo él—. Allá en el cubil. Se supone que un guerrero debe estar tranquilo. Cuando combates o libras un duelo, no puedes dejar que la ira te domine. Por eso nunca he sido un buen duelista.
—Hiciste el trabajo —respondió ella—, y Denth ha perdido otro peón. —Salieron a la calle—. Aunque —añadió—, ojalá no hubiera visto esta lujosa mansión. No mejora mi opinión sobre los sacerdotes de Hallandren.
Vasher sacudió la cabeza.
—El padre de Nanrovah fue uno de los mercaderes más ricos de la ciudad. El hijo se dedicó a servir a los dioses por gratitud. No cobra por su servicio.
Vivenna vaciló.
—Oh.
Vasher se encogió de hombros.
—Siempre es fácil echar la culpa a los sacerdotes. Son chivos expiatorios muy convenientes: después de todo, cualquiera que tenga una creencia fuerte distinta a la de uno, es tachado de loco fanático o mentiroso manipulador.
Vivenna volvió a ruborizarse.
Él se detuvo y se volvió hacia ella.
—Lo siento —dijo—. No pretendía decirlo de esa forma. —Se dio media vuelta y siguió caminando—. Ya te dije que no soy bueno en esto.
—No importa. Me estoy acostumbrando.
Él asintió en la oscuridad, como distraído.
«Es un buen hombre —pensó Vivenna—. O, al menos, un hombre que intenta ser bueno.» Una parte de ella se sintió como una tonta por hacer un nuevo juicio de valor.
Sin embargo, sabía que no podía vivir ni interactuar con nadie sin hacer algunos juicios. Así que juzgaba a Vasher. No es que hubiera juzgado a Denth, que había dicho cosas divertidas y le había mostrado lo que ella esperaba ver. Juzgaba a Vasher por lo que le veía hacer: llorar por una niña cautiva; devolverle esa niña a su padre, su única recompensa una oportunidad para hacer un burdo gesto por la paz; vivir sin apenas dinero; empeñarse en impedir una guerra.
Era duro, brutal, y tenía un temperamento terrible. Pero era un buen hombre. Y, caminando junto a él, ella se sintió a salvo por primera vez en semanas.
—Y así cada uno tenemos veinte mil —dijo Encendedora, caminando junto a Sondeluz por el sendero de piedra que rodeaba el anfiteatro.
—Sí —respondió él.
Sus sacerdotes, ayudantes y sirvientes los seguían como un santo rebaño, aunque los dioses habían rechazado palanquines o quitasoles. Caminaban solos, el uno al lado del otro. Sondeluz de rojo y dorado. Encendedora, por una vez, con una túnica que la cubría decentemente.
«Es sorprendente lo atractiva que está vestida así, cuando se toma su tiempo para respetarse a sí misma», pensó él. No estaba seguro de por qué no le gustaban sus provocadores atuendos. Tal vez había sido un mojigato en su vida anterior.
O tal vez lo era ahora. Sonrió tristemente para sí. «¿Cómo puedo echarle la culpa a mi antiguo yo? Ese hombre está muerto. No fue él quien se implicó en la política del reino.»
El anfiteatro se estaba llenando y, curiosamente, todos los dioses estaban presentes. Sólo Amaclima llegaba tarde, pero era a menudo impredecible.
«Se avecinan acontecimientos importantes —pensó Sondeluz—. Llevan años preparándose. ¿Por qué debería estar yo en el centro?»
Sus sueños de la noche anterior habían sido muy extraños. Finalmente, ninguna visión de guerra. Sólo la luna. Y unos pasadizos extraños y retorcidos. Como… túneles.
Muchos dioses asintieron respetuosos cuando pasó ante sus pabellones; aunque, cierto, unos cuantos torcieron el gesto, y unos pocos lo ignoraron. «Qué extraño sistema de gobierno —pensó—. Inmortales que sólo duran una década o dos… y que nunca han visto el mundo exterior. Y, sin embargo, la gente confía en nosotros.»
—Creo que deberíamos compartir las órdenes de mando, Sondeluz —dijo Encendedora—. Para que cada uno tenga las cuatro, por si acaso.
Él no respondió.
Ella se apartó, mirando a la gente con sus coloridos ropajes, sentados en los bancos y asientos.
—Vaya, vaya, cuánto público —dijo—. Y tan pocos me prestan atención. Bastante grosero por su parte, ¿no te parece?
Sondeluz se encogió de hombros.
—Oh, muy bien. Tal vez están sólo… ¿qué sería? ¿Aturdidos, anonadados o atontados?
Él sonrió débilmente, recordando su conversación de unos meses antes. El día en que todo empezó. Encendedora lo miró, con ansia en los ojos.
—Ciertamente —dijo Sondeluz—. O tal vez sólo te ignoran. Para hacerte un cumplido.
Ella sonrió.
—¿Y cómo, exactamente, ignorarme me hace un cumplido?
—Consigue que te indignes. Y todos sabemos que es así cuando estás en mejor forma.
—¿Te gusta mi forma, entonces?
—Tiene sus usos. Lamentablemente, no puedo hacerte un cumplido ignorándote como hacen los otros. Verás, sólo ignorándote verdadera y sinceramente tendrías el cumplido pretendido. Y yo soy incapaz de ignorarte. Pido disculpas.
—Ya veo. Me siento halagada. Creo. Pareces muy bueno ignorando algunas cosas. Tu propia divinidad. Los buenos modales. Mis argucias femeninas.
—No se puede decir que emplees argucias, querida. Un hombre que recurre a las argucias es el que lucha con una daga pequeña cuidadosamente escondida para situaciones de emergencia. Tú eres más bien como el tipo que aplasta a su oponente con un bloque de piedra. De todas formas, tengo otro método de tratar contigo, un método que te resultará bastante halagador.
—Lo dudo.
—Deberías tener más fe en mí —dijo él con un suave gesto con la mano—. Soy un dios. En mi divina sabiduría, me he dado cuenta de que la única forma de hacerle justicia a alguien como tú, Encendedora, es ser mucho más atractivo, inteligente e interesante que tú.
Ella bufó.
—Bien, pues entonces me siento insultada por tu presencia.
—Touche —dijo Sondeluz.
—¿Vas a explicar por qué consideras que competir conmigo es la forma más sincera de halagarme?
—Pues claro que sí. Querida mía, ¿me has visto alguna vez hacer una declaración inflamadoramente ridícula sin proporcionar una explicación igualmente ridícula que la sustente?
—Por supuesto que no —reconoció ella—. Eres exhaustivo en tu lógica inventada y autorreferencial.
—Soy bastante excepcional en ese aspecto.
—Indudablemente.
—Como decía —alzó un dedo—, al ser mucho más sorprendente que tú, incito a la gente a ignorarte a ti y a prestarme atención a mí. Eso, a su vez, te incita a mostrar tu habitual personalidad encantadora, con tus pequeños berrinches y tu aspecto exacerbadamente seductor, para llamar la atención sobre ti. Y, como explicaba, es entonces cuando resultas más majestuosa. Por tanto, el único modo de asegurarnos de que recibas la atención que mereces es apartar de ti toda la atención. Es bastante difícil. Espero que agradezcas todo el trabajo que hago para resultar tan encantador.
—Déjame asegurarte que lo aprecio. De hecho, lo aprecio tanto que me gustaría concederte un respiro. Puedes dar marcha atrás. Soportaré la horrible carga de ser la más maravillosa de los dioses.
—No podría permitirlo.
—Pero si tú eres demasiado maravilloso, querido, destruirás por completo tu imagen.
—Esa imagen se está volviendo un poco cansina, de todas formas. Llevo tiempo buscando ser el más perezoso de los dioses, pero me doy cuenta de que la tarea me supera. Los demás son mucho más deliciosamente inútiles que yo. Sólo fingen no ser conscientes de ello.
—¡Sondeluz! ¡Podría decirse que pareces celoso!
—También podría decirse que mis pies huelen a guayaba. Sólo que el hecho de que pueda decirse no significa que sea relevante.
Ella se echó a reír.
—Estás en tu salsa.
—¿De verdad? Creí que estábamos en T'Telir. ¿Cuándo nos mudamos?
Ella alzó un dedo.
—Ese chiste ha sido malo.