Él la miró a los ojos y echó a correr, huyendo de la sala.
—¡En nombre de todos los Colores! ¿Qué…? —exclamó Treledees.
Siri lo ignoró y miró al rey-dios.
—Tuviste razón todo el tiempo —le dijo—. Tendríamos que haber confiado en tus sacerdotes.
—Receptáculo, ¿qué pasa? —inquirió Treledees, acercándose.
—No podemos ir por ahí —dijo Siri—. Dedos Azules nos conducía a una trampa.
El sumo sacerdote abrió la boca para responder, pero ella lo miró severamente y volvió su pelo rojo, el color de la ira. Dedos Azules la había traicionado. La única persona en la que creía poder confiar.
—Iremos a las puertas delanteras, entonces —dijo Treledees, echando un vistazo a su penoso grupo de sacerdotes y soldados heridos—. Y trataremos de abrirnos paso.
* * *
A Vivenna le resultó sencillo encontrar el sitio que había mencionado el mendigo. El edificio, una casa de vecindad en los suburbios, estaba rodeado de mirones, a pesar de la hora tan temprana. La gente susurraba, hablando de espíritus y muerte y fantasmas del mar. Vivenna se detuvo en el perímetro, tratando de ver qué atraía su atención.
Los muelles quedaban a su izquierda, donde el mar olía a salitre. Los suburbios de los muelles, donde muchos estibadores bebían y vivían, eran una pequeña sección de edificios amontonados entre astilleros y almacenes. ¿Por qué habría ido Vasher allí? Planeaba visitar la Corte de los Dioses. Por lo que ella pudo discernir, habían asesinado a alguien en el edificio ante el cual se había formado la multitud.
La gente susurraba sobre espectros y fantasmas de Kalad. Vivenna sacudió la cabeza. Eso no era lo que estaba buscando. Tendría que…
«¿Vivenna?» La voz era débil, pero ella pudo oírla. Y reconocerla.
—¿Sangre Nocturna? —susurró.
«Vivenna. Ven por mí.»
Ella se estremeció. Quiso darse media vuelta y echar a correr, pues incluso pensar en la espada resultaba nauseabundo. Sin embargo, Vasher la llevaba consigo. Así pues, estaba en el lugar adecuado.
Los mirones hablaban de un asesinato. ¿Era Vasher la víctima?
Preocupada, Vivenna se abrió paso entre la gente, ignorando los gritos de que se quedara atrás. Subió las escaleras, cruzando puerta tras puerta. En su prisa, casi pasó por alto el humo negro que brotaba por debajo de una de ellas.
Se detuvo. Entonces, inspirando profundamente, la abrió y entró.
La habitación era un desastre, el suelo cubierto de basura, los muebles desvencijados y gastados. En el suelo yacían cuatro cadáveres. Sangre Nocturna estaba clavada en el pecho de uno de ellos, un viejo de rostro correoso que yacía de lado, los ojos inertes muy abiertos.
«¡Vivenna! —dijo la espada, jubilosa—. Me has encontrado. Qué emoción. Intenté que me llevaran a la Corte de los Dioses, pero no salió bien. El viejo me desenvainó un poquito. Está bien, ¿no?»
Ella cayó de rodillas, asqueada.
«¿Vivenna? Lo hice bien, ¿no? Vara Treledees me arrojó al océano, pero conseguí salir. Estoy muy satisfecha. Deberías decirme que lo hice bien.»
Ella no respondió.
«Oh. Y Vasher está herido, creo. Deberíamos ir a buscarlo.»
Ella alzó la cabeza.
—¿Dónde? —preguntó, sin saber a ciencia cierta si la espada podría siquiera oírla.
«En el palacio del rey-dios. Fue a rescatar a tu hermana. Creo que le gustas, aunque dice que no. Dice que eres un incordio.»
Vivenna parpadeó.
—¿Siri? ¿Fuisteis en busca de Siri?
«Sí, pero Vara Treledees nos detuvo.»
—¿Quién es ese? —preguntó Vivenna, frunciendo el ceño.
«Tú lo llamas Denth. Es el hermano de Shashara. Me pregunto si ella está aquí también. No comprendo por qué me arrojó al agua. Creía que le gustaba.»
—Vasher… —dijo ella, poniéndose en pie, sintiéndose mareada por la influencia de la espada. Vasher había caído ante Denth. Se estremeció, recordando la ira en la voz de Denth cuando hablaba de Vasher. Apretó los dientes y cogió una manta sucia del burdo lecho y envolvió con ella a Sangre Nocturna para no tener que tocarla.
«Puagg —dijo la espada—. No hagas eso. Hice que el viejo me limpiara después de sacarme del agua.»
Vivenna la ignoró y consiguió levantarla sintiendo sólo una leve náusea. Entonces se marchó en dirección a la Corte de los Dioses.
* * *
Sondeluz estaba sentado, contemplando las piedras que tenía delante. Un hilillo de sangre de Encendedora corría por una grieta en la roca.
—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar. Se acercó a los barrotes entre las jaulas.
Sondeluz no respondió.
—Lo siento. No tendría que haber gritado.
—¿De qué sirve ser dios? —susurró Sondeluz.
Silencio. Los faroles fluctuaban a cada lado de la pequeña cámara. Nadie se había llevado el cadáver de Encendedora, aunque habían dejado a un par de sacerdotes y sinvidas para vigilar a Sondeluz. Todavía lo necesitaban, por si había mentido respecto a las frases de mando.
No lo había hecho.
—¿Qué? —preguntó Llarimar por fin.
—¿De qué sirve? No somos dioses. Los dioses no mueren así. Un cortecito. Ni siquiera tan ancho como mi palma.
—Lo siento. Era una buena mujer, incluso entre los dioses.
—No era una diosa. Ninguno de nosotros lo somos. Esos sueños son mentiras, si me condujeron a esto. Siempre he sabido la verdad, pero nadie presta atención a lo que digo. ¿No deberían escuchar a quien adoran? ¿Sobre todo si les estás diciendo que no te adoren?
—Yo… —Llarimar parecía confundido.
—Tendrían que haberlo visto —susurró Sondeluz—. ¡Tendrían que haber visto lo que soy de verdad! Un idiota. No un dios, sino un escriba. ¡Un pequeño escriba tonto a quien se le permitió jugar a dios durante unos años! Un cobarde.
—No eres ningún cobarde.
—No fui capaz de salvarla. No pude hacer nada. Tan sólo me quedé inmóvil y grité. Tal vez si hubiera sido más valiente, me habría unido a ella y habría tomado el mando de los ejércitos. Pero vacilé. Y ahora está muerta.
Silencio.
—Fuiste escriba —dijo Llarimar en voz baja en medio del aire húmedo—. Y uno de los mejores hombres que he conocido. Eras mi hermano.
Sondeluz alzó la cabeza.
Llarimar miró entre los barrotes, contemplando los faroles que colgaban del pelado muro de piedra.
—Yo era sacerdote, incluso entonces. Trabajaba en el palacio de Alasamables el Sincero. Vi cómo mentía para jugar a la política. Cuanto más permanecía en su palacio, más flaqueaba mi fe.
Guardó silencio un momento, luego alzó la cabeza.
—Y entonces falleciste. Intentando rescatar a mi hija. Ésa es la muchacha que ves en tus visiones, Sondeluz. La descripción es perfecta. Era tu sobrina favorita. Lo sería todavía, supongo, si tú no hubieras… —Sacudió la cabeza—. Cuando te encontramos muerto, perdí la esperanza. Iba a dimitir de mi puesto. Me arrodillé ante tu cuerpo, llorando. Y entonces, los Colores empezaron a brillar. Levantaste la cabeza, tu cuerpo cambió, se hizo más grande, los músculos más fuertes… Lo supe en ese momento. Supe que si un hombre como tú era elegido para retornar, un hombre que había muerto para salvar a otra persona, entonces los Tonos Iridiscentes eran verdaderos. Las visiones eran verdaderas. Y los dioses también. Me devolviste la fe, Stennimar.
Miró a Sondeluz a los ojos.
—Eres un dios. Para mí, al menos. No importa lo fácilmente que se te pueda matar, cuánto aliento tengas o cuál sea tu aspecto. Tiene que ver con lo que eres y lo que significas.
—Hay combate en las puertas delanteras, excelencia —dijo un soldado ensangrentado—. Los insurgentes luchan entre sí allí. Tal vez… tal vez podamos pasar.
Siri sintió una punzada de alivio. Por fin algo salía bien.
Treledees se volvió hacia ella.
—Si podemos llegar a la ciudad, la gente apoyará a su rey-dios. Deberíamos estar a salvo allí.
—¿De dónde han sacado tantos sinvida? —preguntó Siri.
Treledees sacudió la cabeza. Se habían detenido en una sala casi al final del palacio, desesperados e inseguros. Atravesar las fortificaciones Pahn Kahl de la Corte de los Dioses iba a resultar difícil.
Siri miró a Susebron. Sus sacerdotes lo trataban como a un niño: le ofrecían respeto, pero ni se les ocurría consultar su opinión. Por su parte, él permanecía de pie, la mano apoyada en su hombro. Ella veía pensamientos e ideas detrás de sus ojos, pero no tenía nada con que escribir para comunicárselo.
—Receptáculo —dijo Treledees—. Tienes que saber una cosa.
Ella lo miró.
—Dudo en mencionar esto, ya que no eres sacerdote. Pero… si tú sobrevives y nosotros no…
—Habla —ordenó ella.
—No puedes engendrar un hijo del rey-dios. Como todos los Retornados, es incapaz de tener hijos. Aún no hemos descubierto cómo consiguió el Primer Retornado tener un hijo hace tantísimos años. De hecho…
—Ni siquiera creéis que lo hiciera —repuso ella—. Creéis que el linaje real es una invención.
«Pues claro que los sacerdotes discuten que el linaje real venga del Primer Retornado —pensó—. No querrían dar ninguna credibilidad a la reclamación de Idris al trono.»
Treledees se ruborizó.
—Lo que importa es lo que la gente cree. De cualquier forma, nosotros… tenemos un niño.
—Ya —repuso Siri—. Un niño retornado al que vais a convertir en el próximo rey-dios.
Él la miró, sorprendido.
—¿Lo sabes?
—Planeáis matarlo, ¿no? —susurró ella—. ¡Quitarle el aliento a Susebron y dejarlo para que muera!
—¡Colores, no! —dijo Treledees, escandalizado—. ¿Cómo… cómo puedes pensar eso? ¡No, nunca haríamos una cosa así! Receptáculo, el rey-dios sólo tiene que entregar el tesoro de aliento que contiene, invistiéndolo en el siguiente rey-dios, y luego puede vivir el resto de su vida, tanto como desee, en paz. Cambiamos de reyes-dioses cada vez que retorna un niño. Es nuestra señal de que el vigente rey-dios ha cumplido con su deber, y debe permitírsele vivir el resto de su vida sin soportar sus terribles cargas.
Ella lo miró, escéptica.
—Eso es una tontería, Treledees. Si el rey-dios entrega su aliento, morirá.
—No; hay un modo.
—Se supone que eso es imposible.
—En absoluto. Piénsalo. El rey-dios tiene dos fuentes de aliento. Una es innata, su aliento divino, lo que lo convierte en retornado. La otra es el aliento que se le entrega como el Tesoro de Dalaz, cincuenta mil alientos. Ésos puede usarlos como haría cualquier despertador, siempre que tenga cuidado con las órdenes que utiliza. También podría sobrevivir fácilmente como retornado sin eso. Cualquier dios podría hacer lo mismo, si ganaran aliento más allá del aliento semanal que los mantiene. Los consumirían al ritmo de uno por semana, por supuesto, pero podrían acumularlos y usar los extras mientras tanto.
—Pero les impedís saberlo —dijo Siri.
—No de manera específica —contestó el sacerdote, desviando la mirada—. ¿Por qué debían los Retornados preocuparse por el despertar? Tienen todo lo que necesitan.
—Excepto conocimiento. Los mantenéis en la ignorancia. No me sorprende que les hayáis cortado a todos la lengua para ocultar vuestros preciosos secretos.
Treledees la miró con expresión dura.
—Sigues juzgándonos. Hacemos lo que hacemos porque es lo que tenemos que hacer, Receptáculo. El poder que él detenta con ese Tesoro, cincuenta mil alientos, podría destruir reinos. Es un arma demasiado grande: se nos encargó como única misión divina mantenerlo a salvo y no permitir que se utilizara. Si el ejército de Kalad regresa alguna vez de donde fue exiliado, nosotros…
Escucharon ruido en la habitación de al lado. Treledees se volvió, preocupado, y la presión de Susebron sobre el hombro de Siri aumentó.
Ella urgió al sacerdote.
—Treledees, necesito saberlo. ¿Cómo? ¿Cómo puede Susebron entregar su aliento? ¡No puede pronunciar ninguna orden!
—Yo…
Treledees fue interrumpido por un grupo de sinvidas que irrumpieron por una puerta. Le gritó que huyera, pero otro grupo de criaturas llegó por el otro lado. Siri maldijo, agarró a Susebron de la mano, tiró de él hacia otra puerta. La abrió.
Dedos Azules estaba al otro lado. La miró a los ojos, el rostro sombrío. Los sinvida lo acompañaban.
Siri sintió una punzada de terror y retrocedió. Los sonidos de lucha llegaban de detrás, pero estaba demasiado concentrada en los sinvida que avanzaban hacia ellos. El rey-dios dejó escapar un aullido de ira, sin lengua y sin palabras.
Y entonces los sacerdotes aparecieron. Se arrojaron contra los sinvida, tratando de repelerlos, intentando desesperadamente proteger a su rey-dios. Siri se agarró a su marido en la habitación rojiza, viendo cómo los sacerdotes eran masacrados por aquellos guerreros de caras grises carentes de emociones. Un sacerdote tras otro se interpuso en su camino, algunos con armas, otros simplemente agitando los brazos en un intento sin esperanza. Vio a Treledees apretar los dientes, el terror en los ojos mientras echaba a correr, intentando derribar a un sinvida. Murió como los otros. Sus secretos murieron con él.
Los sinvida pasaron por encima de los cadáveres. Susebron empujó a Siri tras él, los brazos temblando mientras retrocedían contra una pared, enfrentados a los ensangrentados monstruos. Los sinvida finalmente se detuvieron, y Dedos Azules se abrió paso hasta ella.
—Y ahora, Receptáculo, creo que íbamos a alguna parte.
* * *
—Lo siento, señorita —dijo el guardia, alzando una mano—. El acceso a la Corte de los Dioses está prohibido.
Vivenna apretó los dientes.
—Esto es inaceptable —replicó—. ¡Tengo que presentarme ante la diosa Madretodos de inmediato! ¿Es que no ves cuántos alientos tengo? ¡No soy alguien a quien puedas rechazar!
Los guardias permanecieron firmes. Había dos docenas en las puertas, deteniendo a todos los que querían entrar. Vivenna se dio media vuelta. Fuera lo que fuese que Vasher había hecho la noche anterior, al parecer había causado bastante revuelo. La gente se apiñaba ante las puertas, exigiendo respuestas, preguntando si algo iba mal. Vivenna se abrió paso entre ellos, alejándose de las puertas.
«Ve por el lado —aconsejó la espada—. Vasher nunca pregunta si puede entrar. Simplemente, entra.»
Vivenna miró hacia el lado de la llanura. Había un breve saliente rocoso que rodeaba la muralla externa. Con los guardias tan distraídos con la gente que quería entrar…