Vasher se arrodilló, el brazo retorciéndose. Las venas negras de su piel se evaporaron lentamente. Apenas le quedaba aliento para alcanzar la Primera Elevación. Unos segundos más, y Sangre Nocturna habría absorbido el resto. Sacudió la cabeza, tratando de despejar su visión.
Algo cayó al suelo ante él. Una espada de duelos. Vasher alzó la cabeza.
—Levántate —dijo Denth, mirándolo con odio—. Vamos a terminar lo que empezamos.
Dedos Azules condujo a Siri, sujeta por varios sinvida, a la tercera planta del palacio. La última planta. Entraron en una sala lujosamente decorada con ricos colores, incluso para Hallandren. Los guardias sinvida que allí había los dejaron pasar, inclinando la cabeza ante Dedos Azules.
«Todos los sinvida de la ciudad están controlados por Dedos Azules y sus escribas —pensó Siri—. Y antes los escribas tenían gran poder sobre la burocracia y el funcionamiento del reino. ¿No se dieron cuenta los hallandrenses de que se estaban condenando al relegar a la gente de Pahn Kahl a puestos tan inferiores y, sin embargo, tan importantes?»
—Mi pueblo no caerá en esta trampa —dijo Siri mientras la empujaban hacia la habitación—. No lucharán contra Hallandren. Se retirarán por los pasos. Se refugiarán en los valles de montaña o en uno de los reinos exteriores.
En la habitación había un negro bloque de piedra en forma de altar. Siri frunció el ceño. Un grupo de sinvidas entró en la sala, llevando los cadáveres de varios sacerdotes. Vio el cuerpo de Treledees entre ellos.
«¿Qué significa esto?», pensó.
Dedos Azules se volvió hacia ella.
—Nos aseguraremos de que estén furiosos —dijo—. Confía en mí. Cuando esto acabe, princesa, Idris luchará hasta que Hallandren o ella misma quede destruida.
* * *
Arrojaron a alguien a la celda situada junto a la de Sondeluz. Con ojos cansados, despreocupado, echó un vistazo. Otro retornado. ¿A cuál de los dioses habían hecho cautivo ahora?
«El rey-dios —pensó—. Interesante.»
Inclinó de nuevo la cabeza. ¿Qué importaba? Le había fallado a Encendedora. Les había fallado a todos. Los ejércitos sinvida probablemente marchaban ya hacia Idris. Hallandren e Idris lucharían y los de Pahn Kahl tendrían su venganza. Había tardado trescientos años en producirse.
* * *
Vasher se levantó con dificultad. Empuñó con mano débil la espada de duelos, mirando a Denth, todavía aturdido por haber usado a Sangre Nocturna.
El pasillo negro vacío estaba ahora abierto alrededor de ellos. Vasher había destruido varias paredes. Era sorprendente que el techo no hubiera caído.
El suelo estaba cubierto de cadáveres, resultado de las luchas cuando los hombres de Denth tomaron el palacio.
—Te dejaré morir fácilmente —dijo Denth, alzando su espada—. Sólo dime la verdad. Nunca venciste a Arsteel en duelo, ¿verdad?
Vasher levantó también su espada. Los cortes, el dolor en el brazo, el agotamiento por llevar despierto tanto tiempo… todo le estaba pasando factura. La adrenalina sólo podía llevarlo hasta un punto, y ni siquiera su cuerpo podía soportar tanto. No respondió.
—Como quieras —dijo Denth, y atacó.
Vasher retrocedió, obligado a defenderse. Denth siempre había sido mejor espadachín. Vasher era mejor investigando, pero ¿de qué le había servido? Descubrimientos que habían causado la Multiguerra, un ejército de monstruos que había matado a mucha gente.
Luchó. Luchó bien, lo sabía, considerando lo cansado que estaba. Pero sirvió de poco. Denth le atravesó el hombro izquierdo: su lugar favorito para la primera estocada. Eso hacía que su oponente siguiera luchando, herido, y le procuraba diversión.
—Nunca derrotaste a Arsteel —susurró malévolamente.
* * *
—Vais a matarme en el altar —dijo Siri, en medio de aquella extraña sala, retenida por los sinvida. A su alrededor, otros sinvidas colocaban cadáveres en el suelo. Sacerdotes—. No tiene sentido, Dedos Azules. No sigues su religión. ¿Por qué haces esto?
El escriba se hallaba a un lado, empuñando un cuchillo. Ella vio la vergüenza en sus ojos.
—Dedos Azules —dijo, obligando a su voz a permanecer serena, a su pelo a seguir negro—. Dedos Azules, no tienes que hacer esto.
Él finalmente la miró.
—Después de lo que ya he hecho, ¿crees que una muerte más significa algo para mí?
—Después de todo lo que has hecho, ¿crees de verdad que una muerte más importará para tu causa?
Él miró el altar.
—Sí —respondió—. Sabes cómo murmuran los idrianos acerca de las cosas que suceden en la Corte de los Dioses. Tu pueblo odia y recela de los sacerdotes de Hallandren: hablan de asesinatos cometidos en oscuros altares en los recovecos de los palacios. Bien, vamos a dejar que un grupo de esos mercenarios idrianos vea esto, cuando hayas muerto. Les mostraremos que llegamos demasiado tarde para salvarte, que los retorcidos sacerdotes ya te habían matado en uno de sus profanos altares. Les enseñaremos a los sacerdotes que matamos intentando salvarte.
»Los idrianos de la ciudad se rebelarán. Están a punto de hacerlo de todas formas: tenemos que darte las gracias por eso. La ciudad se hundirá en el caos, y habrá una matanza como no se ha visto desde la Multiguerra cuando los hallandrenses maten a los campesinos idrianos para mantener el orden. Los idrianos supervivientes regresarán a su tierra para contar la historia. Harán saber a todos que los hallandrenses sólo querían a una princesa de sangre real para poder sacrificarla a su rey-dios. Es exagerado y estúpido pensar que los hallandrenses harían realmente una cosa así, pero a veces las historias más descabelladas son las que más se creen, y los idrianos aceptarán ésta. Sabes que lo harán.
Era verdad. Siri había oído historias similares desde la infancia. Hallandren era un sitio remoto para su pueblo: amenazante, extraño. Se debatió, aún más preocupada.
Dedos Azules volvió a mirarla.
—Lo siento de verdad.
* * *
«No soy nada —pensó Sondeluz—. ¿Por qué no pude salvarla? ¿Por qué no pude protegerla?»
Lloraba de nuevo. Extrañamente, alguien más lo hacía. El hombre enjaulado cerca de él. El rey-dios. Susebron gemía de frustración, golpeando los barrotes de su jaula. Sin embargo, no hablaba ni insultaba a sus captores.
«¿Por qué será que no dice nada?», pensó Sondeluz.
Unos hombres se acercaron a la celda del rey-dios. Hombres de Pahn Kahl, armados. Sus expresiones eran sombrías.
«Eres un dios», las palabras de Llarimar todavía lo desafiaban. El sumo sacerdote yacía en su propia jaula, a la izquierda de Sondeluz, los ojos cerrados contra los terrores que los rodeaban.
«Eres un dios. Para mí, al menos.»
Sondeluz sacudió la cabeza. «No. ¡No soy nada! No soy un dios. Ni siquiera soy un buen hombre.»
«Lo eres para mí…»
El agua salpicó contra él. Sondeluz sacudió la cabeza, aturdido. Sonaron truenos lejanos en su mente. Nadie más pareció darse cuenta.
Oscurecía.
«¿Qué pasa?»
Estaba en un barco que cabeceaba en un mar oscuro. Sondeluz se encontraba en cubierta, tratando de mantener el equilibrio en las resbaladizas tablas. Una parte de él sabía que se trataba solamente de una alucinación, que seguía en aquella jaula, pero todo parecía real. Muy real.
Las olas rugían, el cielo negro era desgarrado por los relámpagos, y el movimiento del barco hizo que chocara de bruces contra el tabique del camarote del capitán. La luz de un farol montado en una viga fluctuaba incierta. Parecía débil comparada con los relámpagos, tan violentos y furiosos.
Sondeluz parpadeó. Su cara se apretujaba contra algo pintado en la madera. Una pantera roja, brillando a la luz del farol y la lluvia.
«El nombre del barco —recordó—. La Pantera Roja.»
No era Sondeluz. O lo era, pero se trataba de una versión más pequeña y regordeta de sí mismo. Un hombre acostumbrado a ser escriba. A trabajar largas horas contando monedas. Comprobando libros de cuentas.
Buscar dinero perdido. Eso era lo que había hecho. La gente lo contrataba para descubrir dónde los habían estafado o si un contrato no había sido pagado correctamente. Su trabajo era investigar en los libros, buscando quiebros aritméticos ocultos o confusos. Un detective. Pero no del tipo que había imaginado.
Las olas golpeaban el barco. Llarimar, unos años más joven, gritó pidiendo ayuda desde la proa. Los marineros corrieron en su auxilio. El barco no le pertenecía a Llarimar, ni siquiera a Sondeluz. Lo habían contratado para una sencilla excursión de placer. Navegar era una afición de Llarimar.
La tormenta había llegado de repente. Sondeluz se puso en pie de un salto y apenas consiguió mantener el equilibrio mientras avanzaba, agarrado a la amura. Las olas azotaban la cubierta, y los marineros luchaban para impedir que el barco naufragara. Habían perdido las velas y sólo quedaban jirones. La madera crujía a su alrededor. El agua negra y oscura se revolvía en el océano a su derecha.
Llarimar le gritó a Sondeluz que asegurara los barriles. Sondeluz asintió, agarró una cuerda y ató un extremo a un pescante. Una ola golpeó y lo hizo resbalar. Estuvo a punto de caer por la borda.
Se detuvo, agarrando la cuerda, mirando las aterradoras profundidades del enloquecido mar. Se soltó y ató la cuerda con un amplio nudo. Era algo natural para él. Llarimar lo había llevado a muchos viajes.
Llarimar volvió a pedir ayuda. Y, de repente, una joven salió del camarote y corrió por la cubierta. Llevaba unas cuerdas con las que pretendía asistirlos.
—¡Tatara! —llamó una mujer desde el camarote. Había terror en su voz.
Sondeluz alzó la cabeza. Reconoció a la muchacha. Extendió el brazo, la cuerda envuelta en sus manos. Le gritó que volviera abajo, pero su voz se perdió entre los truenos.
Ella se volvió para mirarlo.
La siguiente ola la arrojó al océano.
Llarimar soltó un grito de desesperación. Sondeluz se quedó mirando, aturdido. La profunda negrura reclamaba a su sobrina. La envolvía. La engullía.
Un caos tan grande, tan horrible. El mar durante una tormenta nocturna. Se sintió inútil, el corazón acongojado mientras veía cómo la corriente arrastraba a la joven. Vio destellos de su pelo dorado en el agua. Una débil salpicadura de color pasando ante el costado del barco. Pronto desaparecería.
Los hombres maldijeron. Llarimar gritó. Una mujer lloraba. Sondeluz se quedó mirando las borboteantes profundidades, donde alternaban la espuma y la negrura. La terrible, terrible negrura.
Todavía tenía la cuerda en la mano.
Sin pensarlo, saltó por la borda y se lanzó a la oscuridad. El agua helada lo recibió, pero él salió a flote, debatiéndose y pataleando en medio de la tempestad. Apenas sabía nadar. Algo pasó junto a él.
Lo agarró. El pie de la muchacha. Envolvió la cuerda en su tobillo, consiguiendo de algún modo tensar el nudo a pesar del agua enfurecida. En cuanto lo hizo, la corriente lo arrastró. Lo hundió. Se volvió hacia arriba, hacia donde los relámpagos iluminaban la superficie. Esa luz se alejó mientras se hundía.
Hacia abajo. Hacia la negra oscuridad.
Reclamado por el vacío.
Parpadeó, las olas y los truenos se alejaban. Estaba sentado en su jaula. El vacío lo había tomado, pero algo lo había devuelto. Había retornado.
Porque había visto guerra y destrucción.
El rey-dios chillaba de temor. Sondeluz vio cómo los falsos sacerdotes agarraban a Susebron, y entonces pudo ver la boca del rey-dios. «No tiene lengua —advirtió—. Claro: para impedirle que emplee su biocroma. Ahora lo entiendo.»
Se volvió hacia un lado. El cuerpo de Encendedora yacía ensangrentado. Lo había visto en una visión. En las vagas sombras de la memoria matutina había creído que en realidad se ruborizaba, pero ahora recordaba. Miró hacia el otro lado. Llarimar, los ojos cerrados como si durmiera… esa imagen también había aparecido en su sueño. Sondeluz advirtió que el sacerdote los había cerrado mientras lloraba.
El rey-dios en prisión. Sondeluz también había visto eso. Pero, por encima de todo, recordaba haber estado de pie al otro lado de una brillante y colorida ola de luz, contemplando el mundo desde el otro lado. Y haber visto cómo todo lo que amaba se disolvía en la destrucción de la guerra. Una guerra más grande que ninguna otra que el mundo hubiera visto, una guerra incluso más letal que la Multiguerra.
Recordó el otro lado. Y recordó una voz, tranquila y reconfortante, ofreciéndole una oportunidad.
Para retornar.
«Por los Colores… —pensó irguiéndose mientras los sacerdotes obligaban al rey-dios a arrodillarse—. Soy un dios.»
Sondeluz avanzó, acercándose a los barrotes de su jaula. Vio dolor y lágrimas en el rostro del rey-dios y de algún modo las comprendió. Aquel hombre amaba a Siri. Sondeluz había visto lo mismo en los ojos de la reina. De algún modo, ella había acabado queriendo al hombre que la sojuzgaba.
—Eres mi rey —susurró—. Y señor de los dioses.
Los hombres de Pahn Kahl obligaron al rey-dios a tenderse boca abajo sobre las piedras. Uno de los sacerdotes alzó una espada. El rey-dios tendió una mano hacia Sondeluz.
«He visto el vacío —pensó él—. Y regresé.»
Y entonces tendió su propia mano a través de los barrotes y agarró la del rey-dios. Un falso sacerdote alzó la cabeza, alarmado.
Sondeluz lo miró a los ojos, y entonces sonrió y contempló al rey-dios.
—Mi vida a la tuya —dijo Sondeluz—. Mi aliento es tuyo.
* * *
Denth descargó un mandoble e hirió a Vasher en la pierna.
Vasher se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Denth volvió a golpear, y Vasher apenas consiguió repelerlo.
Denth retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—Eres patético, Vasher. Ahí estás arrodillado, a punto de morir. Y todavía sigues pensando que eres mejor que el resto de nosotros. ¿Me juzgas por haberme convertido en mercenario? ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Apoderarme de reinos? ¿Gobernarlos e iniciar guerras, como hiciste tú?
Vasher agachó la cabeza. Denth rugió y se abalanzó blandiendo la espada. Vasher trató de defenderse, pero estaba demasiado débil. Denth apartó a un lado el arma de Vasher y le dio una patada en el estómago, lanzándolo contra la pared.
Vasher se desplomó, la espada perdida. Echó mano al cuchillo que un soldado caído tenía en el cinturón, pero Denth fue más rápido y le pisó la mano.