—¿Ayer? —preguntó Vivenna.
«Cuando la Multiguerra cesó —precisó Sangre Nocturna—. ¿Cuándo fue eso?»
—No entiende el tiempo —aclaró Vasher—. No hagas caso.
—No —respondió Vivenna, estudiándolo—. Sabe algo. —Pensó un momento, y entonces abrió los ojos de par en par—. El ejército de Kalad. Sus fantasmas. ¡Tú sabes dónde están!
Él vaciló, luego asintió, reacio.
—¿Dónde?
—Aquí, en la ciudad.
—¡Tenemos que usarlos!
Vasher la miró.
—Me estás pidiendo que le dé a Hallandren una herramienta, Vivenna. Una herramienta terrible. Algo peor que lo que tienen ahora.
—¿Y si ese ejército suyo masacra a mi pueblo? —preguntó Vivenna—. ¿Podría eso de lo que hablas darles más poder?
—Sí.
Ella guardó silencio.
—Hazlo —dijo por fin.
Él la miró.
—Por favor, Vasher.
Él volvió a cerrar los ojos, recordando la destrucción que había causado. Las guerras que había iniciado. Todo por culpa de las cosas que había aprendido a crear.
—¿Le darías ese poder a tus enemigos?
—No son mis enemigos —dijo ella—. Aunque los odie.
Él la miró un momento, luego se levantó.
—Vamos a buscar al rey-dios. Si vive todavía, entonces veremos.
* * *
—Mi señor, mi señora —dijo el sacerdote, haciendo una reverencia con la cabeza gacha ante ellos—. Oímos rumores de un plan para atacar el palacio. Por eso os encerramos. ¡Queríamos protegeros!
Siri miró al hombre y luego a Susebron. El rey-dios se frotó la barbilla, pensativo. Los dos reconocían a ese hombre como uno de los sacerdotes y no como un impostor. Sólo habían podido determinarlo con certeza apenas en un puñado de ellos.
Encarcelaron a los otros, mandando llamar a la guardia de la ciudad tras empezar a limpiar los destrozos del palacio. La brisa hacía revolotear el pelo de Siri (rojo, para mostrar su disgusto) mientras esperaban en lo alto del palacio.
—¡Allí, mi señor! —señaló un guardia.
Susebron se volvió, acercándose al borde del palacio. La mayor parte de su séquito de telas retorcidas ya no ondeaba a su alrededor, pero esperaban a cumplir su voluntad amontonadas en el tejado. Siri se reunió con él y, en la distancia, pudo distinguir una mancha de algo que parecía humo.
—El ejército sinvida —dijo el guardia—. Nuestros exploradores han confirmado que marcha hacia Idris. Casi todo el mundo en la ciudad los ha visto atravesar las puertas.
—¿Y ese humo? —preguntó Siri.
—El polvo que levantan a su paso, mi señora —respondió el guardia—. Son muchos soldados.
Ella miró a Susebron, que frunció el ceño.
—Podría detenerlos. —Su voz era más fuerte de lo que esperaba. Más grave.
—¿Mi señor? —preguntó el guardia.
—Con todo este aliento —dijo Susebron—. Podría atacarlos, usar estas telas para maniatarlos.
—Mi señor —vaciló el guardia—. Son cuarenta mil. Cortarían las telas, os superarían.
Susebron parecía decidido.
—Tengo que intentarlo.
—No —dijo Siri, apoyando una mano en su pecho.
—Tu pueblo…
—Enviaremos mensajeros explicando nuestro pesar. Mi pueblo puede retirarse, emboscar a los sinvida. Podemos enviar tropas en su ayuda.
—No tenemos muchos soldados —dijo él—. Y no llegarán allí con mucha rapidez. ¿Podría tu pueblo escapar de verdad?
«No —pensó ella con el corazón encogido—. Pero eso no lo sabes, y eres lo bastante inocente para creer que podrán escapar.»
Su pueblo podría sobrevivir en conjunto, pero muchos morirían. Sin embargo, que Susebron se hiciera matar combatiendo a aquellas criaturas no serviría de mucho. Tenía un poder sorprendente, pero luchar contra tantos sinvida estaba muy por encima de la magnitud de lo que pudiera hacer.
Él vio la expresión en su rostro y la interpretó correctamente.
—No crees que puedan escapar —dijo—. Sólo intentas protegerme.
«Es sorprendente lo bien que me comprende ya.»
—¡Mi señor! —exclamó una voz desde atrás.
Susebron se dio media vuelta. Habían subido a lo alto del palacio para ver a los sinvida, pero también porque tanto Siri como él estaban cansados de estar encerrados entre cuatro paredes. Querían estar al aire libre, donde fuera más difícil acercarse a ellos sin ser vistos.
Un guardia salió de las escaleras y se aproximó, espada en mano. Hizo una reverencia.
—Mi señor. Hay alguien que quiere veros.
—No quiero ver a nadie —respondió Susebron—. ¿Quién es?
«Es increíble lo bien que habla —pensó Siri—. Nunca ha tenido lengua. ¿Qué hizo el aliento de Sondeluz? Curó algo más que su cuerpo. Le dio la capacidad de usar la lengua regenerada.»
—Mi señor. La visitante tiene los Mechones Reales.
—¿Qué?—exclamó Siri, sorprendida.
El guardia se volvió y, para pasmo de Siri, Vivenna apareció en el tejado del palacio. O le pareció que era Vivenna. Llevaba pantalones y una túnica, y una espada sujeta a la cintura, y parecía tener una herida ensangrentada en el hombro. Vivenna vio a su hermana y sonrió, y sus cabellos se volvieron amarillos de alegría.
«¿Los cabellos de Vivenna cambiando de color? —pensó Siri—. No puede ser ella.»
Pero lo era. La princesa se echó a reír y cruzó corriendo el tejado. Unos guardias la detuvieron, pero Siri indicó que la dejaran pasar. Corrió a abrazar a Siri.
—¿Vivenna?
Ésta sonrió con tristeza.
—Sí, en su mayor parte —dijo. Miró a Susebron—. Lo siento —añadió en voz baja—. Vine a la ciudad para intentar rescatarte.
—Muy amable por tu parte —contestó Siri—. Pero no necesito que me rescaten.
Su hermana frunció más profundamente el ceño.
—¿Quién es esta mujer, Siri? —preguntó Susebron.
—Mi hermana mayor.
—Ah. —Susebron inclinó la cabeza cordialmente—. Siri me ha hablado mucho de ti, princesa Vivenna. Ojalá nos hubiéramos conocido en mejores circunstancias.
Vivenna se quedó mirándolo asombrada.
—En realidad no es tan malo como dicen —sonrió Siri—. La mayor parte del tiempo.
—Eso es sarcasmo —apuntó Susebron—. Es muy aficionada.
Vivenna se volvió hacia su hermana.
—Están atacando a nuestra patria.
—Lo sé. Estamos trabajando en eso. Estoy preparando mensajeros para enviarlos a nuestro padre.
—Tengo un modo mejor. Pero tendrás que confiar en mí.
—Naturalmente.
—Tengo un amigo que necesita hablar con el rey-dios. Donde los guardias no puedan oírlos.
Siri vaciló. «Tonta de mí —pensó—. Es Vivenna. Puedo confiar en ella.»
También creyó que podía confiar en Dedos Azules. Vivenna la miró con expresión curiosa.
—Si puede ayudar a salvar a Idris —dijo Susebron—, lo haré. ¿Quién es esa persona?
* * *
Momentos después, Vivenna esperaba en silencio en el tejado del palacio con el rey-dios de Hallandren. Siri se mantenía a cierta distancia, contemplando el polvo levantado por los sinvida perderse a lo lejos. Todos aguardaron mientras los soldados cacheaban a Vasher. Éste tenía los brazos levantados, rodeado de recelosos guardias. Sabiamente, había dejado a Sangre Nocturna abajo y no llevaba armas encima. Ni siquiera contenía aliento.
—Tu hermana es una mujer sorprendente —dijo el rey-dios.
Vivenna lo miró. Ése era el hombre con quien iba a casarse. La terrible criatura a quien tendría que haberse entregado. Nunca había pensado que acabaría así, charlando amablemente con él.
Tampoco había esperado que le cayera bien.
Era un juicio rápido. Ya no se reprendía a sí misma por hacerlos, aunque había aprendido a dejarlos abiertos para revisión. Veía amabilidad en el cariño que él sentía hacia Siri. ¿Cómo un hombre así había acabado siendo rey-dios de la terrible Hallandren?
—Sí. Lo es.
—La amo —dijo Susebron—. Quería que lo supieras.
Lentamente, Vivenna asintió, y se volvió a mirar a Siri. «Ha cambiado mucho —pensó—. ¿Cuándo se ha vuelto tan regia, con ese porte tan dominante y esa habilidad para mantener negros los cabellos?» Su hermana pequeña, que ya no era tan pequeña, parecía llevar bien aquel suntuoso vestido. Le sentaba bien. Qué extraño.
Al otro lado del tejado, los guardias llevaron a Vasher tras una pantalla para que se cambiase. Obviamente, querían asegurarse de que ninguna de sus prendas hubiera sido despertada. Salió unos momentos más tarde llevando una especie de toalla de cintura para abajo, pero nada más. Su pecho estaba magullado y lleno de cortes, y a Vivenna le pareció vergonzoso que lo sometieran a semejante humillación.
Él la soportó, y escoltado cruzó el tejado. Al hacerlo, Siri lo observó con atención. Vivenna había hablado brevemente con su hermana, pero había advertido que Siri ya no se enorgullecía por no ser importante. Había cambiado, en efecto.
Vasher llegó y Susebron despidió a los guardias. A sus espaldas, las selvas se extendían hacia el norte, hacia Idris. Vasher miró a Vivenna, y ella temió que iba a decirle que se marchara. Sin embargo, él simplemente se dio la vuelta, resignado.
—¿Quién eres?—preguntó Susebron.
—El responsable de que te cortaran la lengua —respondió Vasher.
El rey-dios alzó una ceja.
Vasher cerró los ojos. No habló, no usó el aliento ni dio ninguna orden. Sin embargo, de pronto, empezó a brillar. No como brillaría una linterna, no como brillaría el sol, sino con un aura que volvió más brillantes los colores. Vivenna se sobresaltó mientras Vasher aumentaba de tamaño. Abrió los ojos y se ajustó la toalla en torno a la cintura, haciendo sitio a su crecimiento. Su pecho se volvió más firme, los músculos se hincharon, y la barba de varios días desapareció, dejándolo bien afeitado.
Su pelo se volvió dorado. Todavía tenía cortes en todo el cuerpo, pero parecían insignificantes. Se le veía… divino. El rey-dios observó con interés. Ahora se hallaba ante un dios semejante a él, un hombre de su propia estatura.
—No me importa si me crees o no —dijo Vasher, y su voz sonó más noble—. Pero quiero que sepas que hace mucho tiempo dejé algo aquí. Un tesoro de poder que prometí recuperar algún día. Di instrucciones para su cuidado, y la orden de que no se utilizara. Los sacerdotes, al parecer, lo han cumplido a rajatabla.
Susebron, sorprendentemente, hincó una rodilla en tierra.
—Mi señor. ¿Dónde has estado?
—Pagando por lo que he hecho. O intentándolo. Eso no tiene importancia. Levántate.
«¿Qué está pasando?», pensó Vivenna. Siri parecía igualmente confundida, y ambas cruzaron una mirada.
Susebron se irguió, aunque mantuvo una postura reverente.
—Tienes un grupo de sinvida rebeldes —dijo Vasher—. Has perdido el control sobre ellos.
—Lo siento, mi señor.
Vasher lo miró. Luego miró a Vivenna. Ella asintió.
—Confío en él.
—No es cuestión de confianza —dijo Vasher, volviéndose hacia Susebron—. Sea como sea, voy a entregarte algo.
—¿Qué es?
—Mi ejército.
Susebron frunció el ceño.
—Pero, mi señor, nuestros sinvidas acaban de marchar para atacar a Idris.
—No. Ese ejército no. Voy a darte el que dejé atrás hace trescientos años. La gente los llama los fantasmas de Kalad. Son la fuerza con que logré que Hallandren detuviera su guerra.
—¿Te refieres a la Multiguerra, mi señor? Lo hiciste por medio de negociaciones.
Vasher hizo una mueca.
—No sabes mucho sobre la guerra, ¿verdad?
El rey-dios vaciló, luego negó con la cabeza.
—Pues no.
—Bien, aprende. Porque te entrego el mando de mi ejército. Úsalo para proteger, no para atacar. Úsalo sólo en una emergencia.
El rey-dios asintió, aturdido.
Vasher lo miró y luego suspiró.
—Quede mi pecado oculto.
—¿Cómo? —preguntó Susebron.
—Es la frase de mando —aclaró Vasher—. La que podrás usar para dar nuevas órdenes a las estatuas de D'Denir que dejé en tu ciudad.
—¡Pero, mi señor, la piedra no puede ser despertada!
—La piedra no ha sido despertada. Hay huesos humanos dentro de esas estatuas. Son sinvida.
Huesos humanos. Vivenna sintió un escalofrío. Él le había dicho que despertar huesos solía ser una mala elección porque era difícil que mantuvieran la forma humana durante el proceso. Pero ¿y si esos huesos estaban recubiertos de piedra? ¿Piedra que mantenía su forma, piedra que podía protegerlos del daño, haciendo casi imposible que se lastimaran o rompieran? Los objetos despertados podían ser más fuertes que los músculos humanos. Si podía crearse un sinvida a partir de huesos, y hacerlo lo bastante fuerte para mover un cuerpo de roca que lo rodeaba… tendrías soldados como nunca habían existido.
«¡Colores!», pensó.
—Hay unos miles de D'Denir originales en la ciudad —dijo Vasher—, y la mayoría deberían funcionar todavía, aunque estén quietos. Los creé para que duraran.
—Pero no tienen ícor-alcohol —intervino Vivenna—. ¡Ni siquiera tienen venas!
Vasher la miró. Era él. La misma cara, las mismas expresiones. No había cambiado de forma para tomar otro aspecto. Tan sólo parecía una versión retornada de sí mismo. ¿Qué estaba pasando?
—No siempre disponemos de ícor-alcohol —respondió Vasher—. Eso hace que despertar sea más fácil y más barato, pero no es la única manera. Y, en la mente de muchos, creo que se ha convertido en un lastre.
Miró de nuevo al rey-dios.
—Deberías poder darles una nueva frase de seguridad, y luego ordenarles que detengan al otro ejército. Creo que descubrirás que mis fantasmas son muy… efectivos. Las armas son virtualmente inútiles contra la piedra.
Susebron volvió a asentir.
—Ahora son tu responsabilidad —dijo Vasher, dándose media vuelta—. Dales mejor uso que yo.
Al día siguiente, un ejército de mil soldados de piedra salió de la ciudad, corriendo tras los sinvida que habían partido el día antes.
Desde fuera de la ciudad, Vivenna los veía marchar apoyada contra la muralla.
«¿Cuántas veces he estado bajo la mirada de esos D'Denir, sin saber que estaban vivos, sólo esperando que les dieran de nuevo una orden?», pensó. Todo el mundo decía que Dalapaz había dejado las estatuas como regalo para el pueblo, un símbolo para recordarles que no libraran más guerras. A ella siempre le había parecido extraño. ¿Un montón de estatuas de soldados como regalo para recordar que la guerra era terrible?