—A veinte metros en esa dirección hay un arroyo de donde puedes sacar agua —dijo, señalando hacia el bosque—. Si quieres, también puedes recoger nieve del suelo, pero piensa que por debajo suele estar embarrada.
—¡Qué bien! —exclamó Chey, y le regaló la sonrisa más cálida que tenía. Al cabo de un minuto le guiñó el ojo—. Todo esto es... estupendo. Ahora estaría bien que te marcharas —le dijo—. Así podría quitarme la ropa sin que me vieras.
Dzo se encogió de hombros y volvió a colocarse la máscara.
—Si necesitas algo más, llámame.
Se puso en marcha, pero luego se detuvo y se volvió hacia ella. Curiosamente, Chey no tenía problemas en hablar con él mientras llevaba la máscara puesta. Quizá porque tampoco tenía problemas en imaginarse la expresión de su rostro. Probablemente sería la misma de siempre, entre alegre y aturdida. Se dio cuenta de que la talla de la máscara, que antes le había parecido horripilante, imitaba en realidad aquella misma expresión.
—Lo haré —dijo Chey, convencida de que Dzo aún no se había ido porque esperaba una respuesta. Pero el hombre aguardó unos instantes y luego habló de nuevo.
—Le gustas, ¿sabes? A Monty, quiero decir.
—¿Ah, sí? —le preguntó Chey. Hasta aquel momento no lo había tenido en cuenta.
—Desde luego. Piensa que no ha visto a una mujer desnuda desde hace más de medio siglo —añadió—, así que es posible que se esté poniendo en celo.
A continuación, se marchó con pasos cansinos, de vuelta a la cabaña.
Chey le observó mientras se marchaba. Tan pronto como hubo desaparecido, vertió el agua del caldero sobre la hoguera, que se extinguió con un siseo. Desde luego que Chey habría estado encantada de poder bañarse, pero no tenía tiempo. Abrió la cremallera del bolsillo y sacó el teléfono móvil. Pulsó tres veces la tecla «cinco» y el GPS apareció en la pantalla. Miró los árboles y luego la cabaña. Entonces se alejó por el bosque con toda la rapidez de que fueron capaces sus pies humanos.
Los dos hombres la dejarían en paz durante una hora, por lo menos. Antes de que pasara ese tiempo, no se atreverían a ir a ver si aún estaba en la bañera. Llegaría un momento en el que se preguntarían por qué tardaba tanto e irían a investigar. No la encontrarían allí y empezarían a buscarla. No podían permitir que escapara. Dzo se lo había dicho bien claro: si era necesario, seguirían su rastro y la arrastrarían de nuevo hasta la cabaña. Una vez se pusieran sobre su pista, le quedaría muy poco tiempo. No confiaba en su propia habilidad para esquivarlos. Powell llevaba suficiente tiempo en su vida de lobo como para saber rastrear a una mujer en el bosque, Chey estaba segura de ello. Pero si contaba con una hora para sacarles ventaja, tal vez podría llegar al punto de encuentro y marcharse antes de que le dieran alcance.
Había olvidado lo difícil que era caminar aprisa con dos pies por el bosque borracho, y tropezó tres veces hasta que hubo perdido de vista la cabaña. Resbaló por una pendiente de tierra poco firme y musgo mal arraigado, y al llegar al fondo se le hundió la cara en la nieve, pero se puso en pie al momento y siguió adelante. Su camino, que había elegido de acuerdo con la información que aparecía en la pantalla del móvil, la llevó por la elevada orilla de un torrente que tenía agua durante todo el año, un torrente ensordecedor que le impedía oír si alguien la perseguía. Finalmente, encontró una frondosa arboleda y descubrió el origen del arroyo, un lago en miniatura blanco y azul como el cielo, un espejo resplandeciente. Al otro lado de las aguas, una luz roja ardía encolerizada: una bengala que se consumía con un siseo y soltaba gruesas nubes de humo pálido. Aquella luz habría sido visible a kilómetros de distancia desde el aire, pero el gran número de árboles impedía verla desde el suelo, a menos que fuera desde la orilla del lago.
Tuvo que recorrer esa orilla, y tardó más tiempo del que había pensado. Le habrían bastado diez minutos para atravesarlo a nado, pero hacía demasiado frío. No sabía si su cuerpo transformado lo soportaría, pero en todo caso no estaba preparada emocionalmente. Por ir a pie, tardó otros veinte minutos. Calculó que le quedarían unos ocho minutos hasta que Dzo fuese a ver qué le ocurría y se diera cuenta de que se había marchado.
En el claro que había al otro lado del lago, un helicóptero de dos plazas estaba cual libélula gigante tomando el sol en un paraje de hierba escasa. El piloto, un indio que llevaba puesto un abrigo acolchado, se había recostado en la gran máquina, con las manos cruzadas tras la nuca. Ni siquiera levantó la mirada cuando Chey entró tambaleante en el claro.
Bobby Fenech, por su parte, se levantó de un salto, como si le hubiera picado una serpiente. Vestía una chaqueta de piloto hecha de cuero sobre un polo anaranjado con el cuello vuelto hacia arriba. Llevaba puestas unas gafas de sol de aviador de una sola pieza, pero tenía el aire amable e inofensivo de siempre. La fuerte brisa que soplaba en el lago no le agitaba en lo más mínimo sus cabellos peinados en punta.
—¡Por Dios bendito, Chey! No sorprendas así a un tío que trabaja en lo mío —le dijo—. ¿Es que no sabes que somos famosos por nuestros reflejos asesinos?
—Hola, Bobby —le dijo, y se dejó abrazar por él. Dejó que le levantara el mentón y la besara. En otras ocasiones le había dejado hacer mucho más... y ahora no era momento para remilgos—. Por favor, dime que recibiste mi mensaje. Te conté que había perdido la mochila.
Bobby la miró con una sonrisa malévola.
—No puedo creer que perdieras el arma. ¿Es que no sabes lo caras que son? —le preguntó. Metió la mano en la chaqueta y sacó una pistola tipo escuadra de color negro. Abrió el depósito y se la entregó para que comprobara sus municiones.
Las siete balas del cargador estaban embreadas y parecían de color negro, pero Chey sabía que estaban hechas de plata con un grado de 995 de pureza.
Un pato planeaba sobre las corrientes de aire y aleteó hasta posarse en el impoluto espejo que era la superficie del lago. Gruesas ondas aterciopeladas de agua negra se alejaron de su cuerpo mientras lo atravesaba con total serenidad. La brisa que soplaba desde las aguas hacía que los álamos llorones crujiesen y temblaran.
La pistola de Chey cortó el aire y se detuvo con la mira puesta en el pato, con tal precisión que pareció que estuviera montada sobre cojinetes. Parecía que el brazo de la joven no se hubiera movido en absoluto. Había padecido largos y severos entrenamientos para que así fuera.
—Recuerda que tienes que estar cerca —le dijo Fenech.
—Lo sé. Ya me lo has explicado —dijo, y volvió a guardarse la pistola en el bolsillo de atrás.
Tenía los conocimientos científicos pertinentes. Las balas de plomo normales son tan blandas que cuando recorren el cañón de la pistola, cambian ligeramente de forma para ajustarse a las estrías de su interior. Por ello, salen del arma girando sobre sí mismas, y ese movimiento de rotación les confiere una trayectoria rectilínea. Las balas de plata son más duras que las de plomo y no cambian de forma con la misma facilidad. Al no rotar, es mucho más probable que se desvíen a medio vuelo, y por ello son menos precisas, sobre todo a cierta distancia. Chey ya lo sabía. Lo sabía mejor que Bobby, pero éste, de todas maneras, se lo iba a volver a explicar. Bobby era una de esas personas a quienes les gusta repetir las cosas, porque creen que la memoria de los demás no es tan buena como la suya propia.
—Si disparas a más de veinte metros, lo más probable es que no logres herir en el costado a un bisonte. —Se rió de su propia broma—. Por eso tienes que estar cerca.
—Tengo que estar cerca —repitió Chey—. Ya lo he pillado.
La sonrisa de Bobby se ensanchó. Se volvió más cálida. A su manera, podía mostrar afecto, e incluso amor.
—¿Cómo estás? —le preguntó—. No te habrá sido fácil llegar hasta aquí. Pero te veo estupenda. La verdad es que tenía miedo de encontrarte hambrienta y aterida, pero estás igual que si todo este tiempo te hubieras dedicado a hacer gimnasia. ¿Has descubierto que la vida en el norte te sienta bien?
Chey asintió y se mordió los labios. ¿Cómo iba a decírselo? ¿Se quedaría helado de miedo? ¿La mataría allí mismo?
—¿Sabes?, desde el primer momento he pensado que debías de estar loca para querer venir hasta aquí a pie.
—No teníamos alternativa —respondió Chey—. Mi falsa historia era que me había perdido y estaba a punto de morir. Tenía que representar mi papel de manera verosímil. Lo suficientemente verosímil como para engañar a alguien que ha vivido en este bosque durante varias décadas.
—¿Has llegado a verlo? —le preguntó Fenech. Chey no le había explicado casi nada en su mensaje. Fenech aún no tenía ni idea de lo que le había ocurrido—. ¿Te has encontrado con él?
—Sí —contestó ella—. Sí, me he encontrado con él. Tiene una cabaña a unos dos kilómetros de aquí, en un pequeño claro. Vive allí con otro tío, un indio dene llamado Dzo.
Chey había pensado que el piloto del helicóptero dormía. Pero éste, al oír el nombre de Dzo, gruñó como si hubiera oído algo gracioso.
—¿Hay algo que te divierta, Lester? —le preguntó Fenech con una sonrisa torcida.
El piloto se enderezó un poco. Sus ojos estaban ocultos bajo unos párpados profundos, con bolsas, pero centellearon al encontrarse con la mirada de Chey.
—Seguramente no es su verdadero nombre. Eso es todo —dijo el piloto.
Fenech se volvió hacia él.
—¿No es un nombre dene habitual?
El piloto se encogió de hombros.
—En el idioma atapascano del norte, es la palabra que significa rata almizclera. Un animalito peludo. Es como si tú te llamaras ardilla listada.
—¿Ah, sí? —Bobby miró al piloto, como sorprendido de que hubiera tenido la temeridad de hablar. Le había sorprendido, y, en cierta medida, también le había divertido—. ¿Sabes?, en el lugar donde yo nací, Lester también es un nombre gracioso.
El piloto se encogió de hombros una vez más y cerró los ojos. No quería prolongar la conversación.
—Bobby —le interrumpió Chey—, ya nos preocuparemos luego por cómo se llama cada uno, ¿vale? Le encontré. Y desde luego que fue un mal encuentro. Ha surgido una complicación en el plan.
Las facciones del rostro de Fenech se endurecieron. Asintió con la cabeza. Estaba listo para escuchar.
Chey suspiró hasta lo más hondo.
—Me arañó la pierna con una de sus garras. Mientras era lobo.
Fenech le miró la pierna y la preocupación afloró a su rostro.
—¿Necesitas que te vea un médico? Te llevaremos ahora mismo con el helicóptero —propuso.
Chey negó con la cabeza.
—No, Bobby, no lo entiendes. Me arañó y con eso es suficiente. Ahora soy uno de ellos.
Por la cara que le puso Fenech, vio que aún no lo había entendido.
Chey tragó saliva dolorosamente. Sintió una molestia en la Garganta que no comprendía del todo.
—Ahora yo también soy una mujer loba —dijo, y vio que Fenech daba un paso hacia atrás, como había esperado. Su rostro permaneció inalterable, pero sí se le ensancharon los párpados.
—Oh, no... —dijo. Levantó la mano y se rascó el cabello peinado en punta. Incluso en medio de un trastorno tan grande tuvo buen cuidado de que no se le descolocara ni un solo pelo—. Oh, no... —repitió—. Ya veo. Entonces...
—Entonces tienes que saberlo —dijo Chey—. Esto no cambia nada. Puedo hacer igualmente lo que vine a hacer.
—No. No, a la luz de esta... de esta asombrosa revelación... creo que lo mejor será que la misión se cancele. Mira, tenemos que seguir adelante, pero no... no así. Conozco a varios tíos a los que puedo hacer venir.
—¿Vas a llamar a la Montada para que intervenga en esto? —gritó Chey. No podía creer lo que estaba oyendo.
—No, no exactamente. La policía oficial, no —le explicó él—. Tan sólo a unos tíos que conozco. Al principio yo quería llamarles a ellos.
—No —insistió Chey.
—¿No? —preguntó Fenech, y era una pregunta de verdad—. Porque tengo la impresión de que la has cagado. Y de la peor manera posible.
—No —repitió ella—. Esta operación es mía. Me la merezco, joder.
Tal vez Fenech le habría insistido de nuevo si Lester, el piloto, no se hubiera aclarado precisamente entonces la garganta.
—Si no os importara callaros un momento —dijo—, tal vez os daríais cuenta de que tenemos visita.
Fenech y Chey se volvieron a la vez hacia la orilla del lago. Había algo que se les acercaba, rebotando y pegando sacudidas entre la maleza, abriéndose paso entre los troncos de los árboles. Se trataba de la herrumbrosa camioneta de Dzo, que avanzaba sobre el quebrado terreno. Su parabrisas capturaba esporádicos reflejos de la luz del sol, aunque la máquina rugiera entre las sombras.
Powell se asomó por la ventana del copiloto y gritó el nombre de Chey. La suave sílaba se elevó entre las copas de los árboles y resonó sobre la superficie del lago.
—¡Chey! —gritó de nuevo—. Sólo quiero hablar contigo, nada más —le decía.
Chey murmuró una maldición y se volvió para mirar a su entrenador, pero los ojos de Fenech quedaban ocultos tras las gafas de sol. Bobby sonreía, pero Chey no tenía ni idea de lo que eso podía significar.
—Cuando me explicaste que le habías encontrado —dijo Fenech—, imaginé que querías decir que habías establecido una posición y le habías localizado visualmente. No sabía que os hubierais presentado. ¿Sabe algo acerca de mí? ¿Le has dicho que ya tienes novio?
Chey se esforzó por que ninguna expresión aflorara a su rostro. No permitiría que Fenech le impidiera hacerlo. Ya no. No se lo permitiría después de todo lo que había pasado, después de haberse convertido en aquello, tan sólo para que llegase aquel momento.
—No llevaba ninguna arma. Tenía que acercarme a él. Hice lo que debía hacer.
Dzo aminoró la marcha del vehículo y frenó al llegar a una hilera de árboles que no le permitía seguir avanzando por la orilla. Sin esperar a que la camioneta se hubiera detenido del todo, cuando aún estaba frenando, Powell saltó al suelo. Sus piernas tocaron tierra y lo propulsaron en un nuevo salto en dirección a Chey, a una velocidad que le habría^ sido imposible a ella. Quizá la hubiera visto, o tal vez sólo hubiera descubierto el helicóptero. Se acercó por la orilla a grandes zancadas y se detuvo a veinte metros de ellos. Parecía más confuso que otra cosa.
—Chey —dijo, y empezó a cubrir el espacio que los separaba. Diez metros. Ocho—. Chey, no puedes dejarme ahora. Lo sabes bien. ¿Quién diablos son éstos?