Chey entendió que ése era el modo de no ser la víctima. De no ser la presa. Había que descubrir dónde se encontraban los potenciales depredadores y sacarlos de su guarida cuando ellos no se lo esperaban. Tomó nota mentalmente.
Por supuesto, no todos los hombres que acudían al bar buscaban violencia. A veces había alguno que la agarraba por el culo o trataba de ligar con ella de la manera más ridícula. A veces, si estaba aburrida, o caliente, o no tenía ganas de irse a dormir después de cerrar, se llevaba a alguno de ellos a su casa. Chey sabía que no le pasaría nada, porque los porteros no la habrían dejado marcharse con alguien que pudiera hacerle daño. Se había impuesto un par de normas para estar segura de que ninguno de los hombres volvería a quedar con ella. Ninguno de ellos entraría en su casa por segunda vez, y ella conduciría siempre su propio coche, sin importarle lo que le dijeran. Algunos le explicaron que la querían por novia. Los había que le hacían proposiciones de matrimonio. Chey no esperaba a que estuvieran sobrios y pudieran decidir si se lo habían dicho en serio o no.
Muchos tíos le preguntaban por su tatuaje, pero Chey meneaba la cabeza y les sonreía como única respuesta. En muy raras ocasiones, alguien la reconocía. Chey pensaba que serían entusiastas de los hombres lobo. Hombres atraídos por la idea de que Chey se hubiera encontrado en el lado malo de la relación entre presa y depredador y hubiera sobrevivido de una sola pieza. Esos tíos no se movían por mera curiosidad. Si sólo fuera eso, no la habrían reconocido. No tenía para nada el mismo aspecto que a los doce años, cuando había salido en los periódicos. No tenía ni idea de cómo habían descubierto quién era, pero tampoco se molestaba en averiguarlo. También se había impuesto unas normas para tratar con ese tipo de tíos. Les invitaba a una copa y les decía con mucha educación que se callaran. Si no se callaban, les decía que se largaran. Si no se largaban, llamaba al portero.
La faena no terminaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, cuando llegaba el equipo de limpieza y el personal empezaba a colocar las sillas encima de las mesas. Los parroquianos que se habían quedado hasta esa hora bebían gratis a cambio de lavar vasos. Las camareras se marchaban tan pronto como las puertas estaban cerradas.
La mayoría de las noches, Chey se marchaba directamente a casa en coche, pero en ocasiones sabía que no podría dormir, y por ello hacía alguna otra cosa. Sin embargo, en el oeste de Canadá no hay mucho por hacer a las cinco de la madrugada, a menos que seas granjero. A veces daba una vuelta por la ciudad con el coche y contemplaba las luces con la radio muy baja. A veces iba hasta los límites de la ciudad, o los sobrepasaba. Hubo una noche en la que se sorprendió a sí misma conduciendo medio dormida a la hora de salir el sol y aparcó al borde de la carretera. No tenía ni idea de si estaba muy lejos de casa. Al mirar hacia arriba, vio un cartel que decía que estaba en la carretera 16. Debajo de éste había otro cartel en el que se veía una silueta de cabeza humana de color amarillo brillante. Sabía muy bien a qué correspondía ese emblema.
Estaba en la carretera de Yellowhead. La carretera que partía de la Columbia Británica hasta Manitoba. Lo que mejor conocía era el trecho que se hallaba entre Edmonton y el Parque Nacional Jasper. El trecho en el que había muerto su padre.
Masculló una palabrota y sacó un mapa de carreteras que llevaba en el bolsillo de la puerta. Observó el paisaje en busca de pistas que le indicaran dónde se encontraba, pero fue incapaz de aclararse. Parecía que más adelante podía haber un pueblo y condujo a marcha lenta por entre los chalés dormidos y los supermercados con los neones de Coca-Cola, las únicas luces que aún estaban encendidas. Al ver el nombre del único bar, el Chesterton Arms, echó el freno, cerró los ojos y esperó hasta que pudo pensar de nuevo. Chesterton. Ése era el pueblo adonde había llegado cuando tenía doce años, el pueblo donde le había contado a la policía local todo lo que le había ocurrido. Era el lugar seguro adonde había llegado cuando huía del lobo.
Se le ocurrió que bajaría del coche e iría a la panadería que se encontraba en esa misma calle. Era el primer sitio al que había ido aquella otra vez. En las panaderías se trabaja toda la noche para preparar el pan del día siguiente, y por ello había visto una luz encendida dentro, y personas atareadas. Había entrado porque pensaba que la dejarían llamar por teléfono. No había logrado hablar, pero los que trabajaban en la panadería habían sido lo bastante inteligentes como para hacer que se sentara y darle donuts recién hechos mientras llamaban a la policía. Habían sido muy gentiles.
Podía presentarse allí de nuevo, años después, y preguntar quién trabajaba. Tal vez la recordaran, o tal vez no. Tal vez no fueran los mismos. Se estremeció al darse cuenta de que no sabría qué decir si se encontraba con los mismos panaderos, con el mismo jefe del turno de noche. Y, por otra parte, no recordaba sus nombres.
Dio la vuelta y regresó a Edmonton con la radio puesta. No quería pensar en cómo había sido posible que llegara hasta allí, a 150 kilómetros de su hogar. No quería pensar que su subconsciente pudiera controlarla de aquel modo. Fue en coche hasta su casa, echó las pesadas cortinas de su habitación y se tragó tres comprimidos de zolpidem con una lata entera de Ginger Ale.
Su vida cambió de nuevo en el 25 de julio de 2003. Chey tenía veintiún años. Aunque no hizo nada para conmemorarlo ni quiso pensar en ello, sabía muy bien que se trataba del noveno aniversario de la muerte de su padre.
Uno de los motivos por los que algunas personas acuden siempre a los mismos bares es que todas las noches hacen lo mismo. Esa noche empezó igual que cualquier otra. Servía cervezas Labatt Blue a los trabajadores y cerveza selecta Alley Kat a los clientes más refinados. Se reía y se lo pasaba bien, bromeaba con los habituales, y comió pescado frito que uno de ellos había traído del Fish'n'Chips contiguo. Volvía de una mesa con un pedido de muchos cócteles cuando Bobby Fenech entró por la puerta y el humo de tabaco se arremolinó bajo las lámparas. Bueno, eso es lo que solía pasar cada vez que entraba alguien, cuando el aire cálido del bar se precipitaba hacia la frialdad de la noche. Por algún motivo, Chey había levantado la mirada en aquel mismo momento y le vio. Las volutas de humo parecieron envolverle como una capa.
Parecía el tipo de persona que habría sido capaz de preparar un efecto de ese tipo. El tipo de hombre a quien le gusta entrar en los lugares de manera espectacular, independientemente de si después podrá mantener esa impresión.
En realidad, no era alto ni corpulento, pero se las apañaba para agrandarse, igual que los gatos ponen los pelos de punta para parecer más voluminosos. Vestía un abrigo de cuero para alpinismo y botas con cordones de acero, como si hubiera vuelto de una excursión por la montaña. Pero, aunque sus pies impusieran seriedad, la parte de arriba tenía toda la pinta de buscar fiesta. Se había puesto espuma fuerte en el cabello y lo llevaba en puntas triangulares. Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque conservaba un aire extrañamente juvenil. Tal vez por su sonrisa de imbécil. Fue a la barra y se reclinó sobre ésta, al mismo tiempo que se agarraba al pasamanos.
Chey le sonrió —tenía pinta de gastarse mucho dinero— y terminó con el pedido que tenía entre manos. Luego se volvió y le hizo un gesto con la cabeza.
El hombre hizo oír su voz entre las conversaciones de fondo y la canción de Aerosmith que sonaba en la gramola.
—¿Qué tienes por ahí que venga de México y esté embotellado? —le preguntó—. No soporto la cerveza local. Mi birra la quiero de importación.
Chey arrugó las cejas, consternada, pero la sonrisa del hombre no se alteró. El portero de servicio, ciento cuarenta kilos de músculo importado de la Europa del Este que respondían al nombre de Arkady, le lanzó una mirada. Pero era una mirada interrogadora, no de advertencia. Chey negó con la cabeza y una fracción de Arkady se relajó. La joven estaba segura de que el recién llegado sólo trataba de parecer gracioso.
—¿La Coronita te gusta? —le preguntó mientras alcanzaba la botella. El hombre asintió, y Chey, con un único y veloz movimiento, colocó la botella sobre la barra, le quitó el tapón y le introdujo un tajo de lima en el cuello—. Son tres dólares —dijo, y levantó los tres dedos, por si el ruido impedía que el hombre la oyera bien.
Su interlocutor sacó un billete de cien y lo puso sobre el cuello de la botella.
—Cada vez que se me acabe, sírveme otra y no me hagas preguntas —le dijo, sonriente—. Todo lo que sobre te lo puedes quedar tú.
Chey llevaba suficiente tiempo trabajando en bares como para saber lo que tenía que contestarle.
—Eres muy generoso, gracias —dijo—. Ten por seguro que esta noche te voy a tratar bien. —Agarró el billete que estaba sobre la botella—. Por lo menos, hasta que salgas de aquí.
El hombre dijo algo en voz baja, probablemente un insulto, pero Chey fingió no haberlo oído. Aquella noche estaba muy atareada y tenía que hacerse cargo de varios pedidos, así que volvió a su tarea. El hombre no le quitaba el ojo de encima y la muchacha sabía que trataría de hablar con ella. Aún no estaba segura de si le escucharía chupando terminara la primera cerveza y tuviera que servirle otra.
El hombre le arrancó de las manos la botella casi vacía y se la llevó a la boca. Como si le molestara que Chey hubiese tratado de quitársela cuando aún quedaban los últimos posos en el fondo. Al inclinarse para sacar otra cerveza, la joven sintió su mirada en el pecho. En los pechos. Nada nuevo, ni sorprendente, salvo por la sensación de que el hombre sentía más interés por el tatuaje que por su piel.
Por ello, lo clasificó en el apartado de las personas con las que prefería no hablar. Estaba a punto de volver a sacar el billete de cien de la caja y devolvérselo, y a decirle que la primera cerveza iba a cuenta de la casa siempre que no hubiera una segunda. Pero, antes de que pudiera hablar, el hombre dejó la botella sobre la barra y le habló.
—No llegaron a encontrarlo —le dijo. Su sonrisa seguía igual que antes.
Chey no supo si preguntarle de qué diablos hablaba. Pero no era necesario. Sólo podía estar hablando de una cosa. Le quitó el tapón a la segunda cerveza. No dijo palabra.
—Y eso que hicieron una búsqueda muy exhaustiva. La gran mayoría de policías locales habrían echado tierra sobre el asunto. Pero esos polis tan competentes de Chesterton lo intentaron de verdad. Llamaron a los cuerpos de elite. Los Montados mandaron helicópteros a buscar por la espesura y, al ver que la búsqueda aérea no daba resultado, fueron con sabuesos de verdad. Encontraron un cadáver de reno mucho más al norte que parecía que fuera obra suya. Sólo existen dos animales que puedan destripar de esa manera a otro. El oso gris y... el hombre lobo.
—Sí —respondió Chey—. Bueno. Ya basta. —Arkady, el portero, enderezó el cuerpo sin levantarse de la silla—. Aquí seguimos una determinada política con los que quieren hablar de cosas que no entienden. Yo me tomo una pausa para fumar y tú te bebes una cerveza gratis. Sólo una. En cuanto termines con la cerveza te largas sin esperar a que yo regrese.
—Vale —contestó él—. Si es eso lo que quieres... pero escúchame. Te he traído algo. Algo que creo que te gustaría tener. —Se metió la mano en el bolsillo. Arkady le agarró la muñeca y dio un tirón. Le cruzó el brazo detrás de la espalda. Una hojita de papel, o tal vez una tarjeta de fichero, cayó sobre la barra y Chey la recogió.
Le dio la vuelta y vio que se trataba de una fotografía. Parecía como si se hubiera tomado desde la ventana de un avión. Mostraba un prado acariciado por el viento, visto desde arriba. En el centro aparecía un lobo erguido sobre los cuartos traseros que trataba de alcanzar la cámara con las zarpas. Tenía unos ojos de gélido color verde que pusieron en tensión todo el cuerpo de Chey.
—Espera —dijo, y levantó la mirada.
Arkady tenía al tío raro sujeto por el cuello. No se iría a ninguna parte. No forcejeaba, lo cual era raro, pero, por otra parte, se había bebido una sola cerveza. Quizá fuera lo suficientemente inteligente como para comprender lo que podía hacerle el portero con una mínima presión.
—Espera —repitió—. Esta foto parece reciente.
—La tomó hace dos semanas un aviador que volaba en las inmediaciones del Círculo Polar Ártico. Un tío que está acostumbrado a ver lobos de verdad. Se dio cuenta de que éste no era normal y por eso sacó la foto y me la trajo, porque mi trabajo consiste en estudiar fotos como ésa. He tardado todos estos días en relacionar a ese animal con tu padre. Y luego contigo.
Chey le daba vueltas a la foto con ambas manos. Trataba de llegar a una decisión.
El tío raro arqueó las cejas y puso cara de hombre franco y sincero. Chey no se fió de esa cara, no se fió de ella en absoluto. Pero sí se fió de la foto. De esos ojos. No recordaba el rostro de su padre, pero sí que recordaba esos ojos.
Chey le hizo un gesto con la cabeza a Arkady y el portero soltó a su presa.
—Me llamo Robert Fenech —se presentó el tipo raro, y volvió a sentarse en su taburete. Sonreía de nuevo—. Trabajo para el gobierno como agente de Inteligencia. Y sí que me gustaría tomarme una cerveza gratis.
Tres días más tarde, Chey se despertó y salió de una habitación de motel en Ottawa. Bobby dormía bajo media sábana. Un brazo le colgaba a un lado de la cama y tenía los nudillos hundidos en la moqueta de felpa.
Chey se duchó tan silenciosamente como pudo y luego se vistió. Bobby no se movía. Fue a las cortinas que cubrían la ventana de su habitación y las separó un poco. Al otro lado de la calle vio un supermercado, una farmacia, el aparcamiento local de Canadian Tire Corporation. Todo teñido de los mismos tonos de gris enmudecido que hacían que todas las cosas se confundieran. Carteles bilingües se agolpaban en las aceras. Sí, había regresado a Ontario.
Habían pasado tantos años... su madre aún vivía en Kitchener. Unos doscientos kilómetros más allá, pero al menos en la misma provincia. No había hablado con su madre en seis meses y se preguntó si debería llamarla... pero era demasiado temprano.
Chey y Bobby habían llegado en avión la noche anterior y se habían instalado en la pequeña habitación porque estaban demasiado cansados para buscar algo mejor. Entonces, Bobby se había puesto a besarla y Chey, de puro cansancio, no le había opuesto resistencia.