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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (15 page)

—Bobby —dijo Chey—, te presento a...

—No quiero que me lo presentes. Sabes muy bien lo que quiero —dijo Fenech.

Chey asintió y desenfundó el arma. Powell se encontraba a seis metros. Le apuntó a la cabeza.

—¿Chey? —preguntó Powell.

SEGUNDA PARTE

En la carretera de Yellowhead

Capítulo 21

La vida de la mayoría de los seres humanos cambia con mucha lentitud, con más lentitud que las estaciones. Los hay que nacen para la vida que vivirán y a duras penas se encuentran con algo que les obligue a cambiar. A Cheyenne Clark, el cambio la abordó en el lapso de treinta terribles segundos.

Sucedió cuando era más joven. Mucho más joven. Sucedió cierto día en el que iba en coche con su padre.

Fue al final de las vacaciones. Regresaban del Parque Nacional Jasper, donde su padre le había enseñado los glaciares. Habían ido ellos dos solos. Chey tenía vacaciones en el colegio y su padre se había quedado sin trabajo; aún no había encontrado otro, pero logró reunir el dinero suficiente para hacer la excursión de su vida. Su madre no había podía conseguir vacaciones, pero, a decir verdad, la habían visto aliviada cuando cargaron las maletas en el coche, gesticularon para decirle adiós y enfilaron la calle. Estaba muy contenta de pasar unos días con la casa entera a su disposición, sin tener que cuidar de ellos dos. Para Chey y su padre, había sido una oportunidad de intimar, algo que muy raramente habían podido hacer hasta entonces. El parque se encontraba a medio continente de su hogar e hicieron todo el camino hasta allí en el coche. Así tuvieron mucho tiempo para charlar y para rehacer los lazos que los unían.

En aquel verano, Chey empezó a pensar de verdad sobre cómo sería la vida adulta, y su padre había contestado a todas sus ridículas preguntas. Le había contado historias sobre su propia juventud en Estados Unidos y sobre el tiempo que había pasado en el ejército de aquel país; lo contaba como si hubiera estado en un campamento de verano del que no se podía marchar. A cambio, Chey se lo contó todo acerca de su vida, sobre la escuela y los amigos, y llegó a hablarle de su primer beso, con un sudoroso muchacho quebequés que la había llamado mademoiselle y que luego había ido presumiendo de haberle metido la mano debajo de la camiseta, aunque no fuera verdad.

Por lo que respecta al parque, había sido genial. Habían ido los dos en una motonieve grande como un autobús, y por la ventana habían visto una manada de ciervos. Permanecieron una semana en el parque, y aunque Chey hubiera pasado la primavera aguardando con temor el viaje, una vez hubo terminado se marchó con las ganas de quedarse allí un mes entero.

Su vida cambió durante el viaje de vuelta.

Era el 25 de julio de 1994 y Chey tenía doce años. Llevaban varios días en la carretera y el coche estaba lleno de restos de envoltorios de comida rápida y botellas de plástico vacías, y empezaba a oler. Su padre le había dejado poner un CD de Ace of Base y había admitido incluso que la música no estaba del todo mal. Había que elegir entre el CD y la radio, y en el Lejano Oeste sólo se oía música country y tertulias de pesca sobre hielo y hockey.

Su padre se había puesto la chaqueta Melton de color rojo que aún olía a cigarrillo, aunque hubiese dejado de fumar el año anterior. No se había afeitado en tres días y la barba incipiente le había oscurecido el rostro. En el futuro, Chey no iba a recordar casi nada de lo que habían hablado aquel día en el coche. Habían tenido tantas conversaciones largas y profundas, y estaban tan convencidos de que iban a tener muchas más —se hallaban a casi mil kilómetros de su hogar, y aún tendrían que pasar varias jornadas dentro del coche— que durante la mayor parte del día se encerraron en una especie de silencio cómplice, en el que sólo compartían de vez en cuando una media risa, y su padre, ocasionalmente, señalaba a través del parabrisas una bandada de ocas o un paisaje especialmente bello.

Con todo, Chey estaba convencida de haber sido la primera en ver al lobo.

—¡Eh, papá, mira eso! —dijo, y pegó el rostro a la ventana hasta que su aliento empañó el cristal. Su padre pisó el freno, tal vez porque pensó que la niña había visto algún obstáculo en la carretera. No habían terminado de frenar cuando el lobo saltó al asfalto y se arrojó contra el morro del coche.

Se oyó un golpe realmente fuerte cuando el metal se abolló con el impacto. Chey se deslizó hacia un lado sin levantarse del asiento y chilló al sentir que el coche se tambaleaba sobre sus neumáticos.

—Chsssst... cariño... —le dijo su padre—. Chssst... —Su mano grande y peluda la agarró por el mentón para sujetarla. Puede ser que, en realidad, hubiese querido agarrarla por el hombro, pero sus ojos no se apartaban del animal que tenían enfrente.

El sol se había puesto, pero unos últimos destellos de color anaranjado se divisaban todavía en el horizonte. La luna había salido: era el inicio del cuarto creciente. A lo lejos, las montañas se transformaban poco a poco en siluetas. La noche las había cubierto ya. El lobo se sentó en la carretera, frente al coche, con la cabeza vuelta hacia un lado, sin moverse en absoluto.

Chey respiró pesadamente. Tenía mucho miedo.

—No pasa nada —la tranquilizó su padre—. Sólo ha sido un pequeño accidente. Ese animal no nos había visto venir.

El lobo se enderezó poco a poco y saltó a un lado, lejos del coche. Luego sacudió violentamente la cabeza, como si hubiera querido sacarse agua de los oídos. Volvió el rostro hacia ellos, con sus gélidos ojos verdes preñados de innegable malicia.

—No chilles, ¿quieres? —dijo el padre de Chey—. Estoy seguro de que si no haces ruido, nos dejará en paz. Está herido. Debe de tener miedo, pero...

El lobo echó atrás la cabeza y aulló con fuerza. Parecía un león de las montañas, más que un perro. Los ojos de Chey se llenaron de lágrimas. La niña plegó el cuerpo hasta que las rodillas le tocaron el mentón.

—Voy a... —pero su padre no se movió, porque la niña empezó a sollozarle que no se fuera a ninguna parte y se quedara con ella. Lo que salía de su cuerpo era un sonido primario, no un discurso coherente. En ese momento, Chey no habría podido reprimirlo, aunque hubiese querido—. Está bien —accedió su padre—. No iré a ninguna parte. Voy a arrancar el coche y...

El lobo se arrojó sobre el capó y asestó un golpe en el parabrisas con su grueso hocico. Entonces chillaron los dos. El cristal crujió y se abrió una grieta, y el lobo retrocedió con el morro arrugado. Levantó sus enormes zarpas y las empleó para golpear el vidrio. El parabrisas tembló y las grietas se extendieron en todas direcciones, telarañas de cristal roto que surgieron de los lugares donde golpeaba. Les acercó de nuevo la cara y les aulló, y su aliento se heló sobre el parabrisas y lo empañó. El lobo se arrojó una vez más contra la barrera y fue como si el cristal se evaporara de su marco en una centelleante cascada de luces y sonidos.

Los gigantescos dientes del lobo entraron dentro del coche. Los dientes eran blancos y amarillos, y los labios del animal eran negros y se habían contraído para desnudar los dientes. Aquellos blanquísimos dientes se volvieron rojos al hundirse en la garganta de su padre. Chey oyó que su padre intentaba hablar. Al tratar de decirle algo, le salió un borboteo. El lobo retrocedió y el cuerpo de su padre tiró del cinturón de seguridad. Los cristales del parabrisas estaban por todas partes, en el suelo, en el salpicadero, en el cabello de Chey. El lobo tiró de nuevo y la garganta de su padre se desgarró. Sus ojos todavía miraban a Chey.

Sus ojos parecían serenos. Como si controlaran plenamente la situación. Aún trataban de convencerla de que no pasaba nada. Su padre le mentía con los ojos.

En los ojos verdes del lobo no se reflejaba más que la verdad.

Chey chilló. Chilló y chilló, pero no parecía que el lobo la oyera.

Su padre aún trataba de hablar. Movió los labios y levantó la mano hacia ella, pero parecía que no pudiera levantarla lo suficiente. Con un ruido sordo y suave, la mano cayó de nuevo sobre el asiento que los separaba. La sangre manaba de su garganta y le mojaba la camisa. El lobo se abalanzó de nuevo sobre él y le clavó los dientes en el hombro y el pecho. Tiró, y tiró, y el cuerpo de su padre escapó del cinturón de seguridad, con los brazos y los pies colgando. El lobo lo arrastró hasta la carretera.

Entonces... Chey se quedó sola en el coche. Su padre había... había desaparecido junto con el lobo.

El silencio habría sido completo si el CD no hubiera estado sonando todavía. Chey lo apagó.

Por el boquete en el parabrisas entraba aire fresco, una brisa que acariciaba la humedad de su rostro. Chey enderezó el cuerpo y miró afuera.

Allí, a la luz de los faros delanteros, el lobo destrozaba el cadáver de su padre. Arrancaba pedazos de su cuerpo y los engullía convulsivamente. Lo devoraba. El lobo levantó la mirada con el rostro cubierto de sangre, salvo por esos ojos fríos como el invierno. Esos ojos odiosos. Se volvieron hacia Chey y la juzgaron, y la condenaron. La despreciaron.

«Dentro de un minuto —decían esos ojos—, habré terminado con esto. Entonces iré a por ti.»

Capítulo 22

Su padre... su padre había muerto. Había... había muerto.

Fue como ese momento en el que el avión aterriza y la presión en los oídos es tan intensa que no se puede oír nada. Entonces los oídos estallan y, de repente, se vuelve a oír. El tiempo avanzó de nuevo y todo volvió a la realidad.

Chey chillaba y chillaba. Se había cubierto los ojos con las manos para no tener que verlo y oprimía el rostro contra su propio hombro.

Siguió chillando.

No cambió nada con ello. No le sirvió para nada. El aire entraba y salía de sus pulmones, pero Chey seguía allí sentada. Estaba allí sentada sin hacer nada. La situación no había cambiado: iba a morir. El lobo iba a hacerla pedazos y... y...

Aún chillaba cuando se desabrochó el cinturón de seguridad, pero, por lo menos, reaccionaba. Lograba hacer algo. Tenía la intención de abrir la puerta muy lentamente y salir. Y entonces correría con toda la velocidad que pudiera.

Correría hasta encontrar a alguien, alguien que pudiese ayudarla. Alguien que pudiera arreglarlo todo. De alguna manera. No tenía que preocuparse por los detalles, por cómo podría arreglarse todo, porque en cuanto encontrara a esa persona, a ese hipotético Buen Samaritano, todas sus preguntas hallarían respuesta. Lo único que tenía que hacer era salir y correr.

Pero eso no funcionaría, ¿verdad? Correría tan rápido como le permitiera su cuerpo, pero no sería suficiente. Sabía que no. El lobo no la dejaría marchar. El lobo le daría alcance. La atraparía y la mataría.

Eso era lo que el lobo quería. Y el lobo tenía toda la fuerza necesaria. Tenía esos dientes, tenía zarpas y tenía millones y millones de años de evolución de su parte. Sería muy, muy hábil en perseguir a niñitas en la oscuridad y hacerlas pedazos. Había un motivo por el que se habían inventado el fuego, y las armas de fuego, y las ciudades: como medio para protegerse de los... de los monstruos que corrían en la oscuridad.

No tenía nada de eso a mano. Si entraba en el juego del lobo, moriría.

Pero algo habría que pudiese hacer. Algo que no fuera correr. Pensó de nuevo en el mítico personaje envuelto en la noche que lo arreglaría todo. Ese personaje estaba demasiado lejos como para poder ayudarla. Chey debería ayudarse a sí misma.

Y eso significaba que, antes que nada, tenía que empezar a pensar. Tenía que dejar de chillar para poder oír sus propios pensamientos. De algún lugar en su interior sacó fuerzas suficientes para dejar de chillar.

En cuanto, lo hubo conseguido, también fue capaz de oír otras cosas. Oyó los huesos que crujían entre los gigantescos dientes. Eso la hizo estar a punto de ponerse a chillar de nuevo. Necesitaba algo. Necesitaba algo que la ayudara a no chillar. Eso la ayudaría a pensar. Buscó entre los cristales rotos y el tapizado de vinilo hecho trizas.

Contempló la sangre que empapaba el asiento del conductor. La sangre de su padre. El cinturón de seguridad reposaba inerte sobre la sangre. Había tanta sangre...

Tuvo una idea. No fue una epifanía brillante, ni un momento de inspiración. Pero sí fue un pensamiento sólido y bueno para un momento en el que su cerebro a duras penas funcionaba, así que se aforró a él, como un montañero se aferra a un último pitón mal sujeto porque su única alternativa es dejarse caer en el vacío.

El paso siguiente fue ponerse a sí misma en movimiento. Poner en marcha su propio plan. El cuerpo entero le temblaba, aunque no hiciera mucho frío. Se deslizó sobre el asiento y metió las piernas en el lugar del conductor.

Tenía doce años. No había conducido jamás un coche ni sabía cómo hacerlo. Sí había jugado a videojuegos en los que había que conducir un coche. Miró abajo y vio dos pedales. Había esperado encontrar tres. ¿No tenían que ser tres? Pisó uno de ellos con todo su peso y el coche dio una ligera sacudida hacia adelante y hacia atrás.

A la luz de los faros del coche, el lobo arrancó un trozo de aspecto fibroso del cadáver de su padre. Chey no estaba segura, pero le pareció que uno de sus brazos ya no estaba allí. ¿Acaso el lobo no iría a por ella hasta que se lo hubiera comido todo? Tal vez pensara que tenía todo el tiempo del mundo. Tal vez quisiera disfrutar de su ágape.

Faltó poco para que Chey vomitara. Pero eso no le habría servido de nada en aquel momento. No figuraba en su plan.

Probó a pisar el otro pedal, el que aún no había tocado, y el coche empezó a vibrar, pero no se movió. Chey no levantó el pie, y el motor zumbó irritado. Bastó para captar la atención del lobo, que apartó el rostro del costado de su padre y caminó hacia el lado del vehículo.

Chey había logrado que el lobo pensara que tenía que ir a por ella. Había logrado convertirse en su prioridad. Y eso no le convenía para nada.

—¡Vete! —le chilló Chey—. ¡Vete! —Ninguno de los dos pedales había funcionado y no sabía qué más podía hacer. Estaba convencida de haber pisado el acelerador, pero... pero ¿por qué no arrancaba el coche? Pisó de nuevo el pedal, y el coche rugió de nuevo. Los faros centellearon, pero...

¿Qué había dicho su padre? ¿Un momento antes de que el lobo lo capturase? Había dicho que arrancaría el coche. ¿Qué había querido decir?

El lobo dio otro paso. Se acercaba a la puerta del conductor. ¿Estaba sonriendo?

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