Un deseo similar al que había sentido por la sangre de la liebre despertó en su interior. Similar, pero no exactamente igual. La loba odiaba ese olor humano. Lo odiaba con una pureza de intención que no había sentido jamás. Empezó a levantarse sobre sus patas, pero el macho le dio otro golpe con el hocico y dejó de moverse. La cosa que olía a humano estaba muy arriba, en el aire, y volaba como un ave. La loba no podía capturarla, ni matarla, igual que no habría podido atrapar la luna y hacerla bajar del cielo. El macho quería que la hembra notara su presencia, pero también sabía que había cosas que se encontraban más allá de su poder.
Al cabo de un instante el olor y el sonido dejaron de estar allí. Tras pasar por encima de las copas de los árboles desaparecieron. La loba se tumbó sobre el suelo, calmada y con la panza llena, y no pensó más en el asunto. Cuando el macho se puso a olerle los cuartos traseros, no se volvió para rechazarle. Después de todo, la estaba olisqueando como amigo. Al menos en aquella ocasión.
Lugar y Fecha.
Chey despertó agarrotada y desnuda. Powell, también desnudo, estaba tendido sobre sus piernas. Su... su pene le resbalaba sobre el muslo. No estaba fláccido del todo.
—Buaj —masculló.
De puro asco, su corazón se puso a palpitar con fuerza. Pensó que iba a vomitar. Una cosa era que Powell le pusiera la mano sobre el hombro, pero aquello... No tenía que acercarse a él. No de aquel modo. «Santo cielo», dijo, y su cuerpo entero fue presa de estremecimientos, pero no por el frío. Salió de debajo de Powell y corrió a ocultarse detrás de un árbol. Cuando miró de nuevo, los ojos del hombre se habían abierto y la observaban, pero su cuerpo seguía inmóvil, tendido en el suelo como un cadáver.
—Esto es horroroso —dijo Chey—. Definitivamente esto es horroroso.
Powell no se cubrió de ningún modo. Ni siquiera se miró a sí mismo.
—No te pongas tan nerviosa —le dijo—. ¿Nunca le habías visto la cosita a un hombre?
—¿La cosita, dices? ¿La cosita? Pero tío, ¿tú cuántos años tienes? ¿Doce? —Se volvió y se cubrió el rostro. Cuando le miró de nuevo, aún no se había movido—. Tápate la cosita esa, por favor. Ahora mismo.
Powell esperó un momento. Luego sonrió con cierto grado de auto- satisfacción. A ella no le gustó nada. Por fin, el hombre se sentó y puso las piernas de manera que no... no quedara tan desnudo.
—Tú sabías que regresaríamos sin ropa —dijo en un tono que casi era de disculpa.
—¡Pero no pensaba que te encontraría encima de mí!
Powell se encogió de hombros.
—Yo no controlo lo que hace mi lobo.
Chey sintió un nuevo acceso de asco que le subía del estómago hasta el paladar.
—No. No, Dios mío, no. No lo hemos hecho. No, está claro que no. Por favor, dime que no...
—Mis recuerdos no llegan ni a borrosos. Pero, no, creo que no.
Con eso le dio algún consuelo. Chey cruzó ambos brazos para esconder los pechos y dijo:
—No puedo pasarme el resto de mi vida haciendo esto. ¡Y no me mires!
Powell levantó las manos y se cubrió los ojos.
—Dzo llegará dentro de poco. Trataré de no mirarte hasta que te hayas vestido.
Chey se sentó sobre una blanda alfombra de líquenes. Sentía que en ambos brazos se le había puesto la carne de gallina, pero esta vez sabía que no iba a morir de hipotermia. Contempló al hombre durante un rato, se fijó en que se cubría los ojos con las manos y afloró en ella un sentimiento de culpabilidad. Llegó a la conclusión de que había sido muy desagradable con él. Todo lo que le había dicho Powell era cierto.
—Lo siento —dijo. Su estómago bramó, y Chey se dio cuenta que tal vez sus náuseas no provinieran tan sólo del horror de haberse despertado desnuda junto a Powell. Sintió como si hubiera comido algo que no le sentara bien a su cuerpo. En un repentino acceso de sabiduría, comprendió que sería mejor no descubrir de qué se trataba—. Sé muy bien que no querías cargar con una loba novata que ni siquiera sabe cazar. He sido muy repelente.
—Es comprensible —le respondió Powell—. Tú tampoco querías verte así. Y espero que encuentres fuerzas en tu corazón para perdonarme.
Chey iba a decirle algo. Pero entonces se mordió el labio con tanta fuerza que lo hizo sangrar.
Había estado a punto de dar un paso en esa dirección, había estado, sin pensarlo, a punto de decirle que sí, que lo perdonaba, pero entonces su antiguo yo, su yo puramente humano, había retrocedido espantado dentro de su cerebro, se había agitado violentamente en señal de rechazo. «No te perdonaré en toda tu vida —habría querido decir—. Jamás.»
Optó por cambiar de tema. Por decirle algo, lo que fuera.
—Me encuentro muy lejos de mi elemento —dijo—. No entiendo nada de lo que sucede aquí. Las brújulas no apuntan al norte. Estamos a finales de junio, el día dura dieciocho horas, pero en ningún momento se siente el calor. Y esos árboles... ¿por qué diablos apunta cada uno en una dirección distinta? Durante toda mi vida había pensado que los árboles crecían siempre hacia arriba.
—Y éstos, originalmente, también. —Powell se había echado de bruces, con las manos todavía sobre los ojos. Técnicamente no estaba enseñando el trasero. Pero Chey se lo habría podido ver si hubiese querido. Se dijo a sí misma que estaba totalmente convencida de no querer verlo—. Es cosa del permagel. Son aguas subterráneas que están siempre heladas y no experimentan ningún deshielo, ni siquiera en verano...
—Sí, lo había visto en un documental sobre la naturaleza —dijo ella.
Por un instante pareció como si Powell no entendiera de qué le había hablado Chey. Prosiguió con su explicación.
—Algunas zonas, las que están cubiertas por sombras, permanecen congeladas durante el año entero. En otras áreas sí que se produce el deshielo y quedan cubiertas de barro, adoptando una forma irregular. —Tenía las dos manos juntas y entonces bajó una, con lo que la otra quedó más alta—. La tierra que nos rodea es fluida. Parece estable, pero no lo es, sino que se mueve muy lentamente. Si pudieras observarla durante el tiempo suficiente, por ejemplo a lo largo de un año, verías que forma olas como las de la superficie del océano. Los mineros y leñadores que venían aquí lo llamaban el bosque borracho.
Chey recostó el mentón sobre la rodilla.
—Llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad?
—Hará casi doce años. Se puede descubrir mucho sobre un lugar tan sólo con vivir en él y prestarle atención. Yo he llegado a amarlo.
—¿Por qué? —le preguntó Chey.
—Bueno... tiene sus encantos. Por ejemplo, al norte del Círculo Polar todos los meses tienen días en los que la luna no llega a salir. Por supuesto que también hay días en los que nunca se pone.
—No —dijo ella. Contuvo el aliento. Iba a hacerle una de las preguntas más importantes. Ella misma se la había hecho durante mucho tiempo—. Pero... ¿cómo es que viniste a parar aquí? Dzo me ha contado que vives en este lugar porque no hay nadie y así no puedes hacerle daño a nadie. Es un buen motivo. Pero, aunque sea ésa la razón principal, no debe de ser la única.
—Tengo otras —admitió Powell, en tono súbitamente rudo. Chey se asomó desde detrás del árbol y se encontró con que el hombre la miraba fijamente—. No sé si puedo confiarte ese tipo de información o no.
—¿No te parece que me lo debes? —preguntó Chey. Entrecerró los ojos y, sintiéndose incómoda, cambió de postura—. No te lo pregunto por fisgonear. Si vamos a pasar juntos el resto de nuestra vida, tengo que comprenderte mejor.
—No dramatices —se apresuró a responderle él.
Hummm. Chey se llevó la impresión de que había abierto un primera boquete en el muro. Se decidió a sacar provecho del momento.
—¿No son ésas las perspectivas que tenemos? Dzo me lo ha dicho. .. no puedes dejarme marchar. Yo podría ir hacia el sur. Regresar a la civilización. Y una vez allí podría hacerle daño a alguien. Y por ello tienes que retenerme aquí, donde te sea posible vigilarme. Este lugar —dijo, para referirse a la totalidad del Norte— es una gigantesca celda, y tú y yo somos compañeros de encierro. Quieres que te perdone por... todo lo que ha ocurrido. ¿Por qué no empiezas a ganártelo con tu sinceridad?
Chey se dio cuenta de que sus argumentos funcionaban, de que estaba convenciéndole. Quería que Powell se lo dijera, que le confesara por qué había huido a aquel helado paraje. Si le confesaba lo que había hecho, se daría por satisfecha. Él abrió la boca para hablar, pero entonces oyeron los bocinazos de la camioneta de Dzo, que les llamaba desde el bosque.
El hechizo se rompió.
—Quizás hablemos más tarde sobre esto —dijo, pero en realidad quería decir que no tenía intención de hacerlo. Chey conocía bien ese juego.
Anduvieron juntos, desnudos, por entre los árboles. Powell iba delante para no verla. Chey contempló las formas angulares de su espalda y los huesos que se perfilaban bajo los hombros, y se preguntó si no le habría sido posible entenderse con él. Tuvo que sacarse de la cabeza tales pensamientos. Hacía un momento le había funcionado el hablar sobre otras cosas. Sobre lo extraño que era el mundo de Powell.
—Pues entonces, ¿me contarás otra cosa? —preguntó.
Powell, con aparentes escrúpulos, masculló un «sí».
—¿Me vas a contar cómo te convertiste en lobo?
Powell volvió el rostro hacia ella, y Chey se cubrió los pechos con ambos brazos, aunque, de todos modos, él le miraba a los ojos.
—Está bien —dijo—. Eso sí que voy a decírtelo.
Lugar y Fecha.
—Nací hace tiempo en Winnipeg —empezó a relatar Powell, una vez se hubieron sentado en la zona de carga de la camioneta de Dzo, de camino a casa—. Tuve una infancia muy normal. Jugaba con sol- daditos de hojalata igual que todos los niños y ayudaba en el colmado de mi padre. No fui demasiado a la escuela, pero como tampoco sabía lo que eso representaría luego, tampoco me quejaba. Entonces, al cumplir los diecinueve años, me llamaron para que sirviera al país en la Gran Guerra —dijo Powell, y apartó el rostro—. Me imagino que tú debes de conocerla como primera guerra mundial.
—¡Alto ahí! —le dijo Chey. Acababa de darse cuenta de algo—. ¿Todo eso ocurrió cuando tenías diecinueve años? ¿La primera guerra mundial empezó cuando tú tenías diecinueve años?
—Nací en mil ochocientos noventa y cinco.
Chey negó con la cabeza.
—No parece que tengas más de cuarenta años —dijo. Salvo por sus ojos, que parecían los de un anciano. Se lo habían parecido desde el primer momento.
—Casi cada día nos transformamos. Y entonces, no es que sólo nos salga pelo y nos crezcan los dientes. Todas las células de nuestro cuerpo se alteran y se renuevan. No tienen tiempo para envejecer. Es cierto, Chey. Tengo ciento once años. Y he sido lobo durante la mayor parte de ese tiempo. Me imagino la pregunta que me harás ahora, pero no puedo responderte. No sé si al final moriremos de viejos o no. Me siento tan sano como la primera vez que me transformé, pero no puedo decirte nada más.
Chey sintió un cosquilleo que le recorrió la columna vertebral, porque se imaginó lo que sería pasarse todo ese tiempo deambulando por los rincones más abandonados del planeta. Se preguntó hasta cuándo duraría su vida. Le aguardaban décadas, tal vez siglos de inacabables transformaciones. De despertar desnuda en el bosque nevado. Sintió la apremiante necesidad de cambiar de tema.
—¿Llevaste uno de esos cascos tan divertidos en forma de plato?
—Sí, ¡joder si lo llevé! —exclamó, y la nuca se le enrojeció. Era la primera vez que Chey le oía decir un taco—. Llevaba uno de esos cascos Mark One que pesaban un kilo. Y perneras color caqui que se suponía que tenían que impedir que se me mojaran los pies, pero que no me servían para nada. No sé qué te habrán explicado sobre esa guerra, ni sobre los motivos por los que luchamos, pero para mí la única realidad de todo aquello fue el fango. Ah, sí, nos hacían cantar canciones muy bonitas sobre la reina y sobre la patria, pero, en el día a día de verdad, cuando todo estaba dicho y hecho, lo único que puedo recordar de la guerra es el olor a pies de otros hombres y montones de fango. Fango por todas partes. Los alemanes bombardeaban nuestro fango y nosotros bombardeábamos el suyo, y a veces nos apoderábamos de su fango y a veces teníamos que devolvérselo. Nos hacíamos hoyos en el fango para tratar de escapar de las explosiones y entonces nos hundíamos en el fango y aguardábamos la muerte. A menudo nos decían que pasáramos arrastrándonos al otro lado de una alambrada y disparásemos contra todo lo que viéramos. Todo el mundo sabía lo que eso significaba: que la mayoría de nosotros no regresaríamos. Fue la primera guerra en la que se emplearon ametralladoras, ¿sabes?, y tanques, y bombardeos aéreos, y gas venenoso, y nadie sabía cuántos hombres con cascos Mark One y perneras podrían sobrevivir a todo eso, y fueron muchos los que no sobrevivieron. Hacíamos lo que podíamos por no pensar en ello. En todo momento corría el alcohol, pero siempre alcohol barato, alcohol que la gente elaboraba en cafeteras viejas, y el estómago tardaba varios días en recuperarse. También había mujeres. AI fin y al cabo, estábamos en Francia, y se suponía que en Francia abundaban las chicas guapas. Qué lástima que todas hubieran emigrado a lugares no tan enfangados cuando el tiroteo empezó. Las que se quedaron no eran las más guapas, pero bueno, digamos que eran más amistosas que las de nuestro país. Sobre todo si era el día después de cobrar. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Chey sonrió.
—Sí, sí lo entiendo.
—Una de esas noches, mis amigos y yo tomamos prestado un todoterreno y nos paseamos durante varias horas en busca de una mujer que se prestara a pasar un rato con unos soldados. Entonces, cuando ya estábamos a punto de regresar, un compañero de Vancouver me gritó que frenara. Miré por el parabrisas y la vi allí, junto a la carretera, como si nos hubiera estado esperando. Una mujer, una verdadera
jeune filie
francesa como las que siempre queríamos encontrar, pero que sabíamos que no encontraríamos nunca. Ay, qué hermosa era. Melena pelirroja y una piel cremosa, y ni una sola prenda de ropa sobre el cuerpo.
—Debisteis de llevaros una buena sorpresa —le dijo Chey.
—Sí, por Dios bendito, sí. Sobre todo en esa época. Sé que te costará creerlo,*pero en esos tiempos, cuando un hombre le veía el tobillo a una chica, corría a decírselo a los amigos. Vimos a esa chica allí de pie, tal como vino al mundo, y, bueno, creo que pensamos que era alguna especie de fantasma, o de ángel, o algo así. Ninguno de nosotros fue capaz de imaginarse cómo habíamos podido tener tanta suerte. Pero eran tiempos de guerra. Había gente enloquecida por todas partes. ¿Sabes lo que es la fatiga del combate?