Aquello era como llegar al paraíso.
Dzo abandonó la camioneta de un salto sin mediar palabra y volvió a cubrirse el rostro con la máscara blanca antes de correr hacia la puerta de la casa. Las pieles ondularon atrás y adelante mientras abría la puerta de un empujón y se asomaba adentro. Gritó «Hola» en un par de ocasiones, y luego:
—¡Eh, Monty, ¿estás ahí?!
No hubo respuesta. Dobló la esquina de la casa y se perdió de vista.
Chey habría querido seguirle, pues no le gustaba la idea de quedarse sola, ni que fuera por un segundo, pero no se atrevió a caminar con la pierna herida. Adelantó el cuerpo para mirar por el embarrado parabrisas y observó el tejado de la casa. Los tablones se veían inmaculados, como recién reparados. No encontró nada de lo que buscaba (parabólicas, mástiles de radio, antenas de onda corta o algo por el estilo), y se entendía que fuera así. Si se encontraba en el lugar que había imaginado, no tendría manera de contactar directamente con el mundo exterior.
Al notar que habían pasado varios minutos y Dzo no regresaba, decidió ir ella sola hasta la casa. Se dijo que quizá dentro haría más calor. Tal vez tuviera calefacción central. O, por lo menos, una estufa de leña.
Abrió la portezuela y saltó a la tierra allanada del claro. Tuvo cuidado de aterrizar sobre el pie bueno. Olió humo de leña y polen, y descubrió otro aroma en la cercanía, el olor almizcleño de un animal. Oyó el crujido de la pinaza bajo la planta de un pie y se le cortó la respiración. Se volvió con un brinco de hemipléjica. Había alguien a su espalda.
Era un hombre joven, esbelto, vestido con una camisa de trabajo de algodón gris, unos pantalones vaqueros y unas sencillas botas camperas. Lo primero que miró fueron sus manos: estaban sucias y callosas, pero sus dedos se veían delgados y sensibles. Tenía la tez pálida y el cabello negro como el carbón, corto y cuidadosamente peinado hacia un lado. La piel de las mejillas y la frente era tersa —Chey pensó que no podía pasar de los cuarenta años—, pero tenía una maraña de arrugas en torno a los ojos, como si éstos fueran mucho más viejos que el resto de su cuerpo. Eran ojos claros, inquisitivos, de un gélido color verde que Chey ya conocía. Ah, sí, no olvidaría jamás ese color.
Eran aquellos ojos.
«Te pillé», pensó para sí. Agarró con fuerza las riendas de sus emociones y no permitió que trascendieran a su rostro.
Chey le sonrió al dueño de la casa.
—Hola, me llamo Chey —le dijo—. Cheyenne Clark. Tú debes de ser Monty —prosiguió, y le tendió la mano. El hombre la aceptó y la estrechó una sola vez: un ritual que a duras penas llegó a completar. Su mano era fuerte, pero no estrujaba. Era la mano de un hombre que no tenía necesidad de demostrar nada.
—Y tú debes de ser el último descubrimiento de Dzo. —El hombre la miró de arriba abajo, y sus ojos se detuvieron en las caderas de la joven. Chey se preguntó cuánto tiempo llevaría sin ver a una mujer, si de verdad vivía en aquel bosque durante todo el año (y así era, Chey lo sabía, estaba segura de ello)—. Mis amigos me llaman por mi nombre de pila, Montgomery —le contestó, y se volvió hacia la casa. Se alejó de ella sin dejar de hablar. Dio a entender con su lenguaje corporal que Chey podía seguirle, si quería, pero que a él no le importaba lo que hiciera. Su lenguaje corporal mentía, y sin éxito. Chey se dio cuenta de que el hombre tenía toda su atención puesta en ella, aun cuando hubiera apartado los ojos—. A ti no te conozco, así que puedes llamarme señor Powell. Pero ¿a qué estás esperando? —dijo, y finalmente se volvió para mirarla de nuevo. Chey no podía seguirle por culpa del tobillo herido.
El hombre volvió a mirarla, y esta vez se apercibió del calcetín manchado de sangre y de la pierna hinchada.
—Maldita sea —dijo, en voz tan baja que Chey apenas si lo oyó. Lo dijo con una voz tan suave como el sonido de las agujas de pino al llegar al suelo.
Se acercó de nuevo a Chey, lo bastante cerca como para que ella pudiera olerle. No apestaba a montañés, pero tampoco se había puesto ningún desodorante, ni agua de colonia, ni loción para el afeitado. Olía, más que nada, a humo de leña.
El hombre se agachó y empezó a desatarle la bota. Dolió, dolió muchísimo, pero el hombre no se detuvo, aunque Chey lloriquease y apretara la espalda contra el capó de la camioneta. Montgomery le sacó la bota de un tirón, y luego el calcetín.
Chey no quiso mirar. No quería ver lo que se había estado temiendo: la herida inflamada, la supuración sobre la carne purpúrea. Las manchas negruzcas y amarillentas sobre la hinchazón del tobillo, una hinchazón que estaba a punto de abrirle grietas en la piel.
—No es grave —sentenció el hombre.
¿Le estaría tomando el pelo? No parecía el tipo de hombre que haría esas cosas. Se arriesgó a echar una mirada hacia abajo.
Tenía el tobillo cubierto de coágulos de sangre, pero no tanto como había esperado. Una cicatriz le recorría la parte exterior del tobillo y estaba abultada por el tejido recién formado, pero... pero parecía ya antigua. Parecía como si se le hubiera curado meses antes. No estaba hinchada ni se apreciaban indicios de infección.
Era imposible... ¿cómo había podido dolerle tanto? Y ¿cómo se le había podido curar con tanta rapidez? No podía ser que...
—Quédate ahí —masculló Monty. Sin mediar otra palabra, se marchó a toda prisa al otro lado de la cabaña. Chey oyó la voz de Dzo, oyó que el hombrecito se reía, pero también que su carcajada se interrumpía de pronto. Los dos empezaron a discutir en murmullos, pero Chey no los oía bien. Tenía muy claro lo que estarían diciendo.
Con mucho cuidado, con grandes precauciones, metió de nuevo el pie herido dentro de la bota, sin molestarse en volver a ponerse el calcetín. Luego se apoyó sobre ese pie, sólo un poco. Al poner el peso de su cuerpo sobre él, le dolió. Le dolió mucho. Pero no tanto como había esperado.
Podía caminar de nuevo. Y eso quería decir que tenía varias opciones.
Anduvo cojeando hasta la puerta principal de la casa y entró. Necesitaba más información.
La cabaña constaba de una pequeña habitación y una buhardilla, a la que había que subir por una escalerilla de mano, porque no había escalera. La casa olía a humo de hacía mucho tiempo y a moho relativamente reciente. La luz del sol que atravesaba las cortinas amarillentas teñía las estancias de un color ambarino que les daba un aire tradicional y hogareño, sin llegar a pintoresco. Los muebles, pocos en número, estaban hechos en su mayor parte de madera sin desbastar. Los asientos de las sillas y la superficie de la mesa estaban pulimentados con papel de lija y acabados, pero en cambio la corteza aún adornaba, por ejemplo, las patas de un taburete o la cara inferior de un estante. No había televisor, ni radio, ni enchufe alguno. Pero, bueno ¿de dónde habría podido venir la electricidad? Tan al norte no había centrales eléctricas, ni redes de distribución. Chey se preguntó de dónde sacaría Dzo el combustible para la camioneta.
Sí que había una estufa de leña, pero no estaba encendida. Vio una caja de cerillas a prueba de agua encima de una carbonera, al lado de la estufa, pero no encontró leña, ni tampoco vio nada de lo que pudiera servirse para encender fuego. Por ello, no le prestó más atención a la estufa. De todas maneras, no habría tenido tiempo de encender un fuego de verdad. En cualquier momento, los dos hombres tomarían una decisión e irían en su busca.
Buscó comida por el resto de la casa. Tenía muchísima hambre y estaba totalmente dispuesta a robar cualquier cosa que pareciera comestible. Pero no encontró nada. Powell debía de cocinar en la estufa, aunque apenas hubiera cazos y sartenes a la vista. Convencida de que debía de haber comida en algún lugar, Chey trepó por la escalerilla y examinó el abarrotado segundo piso. Tampoco allí encontró comida, pero sí que descubrió, por lo menos, algunos rastros de personalidad. Powell dormía en un colchón tendido sobre las tablas del suelo. La sábanas estaban en su sitio y bien arregladas. Había una lámpara de queroseno cerca de la almohada, y al lado de ésta varios montones de libros: viejas ediciones en rústica con las cubiertas gastadas por el uso, desde Zane Grey hasta novelas de espías y de hospitales. Cerca de la cabecera había un montón bien ordenado de libros de texto y manuales técnicos, casi todos sobre temas científicos. Química, una guía de plantas comestibles, Elementos de Agrimensura e Ingeniería Civil. Ninguno de los libros tenía menos de siete años. El más reciente era un Almanaque del Viejo Granjero de 2001, estropeado de tanto hojearlo. Al otro extremo de la buhardilla descubrió un par de álbumes de crucigramas muy deteriorados. Alguien había rellenado a lápiz los crucigramas, había borrado las letras con gran cuidado (las migajas negras de la goma usada caían de las páginas chupando Chey las pasaba) y luego los había vuelto a rellenar. Detrás de los libros encontró un cubo de Rubik a medio terminar, abandonado, a juzgar por la gruesa capa de polvo que cubría su cara superior.
Bajó por la escalerilla, porque no creía que pudiera descubrir nada más, y volvió a buscar algo que comer. La corteza frita de Dzo había resucitado milagrosamente su apetito. Como si durante diez días hubiera olvidado por completo la existencia de la comida y la hubiese recordado de pronto, su estómago gruñía y rezongaba. Pero apenas encontró nada que pudiera satisfacerla. En los armarios no había nada, salvo un par de latas de maíz y guisantes cubiertas de polvo, y Chey pensó que su contenido no sería comestible, aun cuando encontrase la manera de abrirlas. Las etiquetas medio borradas parecían de otra época.
El armario de los licores prometía un poquito más. Encontró algunas botellas medio llenas de Scotch y pensó lo mucho que le gustaría sentarse a tomar un trago. Pero entonces oyó que los dos hombres volvían a la parte delantera de la cabaña. Como no entendió lo que decían, se agachó detrás de la ventana, desde donde podría oírlos mejor, e incluso verlos sin ser descubierta.
—Le he visto el tobillo —decía Powell—. Tenía un arañazo. Ha entrado en el club, o, si no, entrará dentro de muy poco.
Dzo se encogía de hombros.
—Desde luego. Por eso la he traído hasta aquí.
—Supongo que eso es lo que te ha parecido mejor —dijo Powell.
Se detuvo al pie de la ventana, pero no miró adentro—. Pero yo no puedo permitir que se transforme. Hará daño a alguien. Quizás incluso lo propague a otros. No puedo permitirlo. —Sostenía algo con ambas manos. Era un hacha como las que se emplean para talar árboles, de un color apagado y herrumbroso como el de la camioneta de Dzo—. ¿Quieres hacer tú los honores?
—No, de ninguna manera —se negó Dzo, y sus pieles se agitaron a modo de negación. Chey no podía verle el rostro, oculto tras la máscara blanca.
—Pues entonces lo haré yo. Dentro de pocos minutos habrá salido la luna. Creo que si le cortamos ahora la cabeza, todo irá bien.
Cuando llegaron a la puerta, Chey ya no estaba.
Chey pensaba que no sería capaz de correr. Aunque el tobillo se le hubiese curado con mucha rapidez, aún estaría, como mínimo, torcido, y después de tanto moverse por el bosque tenía la pierna rígida y dolorida. Pero al darse cuenta de que su otra opción era que la decapitaran, descubrió que podía correr muy bien.
De todas maneras, le dolía. Todos los huesos de la pierna le vibraban de puro dolor, pero la adrenalina, o las endorfinas, u otra maravillosa sustancia química que le corría por la sangre la mantenía en movimiento.
Pasó corriendo entre los dos cobertizos que se encontraban al lado de la cabaña, golpeó la vieja madera de uno de ellos con la mano y salió lanzada hacia el bosque. Los árboles la aceptaron sin rechistar cuando zigzagueó entre sus troncos y sus pies se hundieron en la alfombra de pinaza. Saltó sobre una maraña de ramas grisáceas, igual de gruesas que sus muñecas, y aterrizó al otro lado, sobre una masa de bejines que estallaron en esporas amarillentas. Se maldijo a sí misma en silencio. Cualquier rastreador que conociera su oficio descubriría las setas aplastadas y sabría que había pasado por allí. Y tenía motivos para pensar que Powell era un excelente rastreador.
¿Podría dejarlo atrás? Lo dudaba. Y eso que cada vez que daba un paso, la pierna le dolía menos; tal vez el esfuerzo estaba ayudando a extraer líquido de los tejidos hinchados. Había dejado de hacerse preguntas... aquellos ojos la habían convencido. Powell era un monstruo. Sería más rápido que ella, y mucho, mucho más fuerte. Y si no había juzgado mal la inteligencia que afloraba a sus ojos, y la manera como la había mirado, también sería más astuto. Ya había dado muestra de ello, ¿verdad? Había estado alerta desde el primer momento en el que Dzo la había llevado a la casa, preparado para lo que fuera —había pensado ella—. Y Powell la había sorprendido sin intentarlo siquiera.
Esquivó en plena carrera un grupo de abetos negros, que habían crecido tan cerca unos de otros que parecían una empalizada: faltaba poco para que los troncos se tocaran. Se agachó tras el improvisado refugio y se obligó a sí misma a no hacer ni un solo ruido. A no respirar siquiera con demasiada fuerza. Tal vez... tal vez pudiera hacer algo.
Estaba claro que había llegado el momento de emplear el teléfono. La ayuda no llegaría a tiempo, pero, al menos, tenía que intentarlo.
Se sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla. Estaba sin servicio, por supuesto. Eso no tenía nada de sorprendente. Pero levantó la tapa de la batería y pulsó un diminuto interruptor. No había ninguna marca que lo distinguiera. Su mismo diseño tenía como finalidad hacerlo pasar por una de las pestañas que sujetaban la tarjeta SIM. Una persona muy inteligente había invertido mucho tiempo en su diseño para que nadie pudiera detectarlo, aun cuando se apoderara del móvil y lo examinara en detalle. La luz de la pantalla se volvió algo más intensa y apareció el mensaje:
BUSCANDO CONEXIÓN POR SATELITE
No se había llevado el teléfono para eso, por supuesto. Se suponía que Chey no tenía que malgastar su preciosa batería en llamadas de emergencia. Pero en aquel momento... no le quedaba otra opción.
—Venga, por favor, venga —suplicaba, sin acordarse de que tenía que estar en silencio. Una figurita que imitaba una antena de radar giraba hacia uno y otro lado en la pantalla. Chey sacudió el teléfono con la mano, como si eso sirviera de algo.
La herrumbrosa cabeza del hacha mordió el tronco de un árbol que se encontraba cerca de su cara, con un resonante clac. Chey se quedó petrificada, incapaz de moverse, incapaz de pensar. El árbol vibró con el ruido y el impacto. Un escarabajo se elevó por el aire con un rabioso zumbido, molesto por el temblor de las ramas.