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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (17 page)

Finalmente, la madre de Chey volvió al trabajo. Ejercía de ayudante de abogado en un bufete especializado en temas laborales. Había dicho que no quería volver al trabajo bajo ningún concepto, que quería quedarse en casa con Chey y cuidar de ella, pero Chey le dijo que no le importaría quedarse sola. Era otra mentira, y su madre llegó a decirle que sabía que era mentira, pero como Chey no le dijo nada más, su madre le respondió que de acuerdo, que iría al trabajo, que juntas encontrarían una manera de que todo saliera bien. En su primer día de trabajo, llamó a Chey como mínimo una docena de veces para saber cómo se encontraba. Volvió a casa por la noche y se durmió en el sofá, y Chey se dio cuenta de que olía a alcohol. Pero no se convirtió en algo habitual. Un par de días después de haber vuelto al trabajo, la madre de Chey ya no vagabundeaba por la casa. Se parecía mucho más a la de antes.

Chey necesitó más tiempo para volver a la normalidad.

El perro del vecino era un pequeño schnauzer con barbas que le colgaban de la cara. Aunque no se parecía ni de lejos a un lobo, cada vez que ladraba, Chey pegaba un salto. El corazón se le aceleraba y se abrazaba a sí misma, hacía un ovillo con su propio cuerpo. Si paseaba con su madre por la ciudad, si la acompañaba a hacer la compra, cambiaba de acera tan pronto como veía un perro.

No dormía mucho. Tal vez unas pocas horas por noche. Empezó a sacar malas notas en la escuela, porque se dormía una y otra vez en la clase de álgebra. Probó todos los trucos para mantenerse despierta. Se clavaba la punta del lápiz en el muslo, se mordía la lengua, todo lo que fuera necesario, pero nunca le funcionaba.

El psicoterapeuta le dio tranquilizantes para que durmiera, y Prozac para que no se durmiera durante el día. Por culpa de esta mezcla, Chey se sentía como si tuviera anguilas vivas que le nadaban de un lado a otro dentro del cerebro, así que, al cabo de un tiempo, empezó a fingir que se tomaba las pastillas y a esconderlas detrás del cajón de su escritorio.

Se suponía que el psicoterapeuta era una persona con quien podía hablar, pero no tenía nada que decirle. Iba, se sentaba en su despacho y no le decía nada, sino que esperaba a que el otro desistiera. Eso fue exactamente lo que sucedió en un par de sesiones. El psicoterapeuta esperaba a que se agotara el tiempo y luego la mandaba a casa. Pero, al cabo de un tiempo, empezó a hacerle preguntas. Preguntas extrañas que la enfurecían o la inquietaban, sin que ella misma supiera por qué.

Le hacía muchas preguntas sobre perros. Le decía que tenía un perro, un dálmata. Le preguntó si le gustaría que llevara a su perro al despacho para que pudiera hacerle mimos. Chey le contestó que no, gracias. El psicoterapeuta la miró a la cara con aires de enterado y enarcó las cejas, como esperando a que dijera algo más. Pero Chey calló. El psicoterapeuta no volvió a hablarle de su perro dálmata.

Durante una de las sesiones empezó a hacerle preguntas que no le gustaron nada. Pero, en esta ocasión, no aceptó el silencio por respuesta. Quería saber lo que recordaba de su padre. Quería saber cuál era el aspecto físico de su padre. Chey pensó que sería fácil describírselo, pero entonces se dio cuenta de que no lo recordaba. Luego le preguntó si alguna vez había pensado en la muerte de su padre, y ella tuvo que reconocer que sí.

—¿Alguna vez has llegado a excitarte cuando lo recordabas? —le preguntó. Al oírlo, Chey sintió que el corazón le saltaba dentro del pecho. Le miró con toda la dureza de que fue capaz, pero el psicoterapeuta se arrellanó sobre su silla y aguardó su respuesta—. Esto es importante de verdad, Chey —le dijo—. Creo que estamos a punto de hacer un avance importante. Quiero enseñarte una foto —le dijo—. Tienes que decirme si esta foto es excitante. Se sacó un papel del bolsillo, una hoja plegada, arrancada de las páginas de una revista. La desplegó cuidadosamente y se la dio a la niña. Era la fotografía de un lobo con nieve en el hocico.

Chey le contó a su madre lo que había ocurrido y no tuvo que volver a la consulta.

Trató de vivir la vida de una chica normal. Hizo todo lo posible por integrarse en su entorno y llevarlo bien. Trató de actuar como una chica tonta y flirtear con chicos y lograr que la invitaran a fiestas. Nunca se sintió del todo a gusto en ellas, pero descubrió una gratificación inesperada. En las fiestas siempre había alcohol. Descubrió que con sólo tomarse dos o tres cervezas dormía bien toda la noche.

Capítulo 25

Cuando tenía dieciséis años, Chey pasó un verano en Colorado. El tío Bannerman fue a esperarla al aeropuerto de Denver, vestido con su uniforme. Chey lo había visto siempre de uniforme. Tenía un puesto en el ejército de Estados Unidos, pero cuando trataba de explicar en qué consistía exactamente su profesión, Chey no lo entendía. Se la llevó a las montañas, donde tenía preparado un campamento con dos pequeñas tiendas y una fogata.

—Vamos a pasar dos meses aquí —le dijo—. Sin teléfonos, sin Internet, sin los amigos del instituto. —Se quitó la chaqueta del uniforme y la corbata, y las guardó en una bolsa de plástico que llevaba en el maletero. Chey estaba confusa y algo asustada. Había ido hasta allí sin tener ni idea de lo que se encontraría—. Tu madre me ha dicho que descubrió hachís en tu mochila del colegio —le dijo—. No volverá a suceder. ¿De acuerdo?

—Sí, creo que sí —dijo ella. De todas maneras, el hachís no le había gustado. La había hecho sentir extraña y confusa, y eso la había puesto paranoica. Se había puesto a mirar todas las sombras de su habitación, que cambiaban de forma como si se movieran. Como si la rodearan—. Sí, vale.

—Cuando me hables, me llamarás «señor» —le dijo él. No era una broma—. Me ha dicho que sales con amigos nada recomendables. Chicas mayores que ya tienen malas costumbres.

Chey se encogió, avergonzada, y dio una patada en el suelo antes de responder.

—No digo que no. Pero saben pelear —contestó, con la idea de que, si alguien podía entenderlo, sería él—. Pensé que también podrían enseñarme a mí. Esto... señor.

—Pelear es una mala costumbre —sentenció él, aunque fuera un poco absurdo viniendo de labios de un militar. Pero la expresión de sus ojos se suavizó un poco—. Cheyenne —le dijo—, meterse en peleas no es lo mismo que aprender a defenderse.

Chey no supo hacer otra cosa que mirarle. El lo había entendido. Había comprendido qué era lo que ella quería aprender. Lo que había tratado de asimilar pasando mucho tiempo en compañía de chicas duras. Estaba asombrada. Ella misma no había logrado comprenderlo con tanta precisión.

—Dejémoslo. Concentrémonos en lo que nos espera, no en lo que hemos dejado atrás. Durante todo este verano llevarás una vida difícil. Te quedarás aquí, conmigo, y no nos marcharemos hasta que vea que puedes marcharte. De ti depende cómo será el tiempo que pasemos aquí. Tendrás la posibilidad de ayudarme. Puedes ir tú a por leña y fregar los platos cada noche. También tienes la posibilidad de no hacer absolutamente nada. Puedes quedarte por ahí sentada y mirar al vacío. Tú decidirás.

Si el hombre que hablaba hubiera sido cualquier otro, Chey lo habría mandado a paseo. Se habría escapado de noche y habría hecho autostop hasta la ciudad. Pero el hombre en cuestión era el tío Bannerman. Su tío no le había mentido jamás, ni siquiera en las ocasiones en las que probablemente habría tenido que hacerlo. Y jamás la había tratado como a una niña. Todo eso significaba para ella mucho más de lo que podía expresar. Por ello, le fregó los platos, le lavó la ropa en el arroyo y le llamó «señor».

Los dos primeros días cometió muchos errores. Recogió leña todavía verde que no acababa nunca de encenderse y soltaba grandes nubes de humo negro. Hizo un agujero en una de las camisas de su tío al frotar con una piedra una mancha difícil de borrar. Su tío no le dijo en ningún momento una palabra desagradable, pero tampoco la abrazaba, ni le decía que aquello no tenía importancia. Simplemente le enseñaba lo que había hecho mal y le explicaba cómo hacerlo mejor la próxima vez. De noche, Chey se tumbaba sobre suelo áspero, sin nada debajo salvo una manta, y le dolía el cuerpo entero. Echaba de menos a sus amigos, echaba de menos la televisión, y la pizza, y la ropa decente. A veces lloraba y echaba de menos a su madre. A veces sí le venía a la cabeza la idea de escapar, de aprovecharse de las horas de penumbra para bajar hasta la carretera y hacer autostop hasta Canadá. Esta última idea le dio aún más miedo. Le dio miedo porque pensó que había ido hasta allí para hacer algo, para aprender algo, y que si huía, no volvería a tener otra oportunidad para descubrir de qué se trataba. A veces lloraba hasta que, exhausta, se dormía, como una niña pequeña.

Pero al día siguiente se despertaba, tal vez con el cuerpo entumecido, y quejosa, pero más fuerte. Cada día de trabajo en el campamento la hacía más fuerte.

Una mañana, al emprender su expedición diaria en busca de leña, tropezó con una masa de madera muerta: un tronco podrido de abeto que había atravesado rodando medio acre de bosque, cuesta abajo, y había destrozado a su paso los árboles jóvenes. Estaba rojo y húmedo de savia, y cubierto de insectos. Tomó el hacha y cortó casi dos metros cúbicos de leña. Una y otra vez alzó los brazos para golpearlo con la herramienta, para que se partiera por donde fuese. Parecía que sus brazos no se fatigaran nunca. Cargó en una rastra la leña que había cortado y la llevó hasta el campamento. El tío Bannerman la contempló con genuina sorpresa. Estaba sentado y bebía café de una taza de hojalata. Chey trató de evitar su mirada mientras ordenaba cuidadosamente la leña bajo una lona azul.

—¿Por qué has traído tanta? —le preguntó—. Es más de la que necesitamos para esta noche. Tendremos suficiente para una semana.

—Sí, señor —dijo Chey—. Pero se me ha ocurrido que podría llover mañana, y así no tendré que salir a recoger ramitas por el barro.

—Mmíff —dijo él, y enarcó las cejas—. Buena idea.

Esas palabras fueron... la hicieron sentir... no sabía muy bien cómo la hicieron sentir. Pero le sentaron bien. Se sintió bien por haberse merecido aunque fuera una alabanza como ésa. Muy bien.

Después de tanto esfuerzo, estaba sudada y cubierta de resina, y por ello bajaron hasta un pequeño parque donde el agua estaba lo suficientemente cálida como para nadar en ella. Había una pequeña cabina para cambiarse, y primero entró él. En bañador se veía ridículo, pero Chey se las compuso para no reír. Entró después que él y se puso un bañador de una sola pieza. Salió de la cabina y al verle, le hizo un gesto con la mano. El tío Bannerman se le acercó, pero entonces las facciones de su rostro se endurecieron, y se detuvo sobre sus plantas.

Chey se miró a sí misma, preguntándose si su bañador dejaría demasiada piel al descubierto, o algo así. Entonces se dio cuenta de qué era lo que miraba su tío. Su nuevo tatuaje. Chey había ocultado su edad y se lo había hecho hacer en el centro de la ciudad. Su madre no lo había visto nunca. Nadie lo había visto, salvo sus amigos. Estaba hecho con tinta marrón y era muy sencillo, tan sólo la silueta de una zarpa de lobo sobre el pecho izquierdo.

—No es nada, señor —dijo, sin dejar de mirar al suelo.

—Es una obscenidad —le respondió él. Levantó ambos brazos a lado y lado, y cerró los puños con fuerza. Si no hubiera estado tan furioso, le habría hecho reír—. ¿Cómo diablos se te ocurrió hacerte eso?

Chey trató de explicárselo con palabras, pero no lo consiguió. Años más tarde se le ocurrió la respuesta correcta. «Porque el lobo era más fuerte que yo —podría haberle dicho—. Porque quería tener su fuerza.» En aquel momento no pudo hacer nada, salvo deshacerse en lágrimas. La mayoría de la gente habría desistido de su enfado, e incluso le habría tendido una mano y habría tratado de consolarla. Pero el tío Bannerman no hizo nada y esperó a que terminase.

Al día siguiente la acompañó al aeropuerto y la mandó de vuelta a casa.

Capítulo 26

A los diecinueve años fue a parar a Edmonton, Alberta, a casi mil kilómetros de casa de su madre. Se dijo a sí misma que quería alejarse tanto como pudiera de la vieja chiflada. Antes de que se marchara tuvieron lugar épicos enfrentamientos entre ambas. Peleas a gritos. Aún peor: le había arreado un puñetazo en la nariz a su madre, aunque no muy fuerte. No había habido sangre. Pero tendría que pasar mucho tiempo hasta que Chey pudiera volver a casa.

Edmonton estaba bien. Era grande, pero siempre daba la impresión de estar medio vacía. Había parques muy grandes para pasear y un montón de lugares baratos donde vivir. Al principio trató de instalarse con dos chicas de su edad en un agradable lugar cerca de Oíd Strathcona, un lugar seguro y limpio. Pero, al cabo de seis meses, se dio cuenta de que no podía convivir con otras personas. Ellas querían dormir de noche, mientras que a Chey le bastaban unas pocas horas durante el día. A la cuadragésimo o quincuagésimo milésima vez que le golpearon la puerta a las tres de la madrugada y le dijeron que apagara el equipo de música, se marchó.

A continuación, logró hacerse con una habitación propia sobre un taller de reparación de coches. Tenía que oírles durante todo el día trabajando con el metal, pero se podía soportar, aunque le recordaba un poco el sonido de las zarpas del lobo al arañar el coche. Pero, de todos modos, el alquiler era mínimo.

Encontró trabajo de camarera en un bar. Se ajustaba mejor a su horario que trabajar de secretaria, o de dependienta en una tienda. Al principio había tenido miedo de que pasarse tantas horas rodeada de alcohol le representara un problema, aun cuando en aquella época ya no bebiera mucho. Había abandonado la costumbre de beber para dormirse cuando aún estudiaba en secundaria, porque empezó a encontrarse con que despertaba en lugares desconocidos. Pero no fue hasta el final de esa etapa de su vida cuando empezó a preocuparse de verdad por el alcoholismo. Sin embargo, el alcohol no la tentaba tanto como había imaginado, y el trabajo era muy fácil y estaba bien pagado. No tenía ningún problema en servirles chupitos a los ucranianos con sombrero de vaquero, ni a los vaqueros de verdad con gorras de béisbol que cada noche entraban y salían del bar con la constancia y la firmeza de las mareas. No prestaba atención a sus chistes verdes ni a sus comentarios obscenos. Nunca se había preocupado por lo que dijeran los demás. Había que tener cuidado tan sólo con lo que hiciesen.

Aquel bar tenía fama de antro conflictivo, pero no había lugar en el mundo más seguro para sus tres camareras. Durante toda la noche había siempre un portero sentado en una mesa junto a la puerta. Eran hombres corpulentos que no pagaban la bebida, pero tampoco bebían mucho. Si había algún problema, las camareras salían afuera discretamente y fumaban un pitillo mientras el portero que en aquel momento estuviera de servicio arreglaba la situación. Durante los primeros días de trabajo, Chey no se podía creer que un solo tío —por muy robusto que fuera— pudiese tener controlados a tantos folloneros. Aprendió en seguida que se trataba de un arte. Los buenos porteros no esperaban a que la pelea empezase. Observaban a los parroquianos y distinguían en seguida al que les daría problemas: los que se reían demasiado fuerte o no se reían en ningún momento, los matones que empezaban peleas para divertirse, los pequeños y flacos con pinta de querer demostrar algo. Momentos antes de que los problemas empezaran, el portero se acercaba, agarraba al idiota por el brazo y lo arrastraba afuera antes de que hubiera podido enterarse de lo que ocurría. Casi nunca se llegaba al puñetazo. Normalmente, el problema se resolvía antes de que se diera esa situación.

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