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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (28 page)

Chey se lamió los labios agrietados.

—No estoy segura de poder hacerlo. Tengo miedo.

Dzo se encogió bruscamente de hombros.

—Tú me has preguntado si conocía una manera de escapar de aquí. Y ahí la tienes. Si te rajas, no es culpa mía.

—No eres humano. No creo ni que estés vivo. Vienes a ser como un fantasma o un espíritu. ¿Eres capaz de sentir dolor? ¿Has sentido dolor alguna vez?

Dzo movió la cabeza y los hombros de un lado para otro. Fue un gesto de clara ambivalencia.

—Sí, por supuesto —dijo Dzo por fin—. Podría decirse que sí. Bueno, no, en realidad, no, creo que nunca.

Bueno, pues sentir dolor no es nada divertido. Esa podría ser la definición del dolor. Es lo contrario de la diversión. Sería mejor que me resignara a la situación y me quedara aquí. —«Y que me volara la tapa de los sesos con una bala de plata», pensó—. Vamos a ver: aunque sobreviva a la caída, aunque me recupere de las fracturas óseas, y de las perforaciones pulmonares, y de la pérdida de sangre y de todo lo demás, me quedaré allí abajo, en ese bosque. Bobby me buscará para matarme. Aquí arriba, por lo menos, no me hará nada.

—Hasta que vuelva por ti y descubra que no te has suicidado como él quería —remarcó Dzo.

—Sí. ¿Cuánto falta para que salga la luna? —preguntó Chey.

—No tengo ni idea —respondió Dzo. Chey le miró fijamente, y él se encogió de hombros—. ¿Te crees que llevo un calendario lunar incorporado en la cabeza o algo así? Escucha, si lo que quieres es saber dónde se encuentra la masa de agua más cercana, lo profunda que es y lo que hay en el fondo, sí podré ayudarte. Pero ¿por qué te preocupa la luna?

—Porque si salto por esta ventana y me la pego contra el suelo y me parto el cuello, sufriré un dolor inimaginable hasta que vuelva a transformarme. Querría pasarme el mínimo tiempo posible en esa situación. Lo ideal sería saltar un par de segundos antes de transformarme.

Le miró fijamente una vez más.

—Lo siento —le dijo Dzo.

Chey asintió y recogió todas sus pertenencias. Las dos revistas, las lonchas de jamón grasoso y la pistola. Comprobó que el seguro estuviera puesto y se la metió en el bolsillo.

—Aunque caiga de cabeza y se me desparrame el cerebro por el suelo —dijo—, no moriré, ¿verdad?

—No lo sé —reconoció Dzo.

Chey frunció el ceño y se acercó al postigo. Habría sido tan fácil no saltar... habría sido tan fácil perder aún más tiempo... Pero ¿qué ocurriría si se transformaba un segundo después? ¿Si tenía que esperar a que pasaran otra noche y otro día?

¿Y si saltaba... y aún faltaban horas para que saliera la luna?

—Está bien —dijo—. Lo haré. —Pero no se movió de donde estaba. Se le habían paralizado las piernas—. ¿Podrías ayudarme?

—Sí, desde luego —le dijo Dzo. Se le acercó por detrás y levantó su cuerpo del suelo como si fuera de papel. Luego la arrojó a los vientos, en el mismo momento en el que la joven empezaba a gritarle, a suplicarle que no lo hiciera. Chey miró hacia atrás y vio el costado de la torre de vigilancia, vio la silueta de Dzo en la ventana, apenas iluminada por la luz de las estrellas. Se había bajado la máscara.

Cayó.

La fría negrura que envolvía su cuerpo le pareció un abismo sin límites. Durante una fracción de tiempo, se sintió como si hubiera flotado en las profundidades del espacio interestelar.

Al cabo de un momento se estrelló contra el suelo, con tanta fuerza que se sintió como un insecto aplastado, como una mancha en la tierra del bosque.

El dolor fue inimaginable. Le dolía la piel de todo el cuerpo y sintió que los huesos la perforaban, notó las astillas de hueso que se le clavaban en las vísceras. Al respirar gorgoteaba... sacaba sangre... debía de haberse perforado un pulmón. No veía nada, no sentía nada, salvo sus propias entrañas que escapaban retorciéndose por una fisura que se había abierto en su piel.

Trató de colocar una mano debajo del cuerpo para levantarse. La sangre le salió por la boca y se cayó de nuevo. Su mejilla herida se lastimó contra las rocas.

La luna... rogó que la luna apareciera... la luna tenía que salir. Tenía que salir pronto. La luna. La luna la curaría. Tenía que salir. Pronto.

Entonces sintió que una mano ajena le sujetaba la suya. Era delicada y pequeña, casi femenina. Era la mano de una persona desconocida, pero eso ya no le importaba a Chey. La diminuta pizca de consuelo que le había proporcionado el roce humano tenía valor por sí misma, como una gota de agua en una lengua reseca. No dolía... y eso era lo más importante.

¿Quién era? ¿Quién podía ser? ¿De verdad había sido alguien... no podía tratarse de una alucinación? Tal vez su cerebro hiciera intentos desesperados por reconfortarla y se inventara cosas donde no había nada. Chey se lo preguntaba, pero no tenía manera de responder. Sus ojos no lograban enfocar, no conseguía ver nada. Nadie le hablaba, o, en todo caso, ella no lo oía.

Sus pulmones heridos respiraban espasmódicamente y se detuvieron, y Chey fue presa del pánico por un instante. Pero aquella mano le estrechó la suya con más fuerza todavía, y la joven se calmó, sintió literalmente que su cuerpo se acomodaba, y luego, con un ruido como de globo que estalla, el aire escapó de su interior.

¿De quién era esa mano?

Al fin y al cabo, no importaba.

Se quedó allí, rota, sobre el suelo, durante cuarenta y siete minutos. No tuvo manera de medir ese tiempo... a ella le parecieron cientos de horas. De no ser por la mano que había tomado la suya, le habría parecido una eternidad.

Entonces, la luz plateada la bañó como una bendición, cual aliento divino de misericordia.

La loba estaba confusa, aún sentía el zumbido en la cabeza y el desconcierto. Se irguió sobre sus fuertes patas y le aulló a la libertad que acababa de recobrar.

Capítulo 47

Como los hongos después de la lluvia, los tubos blancos estaban clavados en la tierra en torno a la torre. Apestaban a hombre. Apestaban a lobo gris y a plata. La loba dio vueltas en torno a uno de ellos sin comprender nada. Lo examinó, lo inspeccionó con el hocico, las orejas y los ojos. Lo lamió por fuera y sintió su vibración, sintió la tensión en su interior, como el miedo en el vientre de un ratón de campo. Lamió el borde y sintió el sabor a aceite, sintió el sabor a lobo. A lobo gris... no de su jauría. Ni siquiera de su nación.

Aun así...

Olisqueó todo el borde del tubo. No la empujaba la mera curiosidad, ni el hipnótico olor. Era un objeto de fabricación humana y, por eso mismo, lo odiaba. Lo odiaba, odiaba, lo odiaba. Esa era la ley, el marco de hierro de su existencia. Lo odiaba, sin razón ni sentido alguno, salvo que lo habían tocado manos humanas, que formaba parte del mundo humano. Pero no se movió ni ofreció ninguna resistencia, así que la loba se tomó su tiempo.

Por arriba estaba abierto y oscuro. Miró en su interior, pero la vista no era su sentido más fuerte. Puso una zarpa en el borde.

Se enroscó en torno al tubo y clavó sus aguzados dientes en su blanda y agrietada blancura, los hundió hasta lo más hondo y luego tiró hacia fuera con los poderosos músculos de su cerviz.

El tubo salió de la tierra con un ruido atronador. Algo pasó volando muy cerca de su mejilla y desapareció en la oscuridad. La loba arrojó el tubo lejos de sí y retrocedió torpemente. El ruido que había provocado aún le dolía en los oídos.

Abrió la boca y sacó la lengua para saborear el aire.

¿Qué había sido eso, qué había sido, qué había sido, qué había sido eso?

Alguien le había gastado una broma. Gruñó, y de pura rabia arañó el aire con las patas. Los humanos... los humanos habían puesto allí esa cosa, quizá sólo para distraerla. O tal vez tuvieran un propósito más siniestro.

Los humanos. Los humanos la habían encerrado. Habían querido que se viniera abajo, habían querido destruir su mente. Y quizá lo hubieran conseguido, aunque sólo fuera un poco.

Pero ya era libre. No sabía cómo había ocurrido. Pero sí sabía que quería la sangre de los humanos como venganza.

Les olía en el aire. Sus perfumes quedaban adheridos a los troncos de los árboles, su sudor manchaba el suelo. Corrió por el bosque siguiendo esa pista, para mostrarles, mostrarles, mostrarles a quién se enfrentaban.

Descubrió su campamento. La loba aulló y clavó los dientes en un petate. Golpeó los farolillos de queroseno y se arrojó sobre las tiendas. El hedor de humanidad estaba por todas partes, por todas partes, en todo lo que la rodeaba. Habían estado allí. ¡Habían estado tan cerca! ¿Cómo habían podido acercarse tanto a ella?

Los destruiría. Le habían hecho daño... le habían... le habían... le habían hecho algo, no sabía muy bien el qué, pero le habían hecho algo... la habían encerrado. Recordaba que había pasado hambre y había aullado. Recordaba el dolor.

Iba a despedazarlos. Les saltaría a la garganta y...

Se habían marchado. Los rescoldos de su hoguera aún calentaban la tierra, pero ellos se habían marchado. Se habían puesto en marcha en la dirección por la que desaparecía el sol. La loba sentía su camino como una flecha de sangre aún sin derramar pintada sobre el suelo. Esa sangre que le pertenecía. Su sangre, su sangre, la sangre que se bebería a lametones, la sangre que le pertenecía por derecho. Su sangre.

Siguió su rastro a grandes saltos. Corrió a la hora del alba y durante la mayor parte del día.

Sus patas chapoteaban en el agua, su lengua lamía el liquen de los renos y otros líquenes sobre las rocas desnudas. En lo alto, los árboles parecían separarse, como si se apartaran de su camino. La luna, un cuarto creciente muy fino, como la hoja de un cuchillo, ungía su piel y sus ojos mientras pasaba como un rayo sobre las raíces de los árboles y el terreno quebrado. Encontró una charca nada profunda y ni siquiera aminoró el paso. El agua gélida se transformó en gotitas redondas que le salpicaron las cerdas del lomo. Sus patas se sumergieron y pisaron guijarros enfangados. Los pececillos huyeron de los millares de pequeños impactos que provocaba en su carrera. Corrió durante horas sin fatigarse, porque al final del camino había sangre. La sangre que iba a reclamar porque era suya.

Sentía su presencia más adelante en el camino. El que la había encadenado... sí, empezaba a recordarlo. Le costaba distinguirlos, pero sabía que había uno, uno en particular. Estaba más adelante. El macho humano, el mismo que la había encerrado. Estaba allí, y con la lengua colgándole de la boca sentía su sabor, y entonces, y entonces, y entonces...

Un humano gorjeó entre los árboles, con un sonido agudo, nacido del miedo. La sangre de la loba se aceleró fríamente por sus venas por la emoción de estar cerca de la sangre que le pertenecía. El humano estaba cerca, allí mismo, cerca. No era el humano que quería, no era el macho que la había encerrado. Pero con ése, casi seguro, le iría bien para empezar. Se dio la vuelta y sus zarpas resbalaron sobre las piñas y la pinaza. Sus orejas se movían nerviosamente y triangulaban la posición del humano. Se acordó de cuando le habían enseñado a cazar. Se echó al suelo, sintiendo el vientre frío sobre la tierra, y dobló las articulaciones, como las patas de una araña antes de lanzarse al ataque.

El humano se movía entre los árboles dando tumbos como un oso. Hacía tanto ruido que faltó poco para que la loba se encogiese de miedo. Su hedor era tan complejo... metal madera cuero lana cuerpo olor carne aliento orina orina humana rastro humano. Se sentía en el aire gélido como una pintura abstracta, un revuelto desorden de olores.

El hombre la llamó, pero ella no le respondió. Se le acercó todavía más. Era grande, muy grande para ser humano, más grande que ella. Tenía los huesos largos, y la loba oía el movimiento de sus articulaciones. Le olía la piel. Le olía la sangre.

El hombre la llamó de nuevo. Sabía que estaba allí, sabía que la loba le aguardaba al acecho. Los labios de la loba se fruncieron y sus enormes dientes quedaron al descubierto. «Bien —pensó ella—, bien, bien, bien. Que lo sepa.» Que la viera con sus fríos ojos humanos. Que la oliera y la saboreara y la tocara. Ella no se movería. No se movería hasta, hasta que, hasta que... llegara el momento.

Se irguió sobre las cuatro patas y erizó el pelaje del lomo cual estandarte de combate. El hombre estaba al alcance de sus dientes, lo bastante cerca como para tocarla con sus manos humanas. Tenía una pieza de metal y la levantó, metal y madera y aceite, y, y, y, sí, olió plata y la plata retumbó en el aire, estalló en la oscuridad igual que el tubo blanco al pie de la torre. La loba sabía que ese sonido era peligroso, sabía que la amenazaba de muerte. Sintió que la plata le pasaba cerca de la piel, sintió las limaduras de plata en el pellejo, notó que le quemaron y aulló, pero la plata no le perforó la piel.

La plata ya no estaba allí. No la había perforado. No la había matado.

Era su turno.

Capítulo 48

Se volvió bruscamente, abriendo al máximo sus gigantescas fauces, y atrapó al humano con los dientes. El arma cayó al suelo y el hombre gritó, y la sangre de la loba cantó. Cerró las mandíbulas como un cepo, y retorció y tiró y rasgó, y los huesos de la pierna crujieron dentro de su boca. Oyó cómo le vibraban contra el paladar. Saboreó su sangre con la lengua.

El cuerpo del hombre estaba agarrotado por el dolor y el miedo, lo cual le infundió alegría al animal. Entre convulsiones, la loba le arrancaba la carne y se la tragaba a pedazos. El hombre gimió y sollozó, y logró separar su cuerpo del de ella, y una parte de él quedó libre. Pero su pierna se había quedado en las fauces de la loba, y se desplomó como un árbol abatido. La bestia se tragó su sangre y su carne, y se arrojó sobre él para devorar el resto. La sed de sangre le embotaba los sentidos. Sólo pensaba en abalanzarse sobre él, en atacarle. No vio el brazo que se cernía sobre ella, ni se le había ocurrido que pudieran quedarle fuerzas al hombre. Entonces el puño cerrado del hombre le golpeó la cabeza y aplastó sus delicados pabellones auditivos, y el animal gimoteó y quedó tendido de costado sobre el suelo.

La luz daba vueltas dentro de sus ojos. Tenía la boca repleta de nada, repleta de aire, de aire... sus zarpas golpeaban la alfombra de pinaza y hojas muertas. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo había podido. .. cómo había podido hacerle daño... cómo había podido...?

El hombre se apartó de ella y desapareció en la negrura como una cochinilla de humedad, agarrándose con las manos a la nieve y a las rocas. La loba agitaba su propio cuerpo en un intento de librarse del aturdimiento y el estupor. Cuando se hubo recobrado, el hombre ya no estaba allí. Lo buscó con la mirada, apoyó las patas delanteras en el suelo y rozó la tierra con el hocico, en busca de su olor. No podía haber llegado muy lejos. Sabía que le había infligido heridas graves.

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