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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (25 page)

—Sí, yo lo creía —dijo ella.

Una lucecita se le encendió en la cabeza. Y lo que vio no le gustó nada. Bobby le había dicho que por fin iba a tener una oportunidad de vengarse. Que podría ir ella sola a matar a Powell. En ningún momento le había insinuado siquiera que al mismo tiempo preparase otro plan. Y, al fin y al cabo, Pickersgill tenía su parte de razón: si disponía de todos aquellos recursos tecnológicos, ¿para qué necesitaba a Chey?

A menos que... a menos que no hubiera creído en ningún momento que la joven pudiera tener éxito. Que en ningún momento hubiera pensado que podría matar a Powell. Tal vez la hubiera empleado tan sólo como un medio para encontrar al hombre lobo. Para obligarlo a salir de su escondrijo.

Tal vez la hubiera utilizado como cebo. Desde el primer momento.

«No», se dijo. Todas esas ideas eran pura paranoia. Bobby la quería de verdad. No se le habría ocurrido ponerla en peligro para hacer salir a Powell de su guarida.

—Bobby había pensado todo esto para protegerme de él —dijo. Ella misma tuvo la sensación de que tan sólo lo decía para tratar de convencerse. Pickersgill no le respondió. De repente, Chey se imaginó a Powell moviéndose en silencio por la penumbra. Se imaginó que la buscaba, que le seguía el rastro para matarla. Lo visualizó con el hocico dentro de uno de los tubos, la cabeza ladeada, y la lengua fuera para saborear el cebo, y una zarpa en el tubo. Y luego, ¡pam! La pesadilla que había perseguido a Chey durante toda su vida tocaría a su fin.

Le costaba creerlo.

¿Se dejaría llevar de ese modo por la curiosidad? Chey había estado a punto de caer en la trampa, aun cuando se encontrara en su forma humana. Pero Powell tenía muchos más años que ella. Era mucho más astuto.

—¿Y qué pasará si no cae en la trampa?

—Bueno, pues, Tony estará allí arriba y le pegará un tiro en la nuca —le explicó Bruce.

Un hombre estaba sentado en lo alto de un tamarisco, a menos de diez metros de allí. Iba armado con una escopeta muy grande. Estaba atado al tronco con cuerdas elásticas. Se había camuflado con ramitas y hojas, y lo había hecho tan bien que tuvo que gesticular con el brazo para que la joven lo viera. Chey se llevó tal susto que estuvo a punto de pegar un salto.

—¿También es hermano tuyo? —le preguntó, esforzándose por ocultar su alarma.

—Medio hermano —le dijo Bruce—. Somos hijos de la misma madre y diferentes padres. Te presento a Tony Balfour, mi fusilero.

Chey se volvió de nuevo hacia el francotirador.

—Hola —le dijo.

Balfour le respondió con tres décimas partes de sonrisa.

—No suele hablar mucho —le explicó Bruce.

Capítulo 41

Bruce Pickersgill hizo montar a Chey en la parte de atrás de un todoterreno y la llevó hasta el pequeño lago. Era uno de los dos vehículos que los exterminadores habían traído consigo. Al llegar, se encontró con que Bobby y Lester estaban descargando un pequeño hidroavión que ostentaba el logo de Control de Cánidos Praderas del Oeste en un costado. En el logo figuraba una cabeza de lobo estilizada que aullaba a la luna en cuarto creciente.

—Ese logo es muy extraño para vuestro oficio —dijo la joven cuando Bruce la ayudaba a bajar del todoterreno.

—¿Eh? ¿Y por qué? —preguntó Bruce.

Chey le miró de soslayo.

—Porque vosotros odiáis a los lobos —trató de explicarle.

—¡Anda, no! —le dijo él, y la llevó hasta el lugar donde se había posado la máquina—. Yo no diría eso, para nada. Más bien te diría que sentimos un sano respeto por ellos. El lobo es un animal hermoso. Todos los cánidos lo son. —Levantó la mirada, como si tratara de recordar algo—. Creo que el padre de Tony tiene incluso un híbrido de perro y coyote domesticado en su casa. Nosotros simplemente proporcionamos un servicio que es importante para los ganaderos.

Chey llegó a la conclusión de que tenía preocupaciones más importantes que psicoanalizar a los tres hermanos. Corrió hacia Bobby, que bebía Pepsi de una botella de tres litros. Tenía delante varias bolsas de papel blanco colocadas sobre un cajón de embalaje, y al ver a Chey, sacó de una de ellas una pasta de color marrón dorado.

—¡Anda! —dijo ella cuando Bobby le hizo un gesto para que se acercara. Tal vez sí la quisiera—. ¿Eso es lo que pienso que es?

—Esto —le respondió él— es un genuino donut relleno de Tim Hortons. No creas que voy a adivinar lo que tú piensas que son las cosas —le dijo Bobby. Se lo ofreció y Chey se lo quitó de la mano. El azúcar glasé le ensució los dedos y la parte delantera del jersey, pero no le importó. Cuando la jalea espesa e hiperdulce le llenó el paladar, suspiró con arrobo. Era exactamente igual a como lo recordaba.

El sabor suscitó en ella todos los demás recuerdos: duchas calientes, aire acondicionado, carreteras en condiciones y seguridad social gratuita. Al masticar el donut, se sintió como si hubiera regresado, como si estuviera de nuevo en Edmonton, como si fuera de nuevo una niña en casa de su madre.

—Me quedé enganchada a estos donuts rellenos cuando vivía en el mundo real —comentó—. Las personas que no duermen mucho tienen que comer más, y el único local que estaba abierto hasta tarde era Tim Hortons. Me quedaba sentada en el aparcamiento mirando el letrero y me preguntaba qué habría pasado con el apostrofe de chupando se llamaba «Tim Hortons». Y luego me comía una de estas delicias y me olvidaba incluso de esa preocupación. Tú no lo entiendes, Bobby... tienen el sabor del hogar. Por favor, por favor, dime que llevas otros once dentro de las bolsas.

—No son todos para ti —le dijo él, pero luego agarró una de las bolsas que se encontraban encima de la caja y se la dio. Chey la desgarró y halló en su interior un surtido de donuts y Timbits. Se lanzó a devorarlos. No había comido en veinticuatro horas.

—Has conocido a los muchachos —le dijo Bobby mientras comía—. Me alegro. Quiero que te sientas implicada en esta misión, Chey. De verdad.

La joven asintió con la cabeza.

—Cuando mate a Powell, quiero que estés allí. Quiero darte esa satisfacción. ¿Te han enseñado las trampas?

—Sí —respondió ella.

Bobby agarró una palanca. Ante los ojos de la joven, empleó todas sus fuerzas para abrir uno de los cajones de embalaje.

A decir verdad, no creo que sea lo bastante idiota como para

meter la nariz allí. Y el cebo que emplean no es el apropiado. Está pensado para lobos grises, no para hombres lobo. Pero quizá tengamos suerte. De todas maneras, contamos con otro cebo. Te tenemos a ti.

Chey estuvo a punto de atragantarse con un buñuelo.

—¿Qué? —logró decir. Eso era lo que había estado pensando. Era lo peor que habría podido imaginar, y resulta que el propio Bobby se lo había dicho con toda franqueza. De repente, la pasta de donut que tenía en la boca le pareció seca y dura.

—Vendrá en tu busca, Chey. Vendrá a desgarrarte la garganta. Anoche... creo que no lo vas a recordar. Anoche estabas encerrada en la torre y te pasaste doce horas aullando como una maldita perra. Te oíamos desde aquí. Te oímos desde la cabaña. Lester consiguió dormirse, pero yo, pobrecito de mí, no logré articular la primera zeta. Me acerqué a la torre, pensando que podría intentar hablar contigo. Dios sabrá cómo pude llegar a pensar que serviría de algo. Lo más probable es que mi presencia te hiciese aullar aún más fuerte. Y fue entonces cuando lo vi...

—¿Lo viste? ¿Qué es lo que viste? No me digas que viste a Powell... —le respondió Chey sin apenas aliento. Se volvió para escudriñar los árboles que se encontraban a sus espaldas.

—Vi sus huellas en un ventisquero. Como huellas de lobo, pero más grandes. Más anchas. Miré por ahí y descubrí más huellas al otro lado de la torre. Estaban por todas partes. Durante toda la noche, mientras tú aullabas, Powell daba vueltas a tu alrededor. Estaba desesperado por encontrarte. Tus aullidos lo hicieron venir.

—Oh...

—Venga, no te quedes tan pálida —le dijo, y le dio unas palmadas en el hombro—. No corriste ningún riesgo. Si hasta cerré la trampilla por si Powell traba de abrirla. ¿No te das cuenta de lo que esto significa? Yo tenía miedo de que se marchara y le perdiéramos la pista. Ya lo ha hecho en otras ocasiones. Pero esta vez no. No, no se marchará hasta que te haya encontrado. O hasta que lo matemos. Ahora que tengo a los muchachos aquí, no creo que logre escapar. Ya falta muy poco.

Chey se tragó la masa de donut que se le había quedado pegada a la garganta. Cuando habló, le salió el azúcar por los labios.

—Si piensas que son competentes... los Pickersgill, quiero decir...

—Yo apostaría mi dinero por Balfour —le dijo Bobby—. He salido de caza con él. Ese tío es un peligro para los animales. —Se le suavizó el rostro—. Aún estás conmigo, Chey, ¿verdad? —le preguntó—. Quiero decir que todavía quieres ayudarme a matar a ese cabrón que devoró a tu padre. Aunque puede que hayas cambiado. Puede que al convertirte en mujer loba, hayas cambiado de perspectiva.

Chey asintió.

—Sí, es verdad. Ahora entiendo mejor lo peligroso que es Powell.

—Entonces me vas a ayudar —dijo Fenech, y miró a Chey por los cristales de las gafas de sol.

—Sí. Pero... Bobby... quiero hacerte una pregunta.

—Sí, claro —le dijo él, al mismo tiempo que abría el cajón de embalaje. En el interior había paquetes de municiones: balas, y cartuchos de escopeta y de rifle. Todo de plata. Bobby le había dicho que el armero había tardado varios días para preparar un puñado de balas de plata. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que encargó todo aquel material.

—¿Qué sucederá conmigo cuando Powell haya muerto?

Bobby dejó la palanca en el suelo.

—Creo que todo dependerá de lo que tú decidas entonces. De lo que quieras hacer, del tipo de vida que te parezca que quieres tratar de llevar.

Eso no era exactamente lo que Chey habría querido oír.

Capítulo 42

Las seis horas que habían de transcurrir entre la desaparición de la luna y su regreso pasaron como un rayo. Sobre todo porque Chey sabía que el día siguiente sería aún más breve. Y entonces... ah, tal vez para entonces todo hubiera terminado.

Bobby regresó con ella a la torre de vigilancia. Llevaba un candado en la mano para encerrarla dentro. La joven trataba de no pensar en lo que haría su loba cuando se encontrara presa una vez más.

Lucie, la licantropía francesa que le había transmitido la maldición a Powell, enloqueció por estar siempre encerrada en el momento de salir la luna. Claro está que había pasado varios siglos de aquella manera. Chey no estaba segura de poder vivir durante tanto tiempo sin enloquecer, independientemente de cuál fuera su estilo de vida.

Pero, de hecho, su experiencia de la vida era muy escasa. ¿Cuántas cosas podía decirse que sabía?

Bobby sí sabía muy bien cuándo volvería a salir la luna. Se ofreció para quedarse a su lado hasta el último momento. Chey habría querido decirle que no se molestara, que no tenía por qué mimarla de aquel modo. Pero no: trató de abrazarle, de estrecharlo con fuerza, de obligarle a que se acercara a ella. Que se le acercara físicamente.

—Comprendo que necesites contacto humano —le dijo mientras la apartaba con suavidad—. Pero ahora ya no es seguro. No sé si podrías transmitirme la infección mientras conservas tu forma humana. Pero no quiero correr el riesgo, Chey.

—Está bien —aceptó ella. Se le ocurrió que habría podido amarrarlo y acercarlo a su cuerpo. Obligarlo a abrazarla. Tenía fuerza suficiente para ello. Pero, no.

—No sería justo para mí —le dijo, aunque ella ya le hubiera expresado su conformidad. ¿Habría visto en los ojos de la joven cuánto le necesitaba? Si hubiera sido franca consigo misma, Chey habría admitido que Bobby ni siquiera le gustaba mucho y que nunca lo había encontrado particularmente atractivo. Pero necesitaba a alguien, a cualquiera, que pudiese comprenderla. Que le dijese que no era un monstruo.

Ese mismo sentimiento hacía que se odiara un poquito a sí misma. Se imaginaba cómo reaccionaría su loba ante esos sentimientos. Frunciría los labios, gruñiría y echaría las orejas atrás, asqueada. Sin embargo, por otra parte, Chey todavía era humana.

Bajó la cabeza de pura vergüenza. Al cabo de un minuto volvió a levantar los ojos.

—Quiero darte las gracias, Bobby. Ahora que todavía puedo.

—Hablas como si fueras a morir —le respondió él, en tono de reproche.

Chey negó con la cabeza.

—Puede que esto se parezca a morir, aunque sólo sea por un par de días. Pero dentro de poco no voy a poder hablar. Y de verdad que quiero darte las gracias. Tú me has traído hasta aquí, me has acercado a mi meta mucho más de lo que habría hecho ningún otro. Sabías muy bien qué era lo que yo necesitaba y qué era lo que me coartaba. Y has tratado de arreglarme. Bueno, has tratado de curarme. Eso quería decir.

—Yo tenía mis propios motivos para querer su muerte —masculló Fenech, pero con voz suficientemente baja para que Chey pudiera fingir que no lo había oído.

—No importa lo que suceda —dijo la joven—, lo hemos intentado, ¿verdad? Son muchas las personas que viven una vida miserable y no intentan arreglarla. Todo esto ha sido una estupidez, ya lo sé. Pero por lo menos lo hemos intentado. Porque creíste en mí.

Entonces, por fin, Fenech alargó el brazo y le acarició la espalda. Chey quería tomarle la mano y estrechársela. Eso sí que podía hacerlo, ¿verdad? Pero, no, sabía que no podría. Si trataba de darle la mano, se apartaría de nuevo.

—Porque... creíste en mí, ¿verdad?

Fenech resopló.

—Creí que tú creías en ti misma.

Esas palabras alimentaron la confusión de Chey. La joven necesitaba saber de inmediato la verdad. Tenía que estar segura de que Bobby la había respaldado en todo momento, que de verdad había considerado que ella era la persona más adecuada para matar al hombre lobo.

—Contrataste a los Pickersgill hace mucho tiempo. Le encargaste todo tipo de balas a tu armero. Las he visto —le dijo.

—No sé adonde quieres ir a... —empezó a decir, pero Chey le puso un dedo sobre los labios. Fenech retrocedió bruscamente, como si la joven hubiera tratado de apuñalarle.

—Dime la verdad —prosiguió Chey—. ¿De verdad pensabas que lograría matar a Powell? ¿O me enviaste tan sólo para que lo localizara?

Bobby la observó por unos instantes; sus ojos la examinaron como si estuviera buscando la respuesta que le reportaría más dividendos por su inversión en mentiras y verdades. Su vacilación enfureció a la joven, despertó en ella el deseo de clavarle las uñas en la cara, porque le había revelado lo que ella quería saber mucho mejor de lo que habría podido revelárselo una respuesta meditada, cualquier respuesta.

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