—Radiactivo... este lugar es radiactivo —dijo Chey, y un sudor frío le dio picor en el cuero cabelludo.
Se me ocurrió que tus amigos no me seguirían hasta aquí.
Powell se había acercado. Chey lo sabía por su voz—. Pensé que sabrían lo peligroso que es esto. Quizá tú puedas decírselo. Quizás entonces se marchen.
—Bobby ya no me escuchará —dijo la joven—. Él piensa que ya no soy humana. Y está en lo cierto, ¿verdad? Eso es lo que quería decirte. Quería decirte que ahora entiendo qué es lo que somos. Y que lo he... aceptado.
Chey se volvió, con las manos en alto, dispuesta a sujetar las de Powell. Estaba tan cerca que reconocía el olor de su piel... reconocía el olor de su lobo.
Pensó que se arrojaría sobre ella y la derribaría, pero no lo hizo. El mismo movimiento con el que pretendía parar el golpe le hizo perder el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Cuando se hubo enderezado de nuevo, alerta, demasiado rígida, el hombre alzó una mano hacia ella, y Chey trató de parar el puñetazo. Pero no se trataba de ningún puñetazo. Powell tenía una pistola negra tipo escuadra en la mano. Debía de haber ido hasta donde se encontraba el cadáver de Pickers- gill y le había quitado una de sus armas.
—Powell —tuvo tiempo para decir—. Por favor. No lo hagas. ¿Es que no lo entiendes? Sé por qué has venido hasta aquí. Sé por qué has pasado toda tu vida lejos de los demás seres humanos. Sé que yo también tendré que hacer lo mismo. Pero no podré hacerlo si estoy sola. Tú eres mi única oportunidad, si es que quiero sobrevivir. Tengo que aprender de ti.
—Maté a tu padre —le dijo Powell—. ¿Cómo vas a perdonármelo?
—No... no podré —contestó—. Pero ahora no es eso lo que...
—Sería un absoluto imbécil si confiara en ti —dijo Powell—. ¿Acaso me tomas por tonto? Lárgate de aquí, Chey. Vete y no vuelvas.
—Sin ti, no lo conseguiré —le dijo—. No podré sobrevivir aquí si estoy sola.
Powell se volvió y se alejó de ella. Le echó una última mirada, con más curiosidad que compasión, como si hubiera esperado que Chey le dijera algo, o hiciese algo para detenerlo.
—Powell —le llamó—, te necesito.
No fue suficiente. Powell no se detuvo y, al cabo de poco, la oscuridad lo engulló.
Durante un buen rato, Chey se preguntó qué haría a continuación. Cuando aún se encontraba en la torre de vigilancia, todo le había parecido muy sencillo. Tenía que encontrar a Powell y convencerle de que se necesitaban el uno al otro. Luego partirían los dos juntos hacia el horizonte. Encontrarían juntos una manera de sobrevivir.
Sin él, se veía condenada a estar sola por toda una eternidad. Tendría que esforzarse por hacer lo mismo que había hecho él, por alejarse de los seres humanos tanto como pudiera para no verse obligada a matarlos. No era capaz de imaginarse un destino peor. ¿Acaso era mucho mejor que la solución que le había propuesto Bobby? ¿Una bala de plata en la cabeza?
Tendría que haber muerto en la carretera de Yellowhead. «Un licántropo mata a dos personas en la carretera en un salvaje ataque. No ha habido supervivientes.» Eso era lo que tendría que haber ocurrido. En muchas ocasiones había pensado que, de hecho, eso es lo que habría preferido. El sentimiento de culpa por haber sobrevivido a la muerte de su padre, el vacío y el trauma y el miedo y la depresión y la infelicidad que vinieron después, la falta de sueño que había marcado toda su vida... no habría tenido que pasar por nada de eso. Si moría en ese momento, si alguien la mataba doce años después del incidente, todo volvería a su lugar. Aunque fuese de mala manera. Chey sabía que comprendía muy pocas cosas en el Universo, pero también estaba al corriente de que no era extraño que las historias terminasen mal. Que, a veces, un final feliz era pedir demasiado.
«Un licántropo mata a dos personas.»
No.
No le gustaba ese final. Había luchado tanto... a veces sin saber por qué, y otras veces en vano, pero había luchado tanto... había saltado de una torre de vigilancia y había sobrevivido a la caída. Había convencido a su tío para que hiciese algo que le repugnaba. Se había tatuado una zarpa de lobo en el pecho para robarle a Powell algo de su fuerza.
No, no podía detenerse en ese momento. No quería morir.
Corrió hacia el aparcamiento donde se encontraba el cadáver de Pickersgill. Le registró los bolsillos y encontró las llaves de las esposas. Se pasó un rato muy largo y frustrante esforzándose por abrirlas. Una vez se las hubo quitado, se sintió un poco mejor. Más libre, por lo menos. Las arrojó al suelo y se frotó las muñecas, que se habían lastimado cuando Powell la arrastró al almacén.
Antes de que pudiera planear sus próximos movimientos, oyó que el helicóptero se acercaba. Casi con seguridad, acudían a ver qué le había sucedido a Bruce. En el absoluto silencio de la ciudad muerta, el estruendo de la máquina era ensordecedor. Dio un par de vueltas sobre el almacén y luego perdió velocidad hasta detenerse en el aire, y se quedó allí durante un rato.
Entonces, poco a poco, como si se hubiera movido a tientas en la negrura, el helicóptero descendió. Iba a aterrizar.
—¡Mierda! —exclamó Chey, y entró corriendo en el deteriorado almacén. Con la espalda pegada a una de las paredes, escudriñó las tinieblas, preguntándose por lo que haría si Bobby la encontraba allí. Si la veía, trataría de matarla. No vacilaría. La joven no tenía otra posibilidad que atacar primero. Con todo, ¿sería capaz de matarlo?
«Eres un monstruo —se dijo a sí misma—. Esa manera de actuar es propia de un monstruo.»
Le costaba convencerse.
Hasta entonces había matado a dos hombres: los hermanos Piekersgill. La primera vez había sido su loba quien le había hecho el trabajo sucio. La segunda vez no había sido intencionada: sólo trataba de librarse del poste.
Se le ocurrió que se sentiría más confiada con una pistola en la mano. Miró alrededor, en busca de lo que fuera, y encontró una barra de refuerzo corta, ya oxidada. Le serviría como garrote. Luego se agazapó entre las sombras y esperó.
El helicóptero levantó polvo al posarse en el suelo. Su puerta se abrió y Bobby saltó afuera. Corrió hasta el cadáver de Pickersgill y se inclinó sobre éste.
Chey era más rápida que él. Se le ocurrió que podía arrojarse sobre Bobby mientras estaba de espaldas y partirle el cráneo antes de que pudiera volverse. Así se habrían solucionado sus problemas. Se vería libre. Entonces vio la pistola que él tenía en la mano. Sin duda alguna, estaría cargada con balas de plata. Si Chey hacía más ruido del previsto, si tropezaba al correr hacia él, si le dejaba el más breve respiro que le permitiera darse cuenta de que la joven estaba allí... podría volverse y matarla de un disparo.
Bajó la barra de hierro y trató de pensar en lo que podía hacer.
Entonces Bobby se volvió y la miró, y a Chey se le heló la sangre.
Tardaría un segundo en levantar el arma. Apuntaría contra ella y le dispararía. La joven tensó los músculos y se preparó para arrojarse sobre Fenech. Tendría una única oportunidad, quizás una fracción de instante para abalanzarse sobre él antes de que le disparara. Le escocía en la piel la necesidad de moverse, de saltar...
... pero antes de que la joven tuviera tiempo de hacer nada, Fenech se dio la vuelta y volvió hacia el helicóptero. Subió a la cabina e hizo un gesto impaciente. El vehículo se elevó y se marchó por los aires.
No la había visto. Había mirado hacia el interior del almacén, pero sus ojos humanos no habían podido distinguirla en la oscuridad.
Chey exhaló un largo y desesperado suspiro. Le había ido de muy poco.
Sabía que no podría quedarse en el almacén. Estaba demasiado cerca del cadáver de Pickersgill. Aunque Bobby no hubiese querido registrar personalmente el edificio, tal vez enviara a Balfour. A Balfour, el más temible de los tres hermanos, el «fusilero».
Si quería sobrevivir, tendría que hallar otro sitio donde esconderse. Contempló Port Radium y vio el estanque repleto de maquinaria que se pudría en las aguas contaminadas. Estaba segura de que allí abajo habría algo.
Chey bajó corriendo por la colina lo más rápido que pudo. En un determinado momento, sus pies perdieron el equilibrio e hizo una parte del camino rodando. El polvo y el fango le ensuciaron la cara y se le metieron por la boca, la gravilla se le pegó a los cabellos, le arañó los ojos, pero se levantó al instante y se echó de nuevo a andar. Chapoteó en un agua que tenía alguna anomalía, un agua más espesa y más extraña que el agua normal. El lodo ascendía en volutas cada vez que la joven removía la superficie y un hedor salobre llegaba a su rostro y la asfixiaba, un olor inusual, a podredumbre, totalmente inorgánico y asfixiante. Tosió flema ensangrentada y la escupió a las ondas que se formaban en torno a sus pies. Siguió adelante.
Casi en lo más alto del montón de chatarra divisó lo que parecía un autobús escolar. La mayoría de sus ventanillas seguían intactas. Si se metía dentro, podría esconderse, por lo menos durante un tiempo. Subir hasta allí no sería fácil, por supuesto, pero por ese mismo motivo era aún más deseable como refugio. Si a ella le costaba llegar hasta arriba, sería casi imposible para un ser humano.
Tenía delante de sí la gigantesca y destrozada mole de una perforadora de túneles, una máquina grande y redonda con fauces dentadas en un extremo. Debían de haberla empleado en otros tiempos para perforar galerías en las minas, y Chey no dudó que hubiera sido excelente para cortar roca maciza. Sus dientes se habían embotado con el paso del tiempo y estaban brillantes por culpa de la erosión. Una cadena enorme —cada uno de sus eslabones era grueso como uno de los muslos de Chey— colgaba sobre su cabina. La joven se agarró a la cadena y trepó hacia arriba para salir del lodo contaminado, empleando los eslabones a modo de escalerilla. Se arrastró hasta lo alto de la máquina perforadora, y una vez allí se encontró junto a un cúmulo de restos de extracción, un montón de piedras grandes como puños que se hundían bajo sus pies.
Un poco más adelante vio un montón de barras de hierro que se habían oxidado hasta amalgamarse en un grueso haz que sobresalía de uno de los costados del montículo. Las barras, en sí mismas, no eran más gruesas que su dedo pulgar. Si se columpiaba en ellas, podría propulsarse hasta lo alto del montículo, y desde allí sería fácil llegar al autobús.
Agarró una de las barras e hizo fuerza. Se movió, pero sólo un poco. Le preocupaba que pudiera rompérsele en la mano. Miró hacia abajo y vio que tenía los pies sobre un suelo ridículamente inseguro. Uno de los pies se apoyaba en el cúmulo de restos de extracción, y el otro sobre una chapa metálica oxidada que probablemente no resistiría su peso.
Le daba igual. Tenía preocupaciones mucho más serias que la posibilidad de caerse en el lago. Chey estiró la cabeza hasta donde pudo y saltó hacia delante, agarrándose a las barras. Toda su masa conspiró con la gravedad para tirar de ella hacia abajo, para que el metal se partiera.
La barra de hierro aguantó. La joven levantó los pies e intentó apoyarlos en la cima del montículo, pero no lo consiguió.
Chey gritó una maldición y retrocedió en pleno aire, y volvió a poner un pie sobre los restos de extracción. La piel de las palmas de las manos que había tenido contacto con la barra chillaba de dolor. Se detuvo un instante, pero sólo un instante, y luego sujetó la barra por otro lugar.
Cuando cobraba impulso para intentarlo de nuevo, oyó un sordo chasquido. Una nube de polvo explotó cerca de su cara. Una de las piedras que se encontraban entre los restos de extracción se había transformado espontáneamente en gravilla. O quizá la transformación no había sido espontánea.
Se oyó otro chasquido, como la tos de un robot, y algo pasó zumbando cerca de su oreja. Algo duro y metálico. Una bala de plata.
Se volvió a cámara lenta, incapaz ya de actuar con rapidez, y divisó una figura humana de pie en la orilla, con un rifle de caza en la mano. El hombre se tomó su tiempo. Levantó el rifle hasta la altura de los ojos y la avistó. Chey apenas tuvo tiempo de saltar antes de que le disparase una tercera bala.
El hombre que le disparaba tan sólo podía ser Tony Balfour.
Aquello no tenía mucho sentido. Las balas de plata no habrían funcionado en un rifle. Eran demasiado imprecisas. Bobby se lo había explicado muy bien. Balfour había disparado ya tres veces, y las tres había estado a punto de darle en la cabeza. No parecía que tuviese ningún problema de precisión. ¿Acaso empleaba balas de plomo ordinarias? Pero ¿por qué?
El hombre sonrió. La joven columbró sus dientes a la luz de las estrellas. Balfour sostuvo un momento el rifle con el pliegue del codo y sacó un cuchillo largo de una vaina que le colgaba del cinturón. La hoja casi brillaba en la oscuridad y Chey adivinó que estaba hecha de plata.
Lo entendió todo. Balfour quería abatirla con balas de plomo, no para matarla, sino para detenerla. Aunque le hubiera volado la cabeza con el rifle, técnicamente no la habría matado, pero sí le habría impedido huir. Tener el bulbo raquídeo en condiciones es indispensable para correr. Se imaginó a sí misma tendida de bruces sobre los restos de extracción, la sangre de su cuerpo empapando la maquinaria herrumbrosa, sus ojos incapaces de mirar, su boca incapaz de cerrarse. Se imaginó la baba que le resbalaría por el labio inerte. Y luego se lo imaginó a él, que treparía con prudencia hasta allí y se tomaría todo el tiempo que necesitara, cuchillo en mano.
¿Llegaría a enterarse cuando la apuñalara hasta la muerte? ¿Seguiría consciente? ¿Lo haría en seguida, de una puñalada en el pecho? ¿O se tomaría también su tiempo?
El hombre le hizo un gesto desenfadado con la mano y se puso de camino hacia donde estaba ella.
Al llegar a la orilla, entró en el agua oscura con reparos, casi con escrúpulo. El lodo afloró en torno a sus botas y el hombre hizo una mueca casi cómica, pero no se detuvo. Primero metió una pierna, después la otra, y avanzó, cubierto de agua hasta las caderas. Luego se detuvo y levantó los ojos hacia ella. Volvió a sujetar el rifle con ambas manos y la observó, expectante.
Entonces, Chey se dio cuenta de que ella misma no se había movido ni un centímetro desde que el hombre había dejado de disparar. Tenía que trepar hacia arriba, tenía que escapar. ¿Por qué no había vuelto a dispararle?
El hombre apartó el ojo de la mira del rifle y levantó una mano. Le hizo un gesto con los dedos para indicarle que se marchara. Chey se dio cuenta de que quería verla correr. Quería darle caza, porque así disfrutaría más de su muerte.