Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—Quisiera que no empujases tanto —dijo el Lirón, que estaba sentado junto a ella—. Casi no puedo respirar.
—No puedo evitarlo —dijo Alicia muy dócilmente—: estoy creciendo.
—No tienes derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.
—No digas tonterías —dijo Alicia más decidida—, sabes de sobra que tú también creces.
—Sí, pero
yo
crezco a un ritmo razonable —dijo el Lirón—; no de esa manera tan desconsiderada —y se puso de mal humor, y cruzó al otro lado de la sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le había quitado ojo al Sombrerero, y precisamente en el momento en que el Lirón cruzaba la sala para cambiarse de sitio, dijo a uno de los ujieres: «Tráeme la lista de los que cantaron en el último concierto». Al oír esto, el desventurado Sombrerero se echó a temblar de tal modo que se le salieron los zapatos de los pies.
[2]
—Haz tu declaración —repitió el Rey irritado—; o te mando ejecutar, tanto si estás nervioso como si no.
—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó el Sombrerero con voz temblorosa—, y no había empezado a tomarme el té… hará como una semana… con unas rebanadas de pan con mantequilla que son cada vez más finas… y el temblor del té…
—¿El temblor de
qué
? —dijo el Rey.
—
Empezaba
con el té —replicó el Sombrerero.
—¡Naturalmente que
empieza
con T! —dijo el Rey con sequedad—. ¿Me tomas por un zopenco? ¡Continúa!
—Soy un pobre hombre —prosiguió el Sombrerero—, y casi todas las cosas temblaban después… aunque la Liebre de Marzo dijo…
—¡Yo no dije nada! —interrumpió la Liebre de Marzo apresuradamente.
—¡Sí lo dijiste! —dijo el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—Lo niega —dijo el Rey—. Suprimid esa parte.
—Bueno, en todo caso, el Lirón dijo… —prosiguió el Sombrerero, volviéndose con inquietud hacia el Lirón para comprobar si éste lo negaba también; pero el Lirón no negó nada, ya que estaba profundamente dormido.
—Después —prosiguió el Sombrerero—, me serví un poco más de pan con mantequilla…
—Pero, ¿qué dijo el Lirón? —preguntó uno de los miembros del jurado.
—No me acuerdo —dijo el Sombrerero.
—
Tienes
que acordarte —comentó el Rey—; si no, serás ejecutado.
El desventurado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla e hincó una rodilla: «Soy un pobre hombre, Majestad», empezó.
—Y un pobrísimo orador —dijo el Rey.
Aquí, uno de los Conejillos de Indias aplaudió; pero fue sofocado inmediatamente por los ujieres de la sala (como el término es algo difícil, os explicaré cómo lo hicieron. Tenían una gran bolsa de tela cuya abertura se cerraba con un cordel: metieron de cabeza en ella al Conejillo de Indias, y luego se sentaron encima).
«Me alegro de haber visto cómo lo han hecho», pensó Alicia. «Lo he leído muchas veces en los periódicos, al final de los juicios: "Hubo un conato de aplausos que fue inmediatamente sofocado por los ujieres de la sala"; pero no sabía lo que quería decir, hasta ahora».
—Si es eso todo lo que sabes del caso, puedes bajar —prosiguió el Rey.
—No puedo bajar más —dijo el Sombrerero—. Estoy ya en el suelo.
—Entonces puedes
sentarte
—replicó el Rey.
Aquí aplaudió el otro Conejillo de Indias, y fue sofocado.
«¡Bueno, eso acaba con los Conejillos de Indias!», pensó Alicia. «Ahora todo irá mejor.»
—Preferiría terminar de merendar —dijo el Sombrerero con una mirada de inquietud a la Reina, que estaba leyendo la lista de los cantores.
—Puedes irte —dijo el Rey; y el Sombrerero salió precipitadamente de la sala, sin esperar siquiera a ponerse los zapatos.
—… Y que le corten la cabeza al salir —añadió la Reina a uno de los ujieres; pero el Sombrerero se había perdido de vista antes de que el ujier llegase a la puerta.
—¡Llamad al siguiente testigo! —dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba la caja de la pimienta en la mano, y Alicia adivinó quién era, incluso antes de que entrase en la sala, por la forma en que la gente situada junto a la puerta empezó a estornudar de repente.
—Presta declaración —dijo el Rey.
—No lo haré —dijo la Cocinera.
El Rey miró inquieto al Conejo Blanco, que dijo en voz baja: «Vuestra Majestad debe interrogar a
esta
testigo».
—Bueno; si hay que hacerlo, hay que hacerlo —dijo el Rey con expresión melancólica; y tras cruzarse de brazos y fruncir el ceño y mirar a la Cocinera con unos ojos que casi no se le veían, dijo con voz profunda: «¿De qué están hechas las tartas?».
—De pimienta en su mayor parte —dijo la Cocinera.
—De melaza —dijo una voz dormida detrás de ella.
—¡Acorralad a ese Lirón! —chilló la Reina—. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Sacad de aquí a ese Lirón! ¡Sofocadle! ¡Pellizcadle! ¡Cortadle los bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala, al tratar de sacar al Lirón; y cuando todos se hubieron acomodado otra vez, la Cocinera había desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey con una expresión de inmenso alivio—. Llamad al siguiente testigo —y añadió en voz baja, dirigiéndose a la Reina—: En realidad, querida, deberías interrogar
tú
al siguiente testigo; ¡a mí me produce terribles dolores de cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco manejar torpemente la lista, y sintió gran curiosidad por saber quién era el siguiente testigo, «ya que
hasta ahora
no han obtenido demasiadas pruebas», se dijo. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco leyó, forzando al máximo su vocecita chillona, el nombre de:
—¡Alicia!
El Testimonio de Alicia
—¡Presente! —gritó Alicia, olvidando por completo, con la tribulación del momento, lo grande que se había hecho en los últimos minutos; y se levantó tan de repente que volcó la tribuna del jurado con el borde de su falda, precipitando a todos sus miembros de cabeza sobre la multitud de abajo, donde quedaron desparramados, escena que le recordó muchísimo la pecera con peces de colores que ella había volcado accidentalmente la semana anterior.
[1]
—¡Oh, les
ruego
que me perdonen! —exclamó consternada; y empezó a recogerlos a toda prisa, ya que el incidente de los peces le seguía dando vueltas en la cabeza, y tenía la vaga impresión de que debía devolverlos en seguida a la tribuna, o se morirían.
—El juicio no puede continuar —dijo el Rey con voz grave—, mientras no estén todos los jurados en sus sitios como es debido…
todos
—repitió con gran énfasis, mirando con severidad a Alicia al decirlo.
Alicia miró la tribuna del jurado, y vio que, con la prisa, había puesto al Lagarto boca abajo, y que el pobre bicho movía la cola de forma lastimera, incapaz de darse la vuelta. Lo volvió a sacar inmediatamente, y lo colocó bien: «aunque no importa mucho —se dijo—; me parece que, para el juicio, lo mismo da que lo ponga del derecho que del revés».
Tan pronto como los jurados se recobraron un poco del sobresalto del revolcón, y se les hubo buscado y devuelto sus pizarrines y sus pizarras, se pusieron a redactar con gran diligencia la historia del incidente; todos salvo el Lagarto, que parecía demasiado abrumado para hacer otra cosa que permanecer sentado con la boca abierta, mirando al techo de la sala.
—¿Qué sabes de este asunto? —le dijo el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada de
nada
? —insistió el Rey.
—Nada de nada —dijo Alicia.
—Eso es muy relevante —dijo el Rey, volviéndose hacia el jurado.
Empezaban precisamente sus miembros a tomar nota de todo esto, cuando interrumpió el Conejo Blanco: «Irrelevante es lo que naturalmente ha querido decir vuestra Majestad», dijo en un tono respetuosísimo, pero frunciendo el ceño y haciéndole gestos mientras hablaba.
—Irrelevante, por supuesto, quiero decir —se apresuró a rectificar el Rey; y prosiguió para sí, en voz baja—: Relevante… irrelevante… irrelevante… relevante… —como si estuviese probando a ver cómo sonaba mejor.
Unos miembros del jurado escribieron «relevante»; otros «irrelevante». Alicia tuvo ocasión de verlo, ya que estaba lo bastante cerca como para observar sus pizarras; «pero da exactamente igual», pensó para sí.
En este momento el Rey, que durante un rato había estado escribiendo febrilmente en su cuaderno de notas, gritó:
—¡Silencio! —y leyó en voz alta: «Regla Cuarenta y Dos.
Todas las personas que midan más de una milla tienen que abandonar la sala
».
Todo el mundo miró a Alicia.
—
Yo
no mido una milla —dijo Alicia.
—Sí la mides —dijo el Rey.
—Casi dos millas —añadió la Reina.
—Bueno, de todos modos, no me iré —dijo Alicia—; además, ésa no es una regla general: la acabáis de inventar.
—Es la regla más antigua del libro —dijo el Rey.
—Entonces debería ser la Número Uno —dijo Alicia.
El Rey palideció y cerró de golpe su cuaderno:
—Considerad vuestro veredicto —dijo al jurado con voz baja y temblorosa.
—Hay más pruebas, Majestad —dijo el Conejo Blanco, levantándose de un salto—: acaba de aparecer este documento.
—¿Qué pone? —dijo la Reina.
—Aún no lo he abierto —dijo el Conejo Blanco—; pero parece una carta escrita por la prisionera a… a alguien.
—Así debe ser —dijo el Rey—, a menos que no se la haya escrito a nadie, lo que no suele ser habitual.
—¿A quién está dirigida? —dijo uno de los jurados.
—No está dirigida —dijo el Conejo Blanco—: en realidad, no pone nada
fuera
—desplegó el papel mientras hablaba, y añadió—: No es una carta: son unos versos.
—¿Están escritos con la letra de la prisionera? —preguntó otro de los jurados.
—No, no lo están —dijo el Conejo Blanco—; y eso es lo más extraño (los jurados se quedaron perplejos).
—Ha debido de imitar la letra de alguien —dijo el Rey (los jurados se animaron todos otra vez).
—Con la venia de vuestra Majestad —dijo la Jota—, yo no he escrito ese papel, y no pueden probar que lo haya hecho: no lleva ninguna firma al final.
—Si no lo has firmado —dijo el Rey—, eso no hace sino empeorar las cosas. Sin duda tenías alguna intención aviesa; de lo contrario, lo habrías firmado como toda persona honrada.
Hubo un aplauso general: en verdad, era lo primero inteligente que el Rey había dicho ese día.
—Eso
prueba
su culpabilidad, por supuesto —dijo la Reina—; así que le corten…
—¡Eso no prueba nada en absoluto! —dijo Alicia—. ¡Ni siquiera sabéis qué dicen!
—Léelos —dijo el Rey.
El Conejo Blanco se puso los lentes.
—Con la venia de vuestra Majestad, ¿por dónde empiezo? —preguntó.
—Empieza por el principio —dijo el Rey muy serio—, y sigue hasta llegar al final; entonces para.
Reinó un silencio mortal en la sala, mientras el Conejo Blanco leía estos versos
[2]
:
«Me dijeron que habías sido de ella,
que le hablaste de mí a él;
ella me tuvo por gran persona,
aunque dijo que no sé nadar.
Él les avisó que yo no había ido
(lo que sabemos que es verdad):
si ella siguiese insistiendo,
¿qué sería entonces de ti?
Yo le di a ella una, ellos le dieron a él dos,
tú nos diste tres o más;
y todas volvieron de él a ti,
aunque todas fueron mías antes.
Si yo o ella nos viéramos por azar
implicados en el caso,
él confía en que tú las dejes libres,
exactamente como éramos.
Mi idea es que tú habías sido
(antes de tener ella ese ataque)
un obstáculo que surgió entre
él, nosotros y ello.
Que no sepa él que a ella le gustaban más:
pues esto siempre ha de ser
un secreto, ante los demás,
tuyo y mío y nada más.»